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Khaled Hosseini: Y las montañas hablaron

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Khaled Hosseini Y las montañas hablaron

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La decisión de una humilde familia campesina de dar una hija en adopción a un matrimonio adinerado es el fundamento sobre el que Khaled Hosseini —autor de las inolvidables y — ha tejido este formidable tapiz en el que se entrelazan los destinos de varias generaciones y se exploran las infinitas formas en que el amor, el valor, la traición y el sacrificio desempeñan un papel determinante en las vidas de las personas. La historia arranca en una remota y desolada aldea de Afganistán, donde Sabur y su segunda mujer se enfrentan en condiciones precarias a la llegada de otro invierno implacable. Abdulá, el hijo mayor, de diez años, ha cuidado de su hermana Pari desde que era pequeña, y ahora ambos escuchan cautivados la triste historia que les relata su padre antes de acostarlos, la víspera de iniciar un largo viaje que los conducirá hasta Kabul. Allí, en las bulliciosas calles de la capital, dará comienzo este fascinante itinerario que guiará al lector desde el otoño de 1952 hasta el presente, de Kabul a París, desde la isla griega de Tinos hasta San Francisco. Seis años después de la publicación de su anterior novela y superados los 38 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, Khaled Hosseini vuelve a demostrar su inmenso talento para narrar historias con valor universal y su inagotable capacidad para crear personajes que nos resultan asombrosamente cercanos y auténticos.

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Cuando se hubo lavado, y después de beber y comer lo suficiente, Baba Ayub guardó cama mientras los aldeanos lo rodeaban y le hacían preguntas.

—¿Dónde has estado, Baba Ayub?

—¿Qué has visto?

—¿Qué te ha ocurrido?

Él no podía contestarles, ya que no recordaba nada de su viaje, ni haber subido a la montaña del div o hablado con él, ni el magnífico palacio ni la gran habitación de las cortinas. Parecía haber despertado de un sueño ya olvidado. No recordaba el jardín secreto, ni a los niños, y sobre todo no recordaba haber visto a su Qais jugando en aquel jardín con sus amigos. De hecho, cuando alguien mencionó el nombre de Qais, Baba Ayub parpadeó desconcertado.

—¿Quién? —preguntó.

No recordaba haber tenido nunca un hijo llamado Qais.

¿Comprendes, Abdulá, que darle la poción que había borrado esos recuerdos fue un acto de piedad? Ésa fue la recompensa de Baba Ayub por haber superado la segunda prueba del div .

Aquella primavera, los cielos se abrieron por fin sobre Maidan Sabz. Lo que derramaron no fue la fina llovizna de los años anteriores, sino un aguacero en toda regla. Una tupida cortina de lluvia cayó del cielo, y la sedienta aldea se apresuró a recibirla con los brazos abiertos. Durante todo el día el agua tamborileó sobre los tejados y ahogó los demás sonidos del mundo. Gruesos goterones resbalaban de las puntas de las hojas. Los pozos se llenaron y el río creció. Las montañas del este reverdecieron. Brotaron flores silvestres y, por primera vez en muchos años, los niños jugaron sobre la hierba y las vacas pastaron ávidamente. Todos se sintieron jubilosos.

Cuando la lluvia cesó, hubo bastante trabajo que hacer en la aldea. Se habían desmoronado varias paredes de adobe, había tejados medio hundidos y tierras de cultivo convertidas en ciénagas. Pero, después de la devastadora sequía, la gente de Maidan Sabz no estaba dispuesta a quejarse. Volvieron a levantar las paredes, repararon los tejados y drenaron los canales de riego. Aquel otoño, Baba Ayub produjo la cosecha de pistachos más abundante de su vida, y al año siguiente y al otro sus cosechas no hicieron sino aumentar de tamaño y calidad. En las grandes ciudades donde vendía sus mercancías, Baba Ayub se sentaba orgulloso tras las pirámides de pistachos, sonriendo de oreja a oreja como el hombre más feliz del mundo. Nunca volvió a haber sequía en Maidan Sabz.

No queda mucho que contar, Abdulá. Aunque quizá te preguntarás si alguna vez pasó por la aldea un apuesto joven jinete, en su búsqueda de grandes aventuras. ¿Se detuvo quizá a tomar un poco de agua, que ahora abundaba en la aldea, y se sentó a partir el pan con los aldeanos, quizá con el mismísimo Baba Ayub? No sé decirte, muchacho. Lo que sí puedo asegurar es que Baba Ayub vivió hasta convertirse en un hombre muy, muy viejo. Y que vio casarse a todos sus hijos, como había deseado siempre, y que éstos le dieron a su vez muchos nietos, cada uno de los cuales lo llenó de felicidad.

Y también puedo decirte que algunas noches, sin motivo aparente, Baba Ayub no podía dormir. Aunque ya era muy mayor, aún podía andar ayudándose de un bastón. Y así, esas noches insomnes, se levantaba de la cama con sigilo para no despertar a su mujer, cogía el bastón y salía de la casa. Caminaba en la oscuridad, con el bastón repiqueteando ante sí y la brisa nocturna acariciándole la cara. Había una piedra plana en el linde de su campo, y allí se sentaba. A menudo se quedaba una hora o más contemplando las estrellas y las nubes que pasaban flotando ante la luna. Pensaba en su larga vida y daba gracias por toda la generosidad y todo el gozo que le habían concedido. Sabía que querer más, ansiar todavía más, sería mezquino. Exhalaba un suspiro de felicidad y escuchaba el viento que soplaba de las montañas, el gorjear de las aves nocturnas.

Pero de vez en cuando le parecía distinguir algo más entre esos sonidos. Era siempre lo mismo: el agudo tintineo de un cascabel. No comprendía por qué debería oír un sonido así, allí solo en la oscuridad y con todas las ovejas y cabras durmiendo. Unas veces se decía que eran imaginaciones suyas, y otras estaba tan convencido de lo contrario que le gritaba a la oscuridad: «¿Hay alguien ahí? ¿Quién es? ¡Sal y deja que te vea!» Pero nunca obtenía respuesta. Baba Ayub no lo comprendía. Como tampoco entendía que, siempre que oía aquel tintineo, sintiera una oleada de algo parecido al coletazo de un sueño triste, y que lo sorprendiera cada vez como una inesperada ráfaga de viento. Pero luego pasaba, como todo acaba siempre por pasar.

Bueno, ya está, hijo. Éste es el final. No tengo nada que añadir. Y ya se ha hecho muy tarde; estoy cansado, y tu hermana y yo tenemos que levantarnos al amanecer. Así que apaga la vela, apoya la cabeza y cierra los ojos. Que duermas bien, hijo. Nos diremos adiós por la mañana.

2

Otoño de 1952

Padre nunca le había pegado. Por eso cuando lo hizo, cuando le dio un cachete justo encima de la oreja, fuerte, sin previo aviso y con la palma abierta, en los ojos de Abdulá brotaron lágrimas de sorpresa. Parpadeó rápidamente para contenerlas.

—Vete a casa —le ordenó Padre entre dientes.

De más allá, a Abdulá le llegaron los sollozos de Pari.

Entonces, Padre volvió a pegarle, más fuerte esta vez, cruzándole la cara de un bofetón. Le ardió la mejilla izquierda y se le escaparon las lágrimas. Sintió un pitido en el oído. Padre se agachó y se acercó tanto que su rostro moreno y surcado de arrugas eclipsó por completo el desierto y el cielo.

—Hijo, te he dicho que te vayas a casa —insistió con expresión disgustada.

Abdulá no profirió sonido alguno. Tragó saliva y miró a su padre con los ojos entornados, parpadeando hacia la cara que lo protegía del sol. Desde el pequeño carro rojo que esperaba más allá, Pari gritó su nombre con voz temblorosa de aprensión:

—¡Abolá!

Padre le dirigió una mirada de advertencia y volvió al carretón. Desde su lecho, Pari tendió las manitas hacia su hermano. Éste dejó que se adelantaran un poco; entonces se enjugó las lágrimas con ambas palmas y echó a andar tras ellos.

Poco después, Padre le arrojó una piedra, como hacían los niños de Shadbagh con el perro de Pari, Shuja , sólo que ellos tenían la intención de darle, de hacerle daño. La piedra cayó a varios palmos de Abdulá, inofensiva. El niño esperó un poco, y cuando su padre y su hermanita emprendieron la marcha de nuevo, volvió a seguirlos.

Finalmente, cuando el sol acababa de pasar el cenit, Padre se detuvo otra vez. Se volvió hacia Abdulá, pareció reflexionar y le indicó que se acercara.

—No piensas rendirte, ¿eh? —dijo.

Desde el lecho del carretón, Pari se apresuró a deslizar una manita en la de Abdulá. Alzaba su mirada de ojos límpidos hacia él y le sonreía con su boca desdentada como si nunca fuera a ocurrirle nada malo mientras él estuviese a su lado. Abdulá cerró los dedos en torno a su mano, como hacía cada noche cuando ambos dormían en el catre, con las cabezas juntas y las piernas entrelazadas.

—Se suponía que ibas a quedarte en casa —dijo Padre—, con tu madre e Iqbal, como te dije que hicieras.

«Es tu esposa —pensó Abdulá—. A mi madre la enterramos.» Pero se cuidó de que esas palabras no salieran de sus labios.

—Bueno, está bien. Ven, pero nada de lloros, ¿me oyes?

—Sí.

—Te lo advierto, no pienso tolerarlo.

Pari le sonrió a Abdulá, que la miró a los ojos claros y le devolvió la sonrisa.

A partir de entonces anduvo junto al carretón, que traqueteaba por el árido desierto, sujetando la mano de Pari. Intercambiaban furtivas miradas de regocijo, pero no se decían gran cosa, temiendo empeorar el humor de su padre y estropear su buena fortuna. Pasaban largos trechos los tres solos, sin otra cosa a la vista que gargantas cobrizas y despeñaderos de arenisca. El desierto se desplegaba en toda su amplitud, como si se hubiese creado sólo para ellos con su aire quieto y abrasador y su cielo alto y azul. Del terreno agrietado sobresalían relucientes rocas. Los únicos sonidos que oía Abdulá eran su propia respiración y el monótono chirriar de las ruedas del carretón rojo del que su Padre tiraba, siempre hacia el norte.

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