Carlos Fuentes - Diana, O La Cazadora Solitaria

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En 1994 presenta su novela Diana o la cazadora solitaria, obra de carácter autobiográfico en la que refle ja el México de la década de los sesenta
¿Qué pasiones o ideales mueven al ser humano y lo arrastran hasta su propia muerte?Ésta parece ser la pregunta que se hace Carlos Fuentes al reflexionar acerca de la vida y la muerte de la actriz Diana Soren: tan solitaria como bella, tan fuerte como vulnerable. Una mujer que encierra en su persona y en el apasionado episodio erótico que vive con un escritor mexicano los ideales de toda una generación, la de los años sesenta, cuando las ilusiones de una década se resistían a morir.

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Fue el propio Lew Cooper el que sugirió otro juego para nuestras noches de tedio durangueño. Imaginemos, dijo, que somos Rip Van Winkle y nos dormimos veinte años. Al despertar, ¿qué clase de país nos encontramos?

– ¿México o los Estados Unidos? -pregunté para dejar claro que había más de un país en el mundo. Me miraron como si fuera de veras tarado. Cooper cayó en seguida, inevitablemente, en el tema de la pérdida de la inocencia que tanto obsesiona a los gringos. Yo siempre me he preguntado cuándo fueron inocentes, ¿al matar indios, al entregarse al destino manifiesto y desatar sus ambiciones continentales, del Atlántico al Pacífico?, ¿cuándo? En México sentimos devoción por los cadetes que se arrojaron de lo alto del alcázar de Chapultepec antes que rendirse a las tropas invasoras del general Winfield Scott. ¿Fueron unos adolescentes perversos que se negaron a entregarle sus banderas a la inocencia invasora? ¿Cuándo fueron inocentes los Estados Unidos? ¿Cuándo explotaron el trabajo negro esclavizado, cuando se masacraron entre sí durante la guerra de secesión, cuando explotaron el trabajo de niños e inmigrantes y amasaron colosales fortunas habidas, sin duda, de manera inocente? ¿Cuándo pisotearon a países indefensos como Nicaragua, Honduras, Guatemala? ¿Cuándo arrojaron la bomba sobre Hiroshima? ¿Cuándo McCarthy y sus comités destruyeron vidas y carreras por mera insinuación, sospecha, paranoia? ¿Cuándo defoliaron la selva de Indochina con veneno? Reí para mí, guardándome mi posible respuesta a la pregunta del juego Rip-Van-Winkle . Sí; quizás los EE.UU. sólo fueron inocentes en Vietnam, por primera y única vez, creyendo que podían, como dijo el general Curtis Le May, jefe de la fuerza aérea de los Estados Unidos, "bombardear a Viet Nam de regreso a la edad de las cavernas". Qué asombroso debió ser para el país que nunca había perdido una guerra, estarla perdiendo precisamente ante un pueblo pobre, asiático, amarillo, étnicamente inferior en la mente racista que, flagrante o suprimida, vergonzosa o combatida, todo gringo tiene clavada como una cruz en la frente.

Hablaban los dos norteamericanos, y yo, quizás porque ambos eran actores, imaginé que la famosa inocencia era sólo una imagen de autoconsolación promovida, sobre todo, por el cine. En la literatura, desde el principio, desde el torturado puritanismo de Hawthorne, las pesadillas nocturnas de Poe y las diurnas de James, no ha habido inocencia, sino temor a la fuerza oscura que cada ser humano lleva dentro de sí; el yo enemigo es el protagonista de Moby Dick, por ejemplo, no un cetáceo. De acuerdo, esto casi es una definición de la buena literatura, la épica del yo enemigo… No sé si Tom Sawyer y Huck Finn son de veras inocentes o apenas un buen deseo bucólico en el que el contacto con la familia (Tom) o con el río (Huck) los distrae momentáneamente de los deberes de ganar dinero, sujetar al inferior y practicar la arrogancia como derecho divino. En todo caso, Mark Twain no era inocente, era irónico y la ironía, según su inventor moderno, Kierkegaard, es negativa, "un desarrollo anormal que… como los hígados de los gansos de Estrasburgo, acaba por matar al individuo". Pero, al mismo tiempo, es una manera de llegar a la verdad porque limita, define, hace finito, abroga y castiga lo que creemos ser cierto.

En el cine americano sí que se crea el mito de la inocencia, sin ironía alguna. Mis ojos infantiles están llenos de esas figuras del campo, provenientes del pequeño poblado rural, que llegan a las ciudades y se exponen a los peores peligros luchando contra el sexo (Lillian Gish), las locomotoras (Buster Keaton), los rascacielos (Harold Lloyd). Cómo gocé, de niño, las películas sentimentalmente inocentes de Frank Capra, donde el valiente Quijote pueblerino, Mr. Deeds or Mr. Smith, vence con su inocencia a las fuerzas de la corrupción y la mentira. Era un bello mito, consonante con la política moral y humanista de Franklin Roosevelt. Puesto que el Nuevo Trato fue seguido por la guerra mundial y la lucha contra el fascismo, que no sólo no era inocente, sino que era diabólico, los norteamericanos (y nosotros con ellos) se creyeron totalmente el mito de la inocencia. Ellos, gracias a su virtud, salvaron dos veces al mundo, derrotaron las fuerzas del mal, identificaron y aniquilaron a los villanos perfectos, el Kaiser y Hitler. Cuántas veces he oído a norteamericanos de todas las clases decir: "Dos veces fuimos a salvar a Europa este siglo. Debían ser más agradecidos." Para ellos, como en las "novelas internacionales" de Henry James, Europa es corrupta, los Estados Unidos son inocentes. No creo que haya otro país, sobre todo un país tan poderoso, que se sienta inocente o haga alarde de ello. Los hipócritas ingleses, los cínicos franceses, los orgullosos alemanes (los inculpados y autoflagelantes alemanes tan ayunos de ironía), los violentos (o lacrimosos) rusos, ninguno cree que su nación haya sido jamás inocente. Los Estados Unidos, en consecuencia, declaran que su política exterior es totalmente desinteresada, casi un acto de filantropía. Como esto no es ni ha sido nunca cierto para ninguna gran potencia, incluyendo a los Estados Unidos, nadie se los cree pero el autoengaño norteamericano arrastra a todos al desconcierto. Todos saben qué clase de intereses se juegan, pero nadie debe admitirlo. Lo que se persigue, desinteresadamente, es la libertad, la democracia, salvar a los demás de sí mismos.

Imaginé a Diana de niña, oyendo sermones luteranos en una iglesia de Iowa. ¿Qué podía caber en una cabeza infantil cuando un pastor le decía que los hombres son todos culpables, inaceptables, condenados, y sin embargo, Cristo los acepta, a pesar de su inaceptabilidad, porque la muerte de Cristo dio satisfacción sobrante por todos nuestros pecados? Una doctrina de ese tamaño, ¿nos condena a vivir tratando de justificar la fe de Cristo en nosotros?, ¿o nos condena a ser totalmente irresponsables, puesto que nuestros pecados ya han sido redimidos en el Gólgota?

Las palabras del viejo actor andaban muy lejos de mis cavilaciones. Su Rip Van Winkle se despertaba y no reconocía al país fundado por Washington y Jefferson. Lew Cooper veía lo que él mismo vivió con los ojos abiertos. Veía la terrible necesidad puritana de contar con un enemigo visible, designable, indubitable. El mal norteamericano era la obsesión maniquea que sólo comprende al mundo dividido en buenos y en malos, sin redención posible. Cooper decía que ningún norteamericano puede vivir tranquilo si no sabe contra quién está luchando. Disfraza esto diciendo que debe reconocer al malo para defender a los buenos. Pero cuando Rip Van Winkle despierta, una y otra vez, descubre que los buenos, para defenderse, han asumido las características de los malos. McCarthy no persiguió a los comunistas que veía debajo de los colchones. Persiguió y humilló y deshizo a los demócratas con los mismos métodos que Vichinsky empleó en la Unión Soviética para combatir nada menos que a los comunistas. Las víctimas del macartismo, del Comité de Actividades Anti Norteamericanas, del Comité Dies, de todos esos tribunales de la inquisición puestos al día, fueron Washington, Jefferson, Lincoln, dijo con una gran melancolía Cooper. Nos condenamos a nosotros mismos. Rip Van Winkle prefiere meterse de vuelta en el hueco de un árbol y dormir veinte años más. Sabe que al despertar va a encontrarse con lo mismo.

– ¿Un país que a pesar de todo no ha estado a la altura de sus ideales? -les pregunté a mis compañeros de juego.

– Sí -dijo Cooper-. Ningún país lo ha estado. Pero los demás son más cínicos. Nosotros somos idealistas, ¿no lo sabías? Siempre estamos del lado del bien. Donde estamos nosotros, allí está el bien. Cuando no creemos esto, nos volvemos locos.

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