Dueñas, María - El tiempo entre costuras
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Debió de notar que me temblaba la voz, porque me agarró una mano y la apretó con fuerza.
–Bien, vamos a centrarnos en el presente -dijo firme-. En cuanto la mañana se ponga en marcha, empezaré a mover mis contactos. Si él está aún en Lisboa, lograré encontrarle.
–Yo no puedo verle y no quiero que tú hables con él tampoco. Utiliza algún intermediario, alguien que le haga llegar la información sin que él sepa que procede de ti. Lo único que necesita saber es que Da Silva no sólo no quiere saber de él, sino que, además, ha dado orden de que lo quiten de en medio si empieza a molestar. Yo informaré a Hillgarth sobre los demás nombres en cuanto llegue a Madrid. O no -rectifiqué-. Mejor haz que le den a Marcus todos los nombres, apúntalos, me los sé de memoria. Que él se encargue de hacer correr la voz, probablemente los conozca a todos.
Noté entonces un cansancio inmenso, tan inmenso casi como la angustia que llevaba dentro desde que Beatriz Oliveira me pasara aquella siniestra lista en la iglesia de Sao Domingos. El día había sido atroz: la novena y lo que conllevó, el encuentro posterior con Da Silva y el esfuerzo agotador para lograr que me invitara a su casa; el desvelo durante horas, la espera a oscuras junto a las basuras del hotel, el tortuoso viaje hasta Lisboa pegada al cuerpo de aquel huevero maloliente. Miré el reloj. Aún faltaba media hora para que me recogiera con su motocarro. Cerrar los ojos y acurrucarme en la cama deshecha de Rosalinda me pareció la más golosa de las tentaciones, pero no era momento de pensar en dormir. Antes tenía que ponerme al día acerca de la vida de mi amiga, aunque fuese brevemente: quién sabía si aquél iba a ser nuestro último encuentro.
–Cuéntame ahora tú, rápido; no quiero irme sin saber algo de ti. ¿Cómo te las has arreglado desde que saliste de España, qué ha sido de tu vida?
–Los primeros tiempos fueron duros, sola, sin dinero y reconcomida por la incertidumbre de la situación de Juan Luis en Madrid. Pero no pude sentarme a llorar lo perdido: tenía que ganarme la vida. A ratos fue hasta divertido, viví algunas escenas dignas de la mejor alta comedia: hubo un par de millonarios decrépitos que me ofrecieron matrimonio e incluso deslumbre a un alto oficial nazi que me aseguró estar dispuesto a desertar si yo aceptaba fugarme con él a Río de Janeiro. A veces fue entretenido; otras, la verdad, no tanto. Encontré a antiguos admiradores que fingieron no conocerme y a viejos amigos que me volvieron la cara; personas a las que un día yo ayudé y de pronto parecieron aquejados de amnesia, y embusteros que simularon estar en condiciones lamentables para evitar que les pidiera algo prestado. Lo peor de todo, sin embargo, no fue eso: lo más duro en todo aquel tiempo fue el tener que cortar toda comunicación con Juan Luis. Primero dejamos las llamadas telefónicas tras descubrir él que nos escuchaban, después abandonamos el correo. Y luego llegó el cese y el arresto. Las últimas cartas en mucho tiempo fueron las que él te entregó y tú diste a Hillgarth. Y después, el fin.
–¿Cómo está, él ahora?
Suspiró con fuerza antes de responder y volvió a retirarse el pelo de la cara.
–Moderadamente bien. Lo enviaron a Ronda y aquello fue casi un alivio porque en un principio pensó que se iban a deshacer de él por completo acusándole de alta traición a la patria. Pero al final no le abrieron consejo de guerra, más por simple interés que por compasión: liquidar de aquella manera a un ministro nombrado un año antes habría supuesto un impacto muy negativo en la población española y en la opinión internacional.
–¿Aún sigue en Ronda?
–Sí, pero ahora ya tan sólo bajo arresto domiciliario. Vive en un hotel y parece que empieza a tener una cierta libertad de movimientos. Vuelve a estar ilusionado con algunos proyectos, ya sabes cómo es él de inquieto, necesita siempre estar activo, implicado en algo interesante, ingeniando y maquinando. Confío en que pueda venir pronto a Lisboa y después, we'll see. Ya veremos -concluyó con una sonrisa cargada de melancolía.
No me atreví a preguntar cuáles eran aquellos nuevos proyectos tras su despeñamiento por el barranco de los desposeídos de la gloria. El ex ministro amigo de los ingleses pintaba ya muy poco en aquella Nueva España tan cariñosa con el Eje; mucho tendrían que cambiar las cosas para que el poder volviera a llamar a su puerta.
Consulté el reloj de nuevo, sólo me quedaban diez minutos.
–Sígueme contando sobre ti, cómo conseguiste salir adelante.
–Conocí a Dimitri, un ruso blanco huido a París tras la revolución bolchevique. Nos hicimos amigos y le convencí para que me hiciera su socia en el club que tenía previsto abrir. Él aportaría el dinero y yo, la decoración y los contactos. El Galgo fue un éxito desde el principio, así que, al poco de comenzar la marcha del negocio, me lancé a buscar casa para por fin poder salir del pequeño cuarto donde me tenían cobijada unos amigos polacos. Y entonces encontré este piso, si es que a una vivienda con veinticuatro habitaciones se le puede llamar un piso.
–¡Veinticuatro habitaciones, qué barbaridad!
–No creas, lo hice con intención de sacarle beneficio, obviously. Lisboa está llena de expatriados con escasa liquidez que no pueden permitirse una larga estancia en un gran hotel.
–No me digas que has montado aquí una casa de huéspedes.
–Algo así. Huéspedes elegantes, gente de mundo a la que su sofisticación no les libra de estar al borde del abismo. Yo comparto con ellos mi hogar y ellos conmigo sus capitales en la medida de lo posible. No hay precio: hay quien ha disfrutado de una habitación durante dos meses sin pagarme ni un escudo, y hay quien por alojarse una semana me ha regalado una pulsera riviere de brillantes o un broche de Lalique. Yo no paso factura a nadie: cada cual contribuye como puede. Son tiempos duros, darling: hay que sobrevivir.
Había que sobrevivir, efectivamente. Y para mí la supervivencia más inmediata implicaba volverme a subir a un motocarro con olor a gallinas y alcanzar mi habitación en el hotel Do Parque antes de que entrara la mañana. Me habría encantado poder seguir charlando con Rosalinda hasta el fin de los días, tumbadas en su gran cama sin más preocupaciones que hacer sonar un timbre para que vinieran a traernos el desayuno. Pero había llegado la hora de volver, de retornar a la realidad por negra que ésta se presentara. Ella me acompañó a la puerta; antes de abrirla, me abrazó con su cuerpo liviano y sopló un consejo en mi oído.
–Apenas conozco a Manuel da Silva, pero todo el mundo en Lisboa está al tanto de su fama: un gran empresario, seductor y encantador, que también es duro como el hielo, inmisericorde con sus adversarios y capaz de vender su alma por un buen negocio. Ten mucho cuidado, porque estás jugando con fuego delante de alguien peligroso.
60
Toallas limpias -anunció la voz al otro lado de la puerta del cuarto de baño.
–Déjelas encima de la cama, gracias -grité.
No había pedido toallas y era extraño que vinieran a reponerlas a esa hora de la tarde, pero imaginé que se trataría de una simple descoordinación del servicio.
Terminé de aplicarme la máscara de pestañas frente al espejo. Con ella acabé el maquillaje: ya sólo me faltaba vestirme y aún quedaba casi una hora para que Joao me recogiera. Estaba en albornoz. Me empecé a arreglar temprano para ocupar los minutos con alguna actividad y dejar de presagiar finales funestos para mi breve carrera, pero aún seguía sobrándome tiempo. Salí del baño y mientras me anudaba el cinturón titubeé decidiendo qué hacer. Esperaría un rato antes de vestirme. O quizá no, quizá debería al menos ir poniéndome las medias ya. O tal vez no, tal vez lo mejor sería… Y entonces le vi, y todas las medias del mundo dejaron en ese momento de existir.
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