Carlos Fuentes - Diana, O La Cazadora Solitaria

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En 1994 presenta su novela Diana o la cazadora solitaria, obra de carácter autobiográfico en la que refle ja el México de la década de los sesenta
¿Qué pasiones o ideales mueven al ser humano y lo arrastran hasta su propia muerte?Ésta parece ser la pregunta que se hace Carlos Fuentes al reflexionar acerca de la vida y la muerte de la actriz Diana Soren: tan solitaria como bella, tan fuerte como vulnerable. Una mujer que encierra en su persona y en el apasionado episodio erótico que vive con un escritor mexicano los ideales de toda una generación, la de los años sesenta, cuando las ilusiones de una década se resistían a morir.

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La verdad es que el tema social de esos libros no tenía para mí verdadero valor si no iba acompañado, también, de una renovación formal del género novelesco. La manera cómo lo decía era para mí tan importante o más que la materia de lo que decía. Pero todo escritor tiene una relación primaria con los temas surgidos de su medio, y una relación mucho más elaborada con las formas que inventa, hereda, copia o parodia -toda novela contiene estas vertientes, se nutre de estos surtidores, novela e impureza son hermanas; novela y originalidad, consuegras. No quise repetir el éxito de las primeras novelas. Acaso me equivoqué en buscar mi nueva fraternidad sólo en la forma, divorciándome de la materia. El hecho es que un día llegué al agotamiento palpable entre el fondo vital y la expresión literaria.

Viví varios años en París, Londres y Venecia, buscando la nueva alianza de mi propia vocación. La encontré, acaso y pasajeramente, en un canto fúnebre a la modernidad que se nos agotaba por igual a todos, europeos y americanos. íbamos a cambiar, nos gustara o no, de piel. Las agitaciones de los años sesenta en todo el mundo no me ayudaron; sólo hicieron presente que la juventud estaba en otra parte, no en un escritor mexicano que en 1968, el año crucial, cumplió los cuarenta. Pero ese mismo año hubo la matanza de la Plaza de las Tres Culturas en México y la noche de Tlatelolco. El asesinato impune de centenares de jóvenes estudiantes por las fuerzas armadas y los agentes gubernamentales, nos hermanó a todos los mexicanos, más allá de nuestras diferencias biológicas o generacionales. Nos hermanó, quiero decir, no sólo en partidos sino en dolor; pero también nos dividió en posiciones en contra o a favor del comportamiento oficial. José Revueltas fue a la cárcel por su participación en el movimiento renovador; Martín Luis Guzmán alabó en una comida del Día de la Libertad de Prensa al Presidente Gustavo Díaz Ordaz, responsable de la matanza. Octavio Paz renunció a la embajada en la India; Salvador Novo entonó un aria de agradecimiento a Díaz Ordaz y las instituciones. Yo, desde París, organicé solicitudes de libertad para Revueltas y condenas a la violencia con que el gobierno, a falta de respuestas políticas, daba contestación sangrienta al desafío de los estudiantes. Éstos, ni más ni menos, eran los hijos de la revolución mexicana que yo exploré en mis primeros libros. Eran los jóvenes educados por la revolución que les enseñó a creer en democracia, justicia y libertad. Ahora ellos pedían sólo eso y el gobierno que se decía emanado de la revolución les contestaba con la muerte. El argumento oficial, hasta ese momento, había sido: Vamos a pacificar y estabilizar a un país deshecho por veinte años de contienda armada y un siglo de anarquía y dictadura. Vamos a dar educación, comunicaciones, salud, prosperidad económica. Ustedes, a cambio, van a permitirnos que para alcanzar todo esto, aplacemos la democracia. Progreso hoy, democracia mañana. Se los prometemos. Éste es el pacto.

Los muchachos del 68 pidieron democracia hoy y esa exigencia les costó la vida a ellos pero se la devolvió a México.

Yo esperaba que los nuevos escritores tradujeran todo esto a literatura, pero no me eximía a mí mismo de una mirada dura, acusándome a mí mismo de complicidades y cegueras que me impidieron participar mejor, más directamente, en ese parteaguas de la vida moderna de México que fue el 68. Mi pesadilla recurrente fue un hospital donde las autoridades negaron la entrada a los padres y familiares de los estudiantes, donde nadie amarró una tarjeta de identidad al dedo del pie desnudo de un solo cadáver…

– Aquí no va a haber quinientos cortejos fúnebres mañana -dijo un general mexicano-. Si lo permitimos, el gobierno se nos cae…

No hubo cortejos fúnebres. Hubo la fosa común. Desde México, mi esposa, Luisa Guzmán, me enviaba cartas serenas pero secretamente angustiadas: "…ensayaba en el teatro Comonfort en la unidad de Bellas Artes frente a Tlatelolco cuando empecé a oír un tiroteo nutrido y vi los helicópteros del gobierno ametrallando estudiantes y civiles por igual. La cosa duró más de una hora y al salir del teatro se me arrojaron los estudiantes, a mí y a los demás actores, gritándonos, ¡están matando a sus hijos! Nunca he escuchado tantas exclamaciones de horror y desesperación. Ha sido la peor noche de muchas vidas. Al día siguiente los periódicos no mencionaban a los helicópteros y declaraban treinta muertos. Nadie sabe cómo comenzó el tiroteo. Los muchachos aseguran que mezclados con los manifestantes había individuos que probablemente dispararon los primeros tiros. Después, alguien los vio cambiando órdenes y armas con los granaderos. Cada persona da una versión distinta de los acontecimientos. Todos tienen cada día más miedo no sólo de la violencia sino de lo que hay detrás de ella y por no servir a intereses oscuros no sirven a ninguno…"

Le contesté que quería regresar a México, comprometerme más. Acababa de visitar Praga. El mundo cambiaba de piel, había que hacer algo.

"México no es Praga -me escribió de vuelta Luisa Guzmán- y tú lo sabes, la clase media está asustada y se apelotona junto a las autoridades y el orden. He hablado con choferes y gente humilde. Su ignorancia e indiferencia siguen siendo inconmovibles. Se tragan todas las mentiras de la televisión y la prensa y siguen creyendo en el coco del comunismo amenazante. Ya sé que a pesar de todo esto o precisamente por ello hay que luchar y que si se cae en el camino, pues es mala suerte. Pero venir a meterse en la boca del lobo y que luego resulte que la trampa estaba puesta para atrapar idealistas me parece absurdo, triste y hasta ridículo. Los líderes estudiantiles desaparecen misteriosamente, sin dejar rastro. A otros los han medio matado a tormentos. Tu única posibilidad de participar sería desde la clandestinidad. La traición y la corrupción están demasiado arraigadas entre nosotros. Puede que media docena de jóvenes aguanten el embate de los cañonazos de medio millón de pesos, pero la mayoría acabarán por ceder. Perdona mi pesimismo, no quiero evadir responsabilidades, sólo calmar el entusiasmo que te provocó tu visita a Checoslovaquia. Aquí no pasa día en que de palabra o por escrito no digan que eres traidor a la patria. No debes venir. Lo mismo eres héroe que traidor y yo me niego a hablar con nadie, estoy cansada de oír juicios ligeros…"

Regresé en febrero de 1969. Recorrí con rabia y lágrimas, de la mano de Luisa Guzmán, la plaza de Tlatelolco una mañana. No tuve más imaginación literaria que ponerme a preparar un oratorio teatral sobre la conquista de México, otra de esas heridas salvajes que han hecho el cuerpo de lo que llamamos, sin gran definición, la patria, el país, la nación… Siempre una tierra cosida a puñaladas, inventada como supervivencia. Elena Poniatowska y Luis González de Alba escribieron los grandes libros sobre la tragedia de Tlatelolco, y yo debí contentarme con admirarlos y sentir que hablaban, también, en mi nombre. Ahora, el encuentro fortuito con el estudiante Carlos Ortiz en la plaza de Santiago, reavivaba en mí todos estos sentimientos. No todos habían cedido, como lo previo Luisa Guzmán. El que cedí fui yo, el traidor fui yo. No pude darle el valor que debí a la lealtad y a la paciencia de mi mujer. Regresé a México y quise compensar mi mezcla de horror político y sequedad literaria con la novedad de los amores, renunciando -quizás para siempre- a adentrarme en el amor de Luisa, volverlo exclusivo, profundizar en la mujer que en esos momentos me hubiera permitido profundizar también en la política y la literatura. Quebré el hilo de Ariadna. Mi frivolidad es imperdonable. Pagaría mi alejamiento de Luisa, muchas veces, repetidas veces, a lo largo de lo que me quedaba de vida. No le supe dar, como decimos aquí, el golpe. Debí, acaso, reconstruir nuestro amor. ¿Era reconstruible, o era ya un gran vacío, una mentira, una repetición? Recorrí de su mano la plaza de Tlatelolco. La ternura y el horror se mezclaban en mi pecho; ¿era mi rechazo de esta ceremonia de la muerte sólo un pretexto para afirmar una capacidad de amor abstracta, general, sin contenido concreto? ¿Era yo incapaz de querer verdaderamente? ¿Sólo podía aturdirme multiplicando aventuras para convencerme, falsamente, de que sí podía amar? ¿Por qué no distinguí entonces el amor que ella me ofrecía, a mi lado, conocido, quizás hasta rutinario, pero cierto? Tlatelolco fue para mí un signo terrible -mi propia herida de escritor y amante- de la separación entre el fondo vital de las cosas y su expresión literaria en mi obra. Ahora, en Santiago, me iba a sentar a probarme a mí mismo que era capaz de salir de mi propio hoyo. Angustiado, también era feliz. El amor exaltado con Diana podía ser mi nuevo punto de partida. Si se agotó la vena original de mi literatura, ¿cuál sería la nueva? ¿Me lo diría el amor? La respuesta iba a depender de la intensidad de ese cariño. Por eso dejé mi casa, traicioné a mi esposa, me expuse a otra caída bárbara en el desencanto, ¿y ahora ella me pedía que pasara el día viendo cómo la maquillaban y peinaban en el set? No hay nada más tedioso que la filmación de una película. No iba a perder el tiempo. En nombre mío, en nombre de ella.

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