Dueñas, María - El tiempo entre costuras
Здесь есть возможность читать онлайн «Dueñas, María - El tiempo entre costuras» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Старинная литература, spa. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:El tiempo entre costuras
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 100
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
El tiempo entre costuras: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El tiempo entre costuras»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
El tiempo entre costuras — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El tiempo entre costuras», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Y en el taller de doña Manuela cada vez entraban menos señoras, salían menos pedidos y había menos quehacer. En un penoso cuentagotas se fueron despidiendo primero las aprendizas y después el resto de las costureras, hasta que al final sólo quedamos la dueña, mi madre y yo. Y cuando terminamos el último vestido de la marquesa de Entrelagos y pasamos los seis días siguientes oyendo la radio, mano sobre mano sin que a la puerta llamara un alma, doña Manuela nos anunció entre suspiros que no tenía más remedio que cerrar el negocio.
En medio de la convulsión de aquellos tiempos en los que las broncas políticas hacían temblar las plateas de los teatros y los gobiernos duraban tres padrenuestros, apenas tuvimos sin embargo oportunidad de llorar lo que perdimos. A las tres semanas del advenimiento de nuestra obligada inactividad, Ignacio apareció con un ramo de violetas y la noticia de que por fin había aprobado su oposición. El proyecto de nuestra pequeña boda taponó la incertidumbre y sobre la mesa camilla planificamos el evento. Aunque entre los aires nuevos traídos por la República ondeaba la moda de los matrimonios civiles, mi madre, en cuya alma convivían sin la menor incomodidad su condición de madre soltera, un férreo espíritu católico y una nostálgica lealtad a la monarquía depuesta, nos alentó a celebrar una boda religiosa en la vecina iglesia de San Andrés. Ignacio y yo aceptamos, cómo podríamos no hacerlo sin trastornar aquella jerarquía de voluntades en la que él cumplía todos mis deseos y yo acataba los de mi madre sin discusión. No tenía, además, razón de peso alguna para negarme: la ilusión que yo sentía por la celebración de aquel matrimonio era modesta, y lo mismo me daba un altar con cura y sotana que un salón presidido por una bandera de tres colores.
Nos dispusimos así a fijar la fecha con el mismo párroco que veinticuatro años atrás, un 8 de junio y al dictado del santoral, me había impuesto el nombre de Sira. Sabiniana, Victorina, Gaudencia, Heraclia y Fortunata fueron otras opciones en consonancia con los santos del día.
«Sira, padre, póngale usted Sira mismamente, que por lo menos es corto.» Tal fue la decisión de mi madre en su solitaria maternidad. Y Sira fui.
Celebraríamos el casamiento con la familia y unos cuantos amigos. Con mi abuelo sin piernas ni luces, mutilado de cuerpo y ánimo en la guerra de Filipinas, permanente presencia muda en su mecedora junto al balcón de nuestro comedor. Con la madre y hermanas de Ignacio que vendrían desde el pueblo. Con nuestros vecinos Engracia y Norberto y sus tres hijos, socialistas y entrañables, tan cercanos a nuestros afectos desde la puerta de enfrente como si la misma sangre nos corriera por el descansillo. Con doña Manuela, que volvería a coger los hilos para regalarme su última obra en forma de traje de novia. Agasajaríamos a nuestros invitados con pasteles de merengue, vino de Málaga y vermut, tal vez pudiéramos contratar a un músico del barrio para que subiera a tocar un pasodoble, y algún retratista callejero nos sacaría una placa que adornaría nuestro hogar, ese que aún no teníamos y de momento sería el de mi madre.
Fue entonces, en medio de aquel revoltijo de planes y apaños, cuando a Ignacio se le ocurrió la idea de que preparara unas oposiciones para hacerme funcionaría como él. Su flamante puesto en un negociado administrativo le había abierto los ojos a un mundo nuevo: el de la administración en la República, un ambiente en el que para las mujeres se perfilaban algunos destinos profesionales más allá del fogón, el lavadero y las labores; en el que el género femenino podía abrirse camino codo con codo con los hombres en igualdad de condiciones y con la ilusión puesta en los mismos objetivos. Las primeras mujeres se sentaban ya como diputadas en el Congreso, se declaró la igualdad de sexos para la vida pública, se nos reconoció la capacidad jurídica, el derecho al trabajo y el sufragio universal. Aun así, yo habría preferido mil veces volver a la costura, pero a Ignacio no le llevó más de tres tardes convencerme. El viejo mundo de las telas y los pespuntes se había derrumbado y un nuevo universo abría sus puertas ante nosotros: habría que adaptarse a él. El mismo Ignacio podría encargarse de mi preparación; tenía todos los temarios y le sobraba experiencia en el arte de presentarse y suspender montones de veces sin sucumbir jamás a la desesperanza. Yo, por mi parte, aportaría a tal proyecto la clara conciencia de que había que arrimar el hombro para sacar adelante al pequeño pelotón que a partir de nuestra boda formaríamos nosotros dos con mi madre, mi abuelo y la prole que viniera. Accedí, pues. Una vez dispuestos, sólo nos faltaba un elemento: una máquina de escribir en la que yo pudiera aprender a teclear y preparar la inexcusable prueba de mecanografía. Ignacio había pasado años practicando con máquinas ajenas, transitando un vía crucis de tristes academias con olor a grasa, tinta y sudor reconcentrado: no quiso que yo me viera obligada a repetir aquellos trances y de ahí su empeño en hacernos con nuestro propio equipamiento. A su búsqueda nos lanzamos en las semanas siguientes, como si de la gran inversión de nuestra vida se tratara.
Estudiamos todas las opciones e hicimos cálculos sin fin. Yo no entendía de prestaciones, pero me parecía que algo de formato pequeño y ligero sería lo más conveniente para nosotros. A Ignacio el tamaño le era indiferente pero, en cambio, se fijaba con minuciosidad extrema en precios, plazos y mecanismos. Localizamos todos los sitios de venta en Madrid, pasamos horas enteras frente a sus escaparates y aprendimos a pronunciar nombres forasteros que evocaban geografías lejanas y artistas de cine: Remington, Royal, Underwood. Igual podríamos habernos decidido por una marca que por otra; lo mismo podríamos haber terminado comprando en una casa americana que en otra alemana, pero la elegida fue, finalmente, la italiana Hispano-Olivetti de la calle Pi y Margall. Cómo podríamos ser conscientes de que con aquel acto tan simple, con el mero hecho de avanzar dos o tres pasos y traspasar un umbral, estábamos firmando la sentencia de muerte de nuestro futuro en común y torciendo las líneas del porvenir de forma irremediable.
2
No voy a casarme con Ignacio, madre.
Estaba intentando enhebrar una aguja y mis palabras la dejaron inmóvil, con el hilo sostenido entre dos dedos.
–¿Qué estás diciendo, muchacha? – susurró. La voz pareció salirle rota de la garganta, cargada de desconcierto e incredulidad.
–Que le dejo, madre. Que me he enamorado de otro hombre.
Me reprendió con los reproches más contundentes que alcanzó a traer a la boca, clamó al cielo suplicando la intercesión en pleno del santoral, y con docenas de argumentos intentó convencerme para que diera marcha atrás en mis propósitos. Cuando comprobó que todo aquello de nada servía, se sentó en la mecedora pareja a la de mi abuelo, se tapó la cara y se puso a llorar.
Aguanté el momento con falsa entereza, intentando esconder el nerviosismo tras la contundencia de mis palabras. Temía la reacción de mi madre: Ignacio para ella había llegado a ser el hijo que nunca tuvo, la presencia que suplantó el vacío masculino de nuestra pequeña familia. Hablaban entre ellos, congeniaban, se entendían. Mi madre le hacía los guisos que a él le gustaban, le abrillantaba los zapatos y daba la vuelta a sus chaquetas cuando el roce del tiempo comenzaba a robarles la prestancia. Él, a cambio, la piropeaba al verla esmerarse en su atuendo para la misa dominical, le traía dulces de yema y, medio en broma medio en serio, a veces le decía que era más guapa que yo.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «El tiempo entre costuras»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El tiempo entre costuras» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «El tiempo entre costuras» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.