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Khaled Hosseini: Y las montañas hablaron

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Khaled Hosseini Y las montañas hablaron

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La decisión de una humilde familia campesina de dar una hija en adopción a un matrimonio adinerado es el fundamento sobre el que Khaled Hosseini —autor de las inolvidables y — ha tejido este formidable tapiz en el que se entrelazan los destinos de varias generaciones y se exploran las infinitas formas en que el amor, el valor, la traición y el sacrificio desempeñan un papel determinante en las vidas de las personas. La historia arranca en una remota y desolada aldea de Afganistán, donde Sabur y su segunda mujer se enfrentan en condiciones precarias a la llegada de otro invierno implacable. Abdulá, el hijo mayor, de diez años, ha cuidado de su hermana Pari desde que era pequeña, y ahora ambos escuchan cautivados la triste historia que les relata su padre antes de acostarlos, la víspera de iniciar un largo viaje que los conducirá hasta Kabul. Allí, en las bulliciosas calles de la capital, dará comienzo este fascinante itinerario que guiará al lector desde el otoño de 1952 hasta el presente, de Kabul a París, desde la isla griega de Tinos hasta San Francisco. Seis años después de la publicación de su anterior novela y superados los 38 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, Khaled Hosseini vuelve a demostrar su inmenso talento para narrar historias con valor universal y su inagotable capacidad para crear personajes que nos resultan asombrosamente cercanos y auténticos.

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Abdulá, Pari y Padre se sentaron en un voluminoso sofá con borlas doradas. Los suaves cojines que tenían detrás estaban salpicados de diminutos espejos octogonales. Frente al sofá, un único cuadro ocupaba casi toda la pared. En él, un anciano escultor inclinado sobre su banco de trabajo tallaba un bloque de piedra con un mazo. Unas cortinas burdeos plisadas vestían los amplios ventanales, que se abrían a un balcón con una barandilla de hierro hasta la cintura. En la habitación todo estaba pulido y sin una mota de polvo.

Abdulá nunca había sido tan consciente de su propia suciedad.

El patrón del tío Nabi, el señor Wahdati, estaba sentado en una butaca de cuero con los brazos cruzados. Los miraba con una expresión no del todo hostil pero sí distante, impenetrable. Era más alto que Padre; Abdulá lo notó en cuanto se levantó para saludarlos. Tenía hombros estrechos, labios finos y una frente alta y brillante. Llevaba un traje blanco y entallado y una camisa verde con el cuello desabrochado y gemelos ovalados de lapislázuli en los puños. En todo aquel rato no había pronunciado más de diez o doce palabras.

Pari no le quitaba ojo a la bandeja de galletas que había en la mesa de cristal que tenían delante. Abdulá nunca habría creído posible que existiera semejante variedad: canutillos de chocolate rellenos de crema, galletitas redondas con naranja en el centro, verdes con forma de hojas...

—¿Te apetece una? —preguntó la señora Wahdati. Era ella quien hablaba todo el rato—. Adelante, los dos. Las he puesto para vosotros.

Abdulá se volvió hacia Padre como si le pidiera permiso, y Pari hizo lo mismo. Eso pareció cautivar a la señora Wahdati, que enarcó las cejas, ladeó la cabeza y sonrió.

Padre asintió levemente.

—Una cada uno —dijo en voz baja.

—No, nada de eso —repuso la señora Wahdati—. He hecho que Nabi las trajera de una panadería en la otra punta de Kabul.

Padre se ruborizó y bajó la mirada. Estaba sentado en el borde del sofá, sujetando con ambas manos el maltrecho casquete. Mantenía las rodillas bien apartadas de la señora Wahdati y la vista fija en su marido.

Abdulá cogió dos galletas y le dio una a Pari.

—Vamos, coged más. Que las molestias de Nabi no hayan sido para nada —insistió la anfitriona con afable reproche. Le sonrió al tío Nabi.

—No ha sido ninguna molestia —repuso él, ruborizándose.

Estaba de pie cerca de la puerta, junto a una alta vitrina de madera con gruesas puertas de cristal. En sus estantes había fotografías enmarcadas en plata del señor y la señora Wahdati. En una se los veía con otra pareja, ataviados con recios abrigos y gruesas bufandas y con un río fluyendo espumoso a sus espaldas. En otra, la señora Wahdati sostenía un vaso con gesto risueño y rodeaba con el brazo desnudo a un hombre que no era el señor Wahdati, algo que a Abdulá le resultó inconcebible. Había asimismo una fotografía de boda, él muy alto y pulido con su traje negro, y ella con un vestido blanco y largo, ambos sonriendo sin enseñar los dientes.

Abdulá miró a hurtadillas a la señora: cintura fina, boca pequeña y bonita, cejas perfectas, uñas rosa a juego con el pintalabios. Ahora se acordaba de ella, de un par de años antes, cuando Pari tenía casi dos. El tío Nabi la había llevado a Shadbagh porque ella quería conocer a su familia. En aquella ocasión llevaba un vestido color melocotón sin mangas —recordaba el asombro en la cara de Padre— y gafas de sol de gruesa montura blanca. Sonreía constantemente y les hacía preguntas sobre el pueblo y sobre sus vidas; quiso saber los nombres y las edades de los niños. Actuaba como si se encontrara en su elemento en la casa de adobe de techo bajo, sentada con la espalda apoyada contra la pared manchada de hollín, junto a la ventana moteada de moscas muertas y la pringosa cortina de plástico que separaba la habitación de la cocina, donde también dormían Abdulá y Pari. Había convertido su visita en un espectáculo, quitándose los zapatos de tacón en la puerta, prefiriendo sentarse en el suelo cuando Padre había tenido el tino de ofrecerle una silla. Como si fuera uno de ellos. Por aquel entonces Abdulá tenía sólo ocho años, pero había descubierto sus intenciones.

Lo que mejor recordaba Abdulá de aquella visita era que Parwana —en aquel momento embarazada de Iqbal— había permanecido sentada en un rincón, una figura envuelta en el velo, encogida, sumida en un rígido silencio. Tenía los hombros hundidos y los pies recogidos bajo el voluminoso vientre, como si pretendiera fundirse con la pared y desaparecer. Su rostro quedaba oculto por el sucio velo, que se ceñía bajo la barbilla. Abdulá casi logró ver la vergüenza que emanaba de ella como vapor, la incomodidad, lo insignificante que se sentía, y lo había sorprendido una oleada de ternura hacia su madrastra.

La señora Wahdati cogió el paquete de tabaco que había junto a las galletas y encendió un cigarrillo.

—Hemos dado un largo rodeo para llegar hasta aquí, y les he enseñado un poco la ciudad —comentó el tío Nabi.

—¡Estupendo! —exclamó ella—. ¿Había estado ya en Kabul, Sabur?

—Un par de veces, bibi sahib .

—¿Y qué impresión le produce, si puede saberse?

Padre se encogió de hombros.

—Está llena de gente.

—Pues sí.

El señor Wahdati se quitó una pelusa de la manga de la chaqueta y miró fijamente la alfombra.

—Está llena de gente, sí, y a veces es una lata —comentó su mujer.

Padre asintió con la cabeza, como si entendiera de qué hablaba.

—En el fondo, Kabul es una isla. Según algunos es progresista, y quizá lo sea. Sí, supongo que en cierta medida lo es, pero también vive de espaldas al resto del país.

Padre se miró el casquete entre las manos y parpadeó.

—No malinterprete mis palabras —prosiguió ella—. Daría mi apoyo sin reservas a cualquier plan progresista que surgiera de la ciudad. Sabe Dios que al país le vendría muy bien. Pero, para mi gusto, esta ciudad está demasiado satisfecha consigo misma. Le aseguro que la pomposidad de este lugar se hace a veces muy pesada. —Soltó un suspiro—. La verdad es que siempre he admirado el campo. Me gusta muchísimo: las provincias lejanas, las qarias , las pequeñas aldeas. El Afganistán real, por así decirlo.

Padre asintió con escasa convicción.

—Es posible que no esté de acuerdo con todas las tradiciones tribales, ni siquiera con la mayoría, pero tengo la sensación de que, fuera de la ciudad, la gente lleva una vida mucho más auténtica. Transmiten tenacidad. Una humildad reconfortante. Y hospitalidad, además. Y fortaleza. Desprenden orgullo. ¿Es ésa la palabra adecuada, Suleimán? ¿Orgullo?

—Basta, Nila —repuso su marido en voz baja.

Siguió un denso silencio. Abdulá vio que el señor Wahdati tamborileaba con los dedos en el brazo de la butaca, y luego observó a su mujer: la sonrisa tensa, la mancha rosa en la boquilla del cigarrillo, cómo cruzaba los pies y apoyaba el codo en el brazo del sofá.

—Es probable que no sea la palabra adecuada —dijo ella, rompiendo el silencio—. Dignidad, quizá. —Sonrió, revelando unos dientes rectos y blancos. Abdulá nunca había visto unos dientes así—. Sí, eso. La gente del campo transmite dignidad. La llevan puesta, como quien lleva una insignia, ¿no? Lo digo sinceramente. Yo la veo en usted, Sabur.

—Gracias, bibi sahib —murmuró Padre moviéndose un poco en el sofá, todavía con la vista fija en el casquete.

La señora asintió con la cabeza. Posó la mirada en Pari.

—Y debo decir que eres preciosa, querida.

Pari se arrimó aún más a Abdulá.

La señora se lanzó a recitar, muy despacio:

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