Cruzamos con melancolía el Periférico. El Negro habla en voz muy baja. Porque ustedes las han escondido. Han creado un hombre mutilado, sin la mitad de su ser. Ay Máistro Veloz, tú que odiabas al animal hombre y tanto amabas a Juan, Pedro y Tomás: te recuerdo.
Nos acercamos al viejo Lincoln convertible. Ellos no. Ellos descorrieron el velo del hombre entero. Boston Boy abre de un jalón el cofre del automóvil, repleto de trajes amontonados sin concierto, disfraces -creo- porque brillan de mala manera y ni uno se sospecha mi sorpresa, ni yo la de ellos: el Barbudo aparta las solapazas y libera ese bulto vivo, trenzado, amenazante, gruñente. Lo arroja dentro del cofre. Serán dos cuerpos, uno el animal del otro, abrazados, quietamente devoradores. Serán. De un golpe, el Barbudo cierra la cajuela, no cierra el ruido de fauces y gemidos y todos lo miran sin comentar y quién sabe qué quede al final del viaje que será el final de la noche.
Les doy la espalda y subo antes que nadie al auto. Me hundo en el asiento de atrás y el Negro entra detrás de mí: Del hombre que también es hijo del demonio, del mandinga coludo que nació el día de San Bartolo. Crujen los resortes y mis pies reposan sobre las latas de aceite. Sólo hombre completo cuando acepta y exhibe y explota su rostro nocturno. El Rosa y la Pálida se sientan como pueden a mi lado. El asiento vuelve a crujir y se hunde del lado de ellos y yo quedo un poco en el aire. Jakob me pregunta a dónde y les digo a Niño Perdido. Su corazón de tinieblas. Su mitad oculta por los siglos de la barbarie judía y cristiana que amputa a los hombres. Tomás, Pedro, Juan. Eso, la Calzada del Niño Perdido y sígale por todo el periférico hasta la Barranca del Muerto. Dad oh dad a Dad lo que es de Dad y al Rabón lo suyo propio. Había que decir todo lo que se perdió para poder regresar a Dios y enfrentarlo con la integridad oculta por ustedes, con las armas escondidas por ustedes. Nacen demasiados niños en México y la India y Haití y no hay con qué alimentarlos. El mal verdadero sólo nos muestra que el mal también es humano. La Pálida le dijo al Negro que se callara, que estaba loco y el Negro contestó que alguien tenía que estar Loco y Enfermo en un Mundo que se creía incurablemente Sano y Racional. Hurgué cerca de mis pies, entre el nido de impresos que traían los Monjes, Eros y Evergreen Review y las aventuras de Barbarella, todo el sadismo de carpa y unos cartelones enrollados con grandes efigies clásicas de Boris Karloff y Shirley Temple. El Wall Street Journal y Der Spiegel. Charlie Brown snopea a Snoopy. Ese Negro me está dando en los cojones. Su defensa parece mala a propósito. ¿Qué carajos hace de pie, apoyado contra el capote doblado y remendado del auto, vociferando en los túneles del periférico: ¡El Acusado ha estado Loco y Enfermo en nombre de Todos, por la Salud de Todos!, es lo que nunca entenderán y ni siquiera el fracaso les enseña nada; mientras yo lo interrumpo para contarles que Master Swifty ofreció la única solución: cebar a los niños de los pobres, que al cumplir un año son -se dice- suculentos, y crear un mercado -forse, negro- para esa delicia gastronómica?
La ciudad se está cayendo a pedazos y el Negro agita su sombrero mexicano con rosas de plata negra, saluda al Mundo y Universo, porque hoy ustedes se sienten justificados y cuerdos en contraste con la Locura Salvadora del acusado, su fértil locura que recordó a cuantos lo habían olvidado -a todos- que somos capaces de la Crueldad y el Sufrimiento y el Orgullo totales y los demás tararean Pretty woman, holy mamma, have mercy on me y un cuico chifla y la ciudad, les digo, se está haciendo mole, ya no queda nada en pie, nada a la vista, los ricos viven escondidos en falsos palacios coloniales detrás de las bardas coronadas de vidrios rotos, los pobres viven escondidos en auténticos palacios coloniales dados a la ruina, detrás de los laberintos de los desiertos pavimentados, y ya no se ve gente: se ven autos rápidos y camiones repletos, todos están secuestrados dentro de una carrocería y los horarios están dispuestos para que nadie se encuentre, nadie se vea la cara, unos se olviden de otros para no compararse y matarse, oh México, pobre metrópoli con pies de lodo, pobre aldea untada como queso de tuna a lo largo y ancho de un valle baldío, pobre palacio de sal que espera la marea del azufre. Mi voz se impone a la del Negro y Jakob me observa con misericordia: nuestras miradas se comunican a través del espejo del Lincoln y si creo que los demás duermen o mueren o escuchan me equivoco: los probables ruidos del cofre son sofocados por el mofle abierto y ellos han estado murmurando, comunicándose en secreto, preparando otra escena para cuando termine la primera de este proceso que Jakob debe haber dispuesto, germánico, sin sangre, lleno de fórmulas. El Negro le ha dado a su acto todo el fervor de una plegaria ritual, pero no ha podido convencer. Es un mal abogado. Chicanero. Balín. Entiendan, entiendan, fuimos liberadores, no opresores, fuimos los únicos hombres que al sentir el oleaje del mal en nuestros pechos, actuamos para el Mal, en vez de mutilar esa fuerza: el Negro arroja el sombrero al aire, a la calle, a los perros que se lo disputan y luego quedan atrás, puro hocico, pura baba, puros ojos de navaja febril, amamos más porque fuimos capaces de odiar más. El Negro cae sentado. Quisimos ser odiados para ser amados intensamente. Tose.
Nadie habla y ya vamos llegando. A la izquierda, les digo. Podemos estacionar al lado de la gasolinera. Ya me conocen. Y el Barbudo murmura:
– ¿Por qué nadie lo comprendió, por qué? -y la Pálida acaricia la mejilla hirsuta con repugnancia:
– Entonces, sólo te acercaste a mí…
– ¡Sí, créelo! ¡No te engañes! -El Barbudo aprieta la mano de la Pálida y la tuerce y ella dice entre dientes:
– Suéltame. Sólo para compensar. Una como yo. Para pagar. La que fuera…
Y él lleva los brazos de la mujer a la espalda de la mujer, los reúne junto a las nalgas, se inclina sobre ella:
– No. Te equivocas. Ni siquiera eso.
Suspiro y quiero bajar. Si esto se pone demasiado claridoso, me voy a aburrir. Yo vine aquí por el misterio. Por una aproximación al misterio que quede después del falso misterio de la analogía y la oposición. Le hago un gesto de saludo al empleado de la gasolinera, que no me reconoce. Salto del coche.
– Ahí te encargo el patas de hule. No se escucha nada dentro del cofre.
– Sí, mi jefe. No lo había distinguido.
– No te preocupes.
– Ni siquiera eso-. La Pálida se quita las gafas oscuras muñequita de lujo y sus ojos son pequeños y un poco estrábicos.
– No, no entenderías -oigo decir al Barbudo, que salta detrás de mí y luego todos descienden del auto y la Pálida sigue allí, sin reaccionar, y cuando lo hace, antes de que crucemos la calle, grita:
– ¡Tienes que decirme! ¡Me has tratado igual que mi marido! -y corre a una de las bombas de la gasolina, desgañitándose, y por lo menos él nunca me engañó, arranca el tubo de servicio, me dijo siempre que debía fingir que era otra, lo aprieta y nos riega de gasolina, no me engañó, corremos hacia la acera de enfrente, ella dispara contra nosotros, me hizo jugar su juego, el empleado la abraza por detrás, ir por delante a una fiesta, le abraza la cintura, para descubrirme, lucha con la mano libre para quitarle la manguera, para imaginar que era su nuevo amor, la Pálida trata de morder la mano del empleado, una desconocida, los dos están empapados de gasolina, me excitó y me negó el placer, el empleado la levanta en vilo, la Pálida suelta la manguera, pateando, me ofreció la humillación, sus muslos divinos, su pelambre de cobre, su propia humillación, brillan un instante bajo las luces de neón, cae de rodillas, empapada, para ver si yo podía soportarla, saca unos cerillos de la bolsa del impermeable, pero no me engañó, así me gustas. Pálida, Pálida sin nombre, me estás poniendo más cachondo, tengo una erección bárbara, quién te manda, el empleado está colocando, morado de rabia, la manguera en su lugar, yo conocía su juego…
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