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Carlos Fuentes: Cambio De Piel

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El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pirámides aztecas. En el laberinto de sus galerías se internarán las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluirá con una tragedia ritual inesperada. `Ficción total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del México prehispánico y en el holocausto europeo a través de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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– Dame fuego -le dijo Javier a Franz.

Javier dijo que era una sola serpiente.

– Sí -contestó Franz. Permaneció con el fósforo encendido entre los dedos. El fósforo le quemó los dedos. Franz lo arrojó con un gesto de sorpresa.

Javier dijo:

– Perdón.

Franz sonrió. Encendió otro fósforo. Lo acercó al cigarrillo de Javier.

– Gracias.

– De nada.

Franz se guardó los fósforos en la bolsa del saco de pana. Javier señaló el tono amarillo desteñido que servía de fondo, en los meandros del friso, a la articulación en relieve de Quetzalcóatl. Isabel se colocó el sombrero de paja sobre la cabeza y lo amarró bajo la barbilla con una pañoleta de gasa anaranjada. Se detuvo frente a unos pies calzados con coturnos, pies truncos separados del cuerpo. Rió. Se separó, corrió por la altura del templo, gritó:

– ¡Vamos jugando unos encantados!

Franz también rió, corrió detrás de Isabel, le tocó el hombro. Isabel permaneció rígida. Javier caminó hacia ella.

– Tócame, Javier… Desencántame… Por favor… Tócame.

– Primero -dijo Javier, barroquizando- recuerda que ella tiene el rostro cubierto por una máscara de esqueleto y él te espera rodeado de búhos y arañas y a su lado está su mujer con un rostro vivo debajo de la máscara de la muerte. Una bruja descompuesta ríe a su lado, celebra la representación y se ha pintado el rostro rojo con pintura blanca.

O.K. Javier besó a Isabel. Isabel abrazó el cuello de Javier, lo retuvo, y él cerró los ojos.

– No, no te separes.

Franz, fumando, los miró besarse.

Se besaron. Franz siguió mirando.

Se separaron del beso. Te juro que lo miraron con un orgullo frío. A Franz, que los había estado observando, fumando.

Te vieron, desde lo alto, alejarte lentamente hacia el juego de pelota.

Los tres bajaron por la escalinata. Javier se detuvo, trazó en el aire las circunvoluciones de la serpiente.

– ¿Nos hablas? -sonrió Isabel y torció los labios.

– Sí -dijo Javier.

– ¿Nos hablas a nosotros, Javier? -repitió Isabel.

– Sí, sí.

Isabel sonrió y lo miró fijamente, sin dejar de sonreír.

– Si te entiendo, tonto.

Acarició la mano de Javier.

– Sí -sonrió Javier y se pasó las manos por los plisados de la guayabera-. Perchè sí fuggo questo chiaro inganno?

Y cuando bajó la mirada para ver el pavimento se dijo que la mañana iba a ser caliente. Acaba de dejar, atrás, la puerta de cristales giratorios de la oficina y ahora pasa frente a este puesto y se detiene y mira primero esas frutas. Después se acerca y las toca con las puntas de los dedos, las acaricia y huele el olor de la papaya rebanada, de la cual se desprende un racimo de pepitas negras y ve cómo abren los puesteros, con un tajo de machete, la corteza dura de las sandías y cómo los perros mordisquean las cáscaras de naranja usadas. Los líquidos corren de la mesa de tablones al suelo polvoso del mercado, donde están, en cuclillas, las placeras, con sus caras inmóviles y arrugadas, gritándole “marchante”. Marchante no. Se lleva la mano a la bolsa interior del saco de gabardina gris que esta mañana, antes de salir del apartamento, escogió porque en el periódico decía que iba a ser un día muy caluroso y marzo en la ciudad de México puede ser más que caluroso, seco, reseco, sin que pueda pensarse que un solo jugo se desprenda, así sea entrando al corazón invisible, de un árbol o una planta. Quizá por eso ha salido de la oficina y camina por el mercado, donde existe la prueba contraria y las sandías, las papayas y las naranjas se defienden de la evaporación general de la ciudad de polvo. El carnet de piel roja lo confirma con las letras de imprenta, la fotografía debidamente sellada y la escritura engalanada, de oficio, de gran ocasión. El portador es funcionario del centro de estudios tales y cuales de la Comisión Económica para América Latina de la Organización de las Naciones Unidas: un cubículo detrás de ventanas teñidas, verdinegras, por donde no puede colarse la resolana, un escritorio gris, de acero, con sus montones de documentos en papel revolución y sus informes impresos con tipos Bodoni de ocho y diez puntos y veinticuatro cuadratines y su Carta de las Naciones bien manoseada, llena de huellas digitales como si él pudiera dejar su sello personal impreso en la constitución mundial y la fotografía de Dag Hammarskjold clavada a la pared, enmarcada en paspartú y cuatro costados de madera barnizada y el sillón giratorio con respaldo y asiento de cuero negro y los brazos de alguna sustancia niquelada, no sabe cuál. Se guarda el carnet en la bolsa interior del saco, cerca del corazón: detiene la mano junto a donde cree tener el corazón. Concentra la sensibilidad en dos dedos que podrían informarle con relativa certeza si ese corazón está latiendo regularmente y el cuello de la camisa -Arrow, tipo Gordon, o sea tela Oxford, azul, tamaño quince y medio, treinta y tres de mangas, cuello abotonado- ya escurre esas gotas de sudor seco hacia adentro, hacia el cuello de piel que le tiembla inmediatamente al acercar los dedos y probar, sí, que en esta mañana de calor ese sudor suyo, seco, retenido, junto con el aire invisible, infectado de miasmas industriales, le dibujará un círculo oscuro en el cuello y en los puños de la camisa y no tendrá oportunidad de regresar al apartamento y cambiarse para ir al cóctel de esa embajada esta noche pero ahora ha salido, sin dar aviso, de la oficina, ha dejado la mesa en desorden y ha tomado el ascensor Otis, automático, que huele a cromio y cuero, para descender los tres pisos y salir a la calle. Y ahora le gritan “marchante” y le ofrecen los manojos de hierbas y chiles secos. Él avanza, sin mirar hacia atrás, imaginando siempre, sin saber por qué, que va por una playa -sí, le gusta comparar las calles de la ciudad con una playa con galerías, con cortinas y ventanas, una playa sin mar a la vista- y temiendo voltear y encontrar que sus pies no dejan huella en la arena del pavimento. Teme eso. Es lo primero que, conscientemente, teme esta mañana, porque huyó de la oficina sin saber por qué y el corazón que hace un minuto parecía no latir empieza, ahora, a hacerse presente con una fuerza alarmante, a desplazarse de ese centro imaginado a otro, en el plexo solar, desde donde irradia una vida vegetativa que este quinto cigarrillo de la mañana, seguramente, ha despertado de su pesadilla secreta, ha dejado de mantener escondida, en su acción paralela pero sumisa, donde un temor o un anhelo, que pueden ser lo mismo, son sofocados pero lanzados a esa circulación inconsciente del sistema nervioso que ahora pide ser tomado en cuenta, irritado, alejado del cuerpo que dice contenerlo. Javier teme imaginarlo porque le obliga a pensar que sus nervios están irritados, enfermos, tensos y, más aún, que en otro lugar secreto de este cuerpo, en el cerebro, hay una amígdala que bastaría rozar, punzar, excitar, adormecer, para que él perdiera el rastro de libertad que le va quedando y reaccionara, como un perro de Pavlov, con el terror, la sumisión, la furia, la sensibilidad o el embrutecimiento que otra mano, armada de una pluma de pollo, o un punzón de acero, quisiera comunicarle para dominarlo sin necesidad de las ideas adquiridas o la sensualidad primitiva de una personalidad separada y construida a lo largo de tantos años dispares y nones. Teme recordar su sueño recurrente, un sueño que podría ser, si el hecho de estar despierto no le permitiese dudar, un sueño de miedo al mar, sólo eso: miedo de acercarse al mar, entrar, morir ahogado con una especie de inconsciencia alegre, de abandono; no moverá los brazos ni las piernas, no necesitará un lastre; entrará al mar y no opondrá resistencia al embate de las olas, a la succión de la arena negra: dejará que el agua y la arena lo arrastren, lo vuelquen, lo envuelvan… Se dice que ése es un miedo imaginario, pero no esta taquicardia sorpresiva que sería soportable si sólo fuese eso y se limitara a sí misma, si no desencadenara un sudor frío en las manos, un peso insoportable en las rodillas y un mareo que sólo puede resolver apoyando las manos contra un poste verde y observando el cilindro apagado de la luz neón. Si cerrara los ojos. No, entonces un segundo universo de luces burlonas, severas, fugaces, ilocalizables, entraría a suplantar éste de ruidos insoportables, agudos, de gritos destemplados de la muchedumbre que camina entre los puestos, levanta los pollos muertos del cuello pelado, pesa en las palmas de las manos las patas de cerdo, husmea los quesos blancos, discute los precios, suena las matracas y los pitos, ensarta las monedas de veinte centavos en las sinfonolas, frota el tomillo entre las manos, destapa las botellas de cerveza. Quiere encontrar un fondo silencioso en sí mismo y sabe que no existe: ese claustro donde nada se puede escuchar, ni siquiera su propia voz mientras se relata esa muerte en el sueño del mar. Tiene que mirar de frente todo esto. Para esto salió de su casa, temprano, nervioso, a la oficina, y de la oficina a la calle, seguro de que sólo caminando por las calles de la ciudad, moviendo las piernas, mirando sin pensar las calles, las casas, las gentes, podría pasar bien este día, olvidarlo todo, calmarse. Y ahora es la acidez la que asciende y desciende por el esófago y, abajo, empieza a quemar, primero el vacío imaginado de un estómago tierno, en seguida los laberintos irritados que en las radiografías muestran claramente un zigzag de espasmos continuos a la altura del colon, y, arriba, demuestra que no es sólo un movimiento tenso y caprichoso, sino una sustancia amarga que se detiene en la glotis y llena de los sabores de monedas viejas el paladar y la lengua blancuzcos, pedregosos, tapizados de placas blancas. Se aleja del mercado. Levanta la mirada hacia ese cielo azul pero sucio, temblando con su rostro de tolvanera inminente. Salió de la oficina sin pedir permiso, sin dejar dicho a dónde se dirigía, a qué hora regresaría. Pasa lentamente al lado de las vitrinas de los comercios, no mira esos vidrios donde la luz se refleja, ciega, e impide ver las muestras de zapatos de charol, cuero de cocodrilo, ante, estambre, a menos que decida mirar, como lo hace, fruncir el ceño y pegar los ojos a los cristales, distinguir esas camisas de manga corta decoradas con listas de color y grecas alrededor del cuello, las camisas blancas de vestir, con sus cuellos anchos y su etiqueta asegurando que no se encogen al ser lavadas, las playeras de cuello redondo, dobladas, amarillas de tanto estar expuestas al sol, prendidas con alfileres: detrás, distingue esos maniquís sonrientes, barnizados, con su pelo rubio de madera y sus ojos negros, pintados, y los dientes blancos, que sostienen las chamarras de cuero y cuello de borrego, los sacos de gabardina aceituna, las guayaberas plisadas: ve esos hombres truncos, puro torso, que le sonríen y más adelante, a un paso, sus compañeras con los portabustos de seda negra, las pantaletas de encaje lila, las ligas, las medias exhibidas sobre piernas de cristal mutiladas y se detiene a observar los jamoncillos de almendra y los jugos gástricos redoblan su circulación maldita, quemante, acompañada del dolor reflejo que ya le han advertido no revelerá el sitio de la ulceración sino un eco, lejano o cercano, que para él es la boca del estómago y luego, como si de allí se enviara un mensaje ponzoñoso, una flecha seca y ardiente, detrás, le hiere cerca del hígado que quisiera cubrir con una capa protectora de azúcar si no supiera que el jamoncillo, al darle alimento a esos ácidos devorantes, sulfurosos, le provocará una indigestión nerviosa pues sus intestinos irritados, ese espasmo que ya se anuncia y que nada podrá contener, se negarán a darle un paso tranquilo al dulce, lo agitarán, los agredirán por los cuatro costados, lo bombardearán con los gases que hinchan el vientre duro, tenso, y le asegurará una de dos cosas, el estreñimiento prolongado que luego, porque los laxantes le irritan sobremanera, sólo podrá resolver con la indignidad del supositorio de glicerina que venden en frascos estriados y transparentes de tapa negra o con la lavativa y para eso tiene que solicitar la ayuda de su mujer y tenderse, sin calzones, sobre la cama, cubierta parcialmente por una toalla, y abrir las piernas, y buscar él mismo el ano nervioso y encontrar la manera de relajarlo para que entre elbitoque y sentirá que esa mica dura y negra le penetra equivocadamente, se sale del conducto y le perfora hasta la tráquea donde se refleja la desazón de esa violencia, hasta que siente el líquido tibio que corre hacia el centro de sus entrañas y se angustia, quiere devolverlo y luego se quedará sin flora intestinal y le recordará a su esposa que le compre yogourt -ahora hay con sabor de fresa- y lo guarde en la nevera; o la diarrea ocasional que primero quiere atribuir a una de esas infecciones tan comunes en México, si no supiera que desde niño está bien defendido con sus propias amibas contra las extrañas, con sus propios contracuerpos de esa infección que la leche pasada por baños de yeso y agua, la carne triquinosa, el agua de albañal, el queso aftoso, todos los alimentos afiebrados, las verduras, ofrecen a cada bocado, y toma las pastillas de enterovioformo que, curiosamente, le calman los nervios pero no la diarrea persistente y ahora observa los enjambres de moscas sobre los buñuelos pegajosos, los pirulíes en espiral, las panochas de vainilla y chocolate, los dulces de coco, las cajas de camote de pina, las cajetas con su banda dorada, las pirámides de muéganos, las frutas cristalizadas, las calaveras de azúcar. Entra al expendio vecino, sudando frío. Pide un agua de tamarindo; ve cómo ese hombre gordo, oscuro, de canas azuladas, mete el cucharón en la tinaja de aluminio, remueve el agua parda, vacía el cucharón dentro del vaso azul y opaco, le ofrece la bebida que él acerca a los labios, sabiendo que de esta manera sólo distraerá por un momento el flujo amargo de los jugos gástricos que en seguida redoblarán su embate. Olfatea el vaso, bebe con la boca llena de saliva, excitada por el sabor de esa fruta seca. Pide otro vaso. El hombre gordo se lo da, apoya los codos sobre el mostrador de madera, impregnado de jugos derramados, hinchado de humedad en este día reseco, mira a Javier, sonriendo, beber el agua, le cobra un peso, lo recibe, se lo guarda en el parche de la camisa cuadriculada. Lo mira, le sonríe. Él sale del lugar. No quiere consultar el reloj, pero escucha los silbatazos de las fábricas, aunque no sepa qué hora indiquen. Ahora camina sin mirar las vitrinas. Camina del lado izquierdo de la acera, en vez de seguir el orden de los que llevan su dirección y parecen haber escogido el margen derecho; camina tropezando con las gentes que vienen en dirección contraria a la suya, aprovechando los encuentros para pedir perdón y mirarlos a la cara, tocar sus brazos, obligarlos, quizás, a mirarlo. Toca la cabeza de un niño que agita las canicas y las resorteras que trae metidas en la bolsa del overol -una cabeza de tuna- los hombros dóciles de una mujer con permanente y gafas gruesas que viste una blusa de seda barata cuyo contacto le hace a Javier el mismo efecto que escuchar un cuchillo raspado sobre un plato de metal, toca como un ciego pero ve los ojos, rápidos, sorprendidos, negros, interrogantes, desvalidos, duros, acuciosos, desviados, ve las bocas gruesas, lineales, apretadas, abiertas, que mascan, escupen, toman aire, lo arrojan, se pasan la lengua por las encías, se muerden el labio inferior. Se fruncen. Se ha perdido. Salió de la casa y se perdió porque sólo conocía las coordenadas normales, de la casa en la Calzada del Niño Perdido a la dulcería en la esquina de Colina al parque del Ajusco a la escuela marista en la Avenida Morelos. Se ha perdido. No les importa. Repite eso: él no tiene la menor importancia para ellos. No lo conocen. Puede detenerse, en la mitad de la acera, y sentir su roce sin que ellos sientan el ascenso espeso de los jugos gástricos, el dolor reflejo, punzante, de la boca del estómago, el latir desordenado del corazón, el peso muerto de las rodillas, el sudor pegajoso y frío de las manos, la protesta del sistema simpático cuando Javier se atreve a meter la mano en el bolsillo y acariciar el celofán protector de la caja de cigarrillos y el costado lijoso de la de fósforos. No saben quién es, por qué está aquí, dónde vive, con quién trata. Se va a apartar. Va a recargarse contra ese muro de piedra labrada. Va a tocar una palma con la otra: va a sentirla húmeda y ajena, como si quisiera tocar, saludar, excitar a otra persona. Va a guiñar los ojos contra el sol impalpable, deshebrado, líquido de la mañana. Va a darle la espalda a la calle. Entra a ese zaguán abierto, atrancado con piedras, a la oscuridad de la galería que le lleva a un patio desnudo, a una fuente sin agua, llena de papel periódico y envolturas olvidadas. Huele ese hedor insoportable. Alarga la mano. Tira de la cola el cadáver de ese perro amarillo, agusanado, rígido, con la piel llena de costras de sangre coagulada y la boca abierta. Lo suelta y la náusea se mezcla con la acidez y saca la pastilla de Stelabid y la traga con la saliva; se le detiene en la glotis y siente ahogarse; se pone de pie y se pega a sí mismo con la palma de la mano sobre la nuca hasta que la píldora pasa, después de ser devuelta con un sabor amargo, masticada, desintegrada con su mezcla de polvo y celulosa. El perro cae sin ruido sobre el fondo de periódicos y envolturas. Los gusanos se contraen, se estiran, vuelven a acomodarse en la carroña amarilla. Javier cruza los brazos sobre el pecho y quiere interesarse en los ángulos de este palacio abandonado, sí, les restituye su grandeza perdida; lo reconstruye con los arquitectos españoles y los masones indígenas que, durante aquel siglo perdido, aplanaron, quizás, la tierra porosa y húmeda del viejo islote, destruyeron, quizás, el templo de piedra y sepultaron en las aguas de la laguna las reliquias, trajeron en barcazas y en carretas lentas la nueva piedra, rosada, de tezontle, y pusieron las bases nuevas, los nuevos cimientos del solar, levantaron estos muros espesos alrededor del patio embaldosado, muros para aislar la humedad y el calor, y labraron la portada que hoy casi ha desaparecido, cubierta por los anuncios de las tiendas, ese pórtico de piedra dúctil y caprichosa, alegremente desplegada en racimos de uva y emparrados rígidos, sostenida por las patas de león, de tigre, de felino gigante que a su vez sostienen dos columnas bastas, dos tallos gordos para los brazos de la enredadera que los circunda, alcanza la altura, avanza para darse las manos, para encontrarse y sostener la cruz del frontispicio, corona negra, gastada, del marco. Dispusieron la fuente en el centro del patio, y en el centro de la fuente la boca de agua, esos dos tritones escamados, resbalosos, pintados de oro al principio, después legañosos con la humedad, ahora quebrados, secos, con las bocas abiertas llenas de polvo. Hay troneras en lo alto, y un acanalado que debe vestirse por esas gárgolas con las bocas abiertas, cuando llueve, no ahora. Hubo puertas, labradas también, a la entrada y frente a las estancias principales, hoy parceladas, tapiadas, abiertas en portezuelas de vidrio y tablones sobre el patio abandonado. Pero al ver esto, al repetirlo, en realidad está detenido en la imagen de las columnas, los tallos gemelos con la enredadera que se levanta y reúne, como su piel y la imagen melliza, paralela, de la piel, que hemos querido construir sin ella. El fenobarbital lo marea y adormece un poco, pero no le alivia el dolor. Sale a paso lento de este lugar y afuera, como si el simple hecho de haber ingerido la cápsula lo liberara, aun sabiendo que no ha tenido el efecto deseado, saca la cajetilla de la bolsa, se mete el cigarrillo entre los labios, humedece el cabo y sabe que le bastaría con el sabor seco del tabaco, sin necesidad de encenderlo con ese cerillo extraído de la caja de los talismanes, calidad imperial, con el escorpión dorado sobre el campo rojo y detrás el papiro desenrollado con la advertencia. No desconfíes. El recelo, la duda y la sospecha, invitan a la traición. Desconfía de aquel que te aconseja desconfiar. Se guarda las cajetillas en la bolsa. Y le cercan los motores, las radios, las sinfonolas, los chiflidos agudos, ese grito que asciende desde el fondo, rajando la atmósfera mecánica, ese grito que debe ser una mentada o un albur. El automóvil vuelve a arrancar, el disco a rayar. Javier cierra los ojos. Cree haber encontrado un miserable sustituto. Cierra los ojos sólo para escuchar y distinguir las voces y los ruidos, detenido junto a un palacio abandonado, creyendo que las voces disiparán la fuga de luces hinchadas detrás de sus párpados, disparadas desde el fondo del cráneo. Alguien canta y el argamasa se estrella contra los ladrillos. Y un ritmo de serrucho. Un tarareo de música. Un trote de teclas. El vendedor ambulante de estropajos. Los pies arrastrados. Un repique de piezas de dominó. Un suspiro fingido. Un juego ceremonial, infantil. La escoba y un coro de aves en huacal. Abre los ojos y las personas enlutadas salen de una iglesia. Un jorobado da lustre a los zapatos ajenos y saca las botellas y los pomos de una caja entorchada de espejos y cobres. Una cocina familiar con las torres de portaviandas humeantes de pollo hervido, arroz blanco y sopa de garbanzo. La panadería y esa disposición exterior de la variedad: conchas, ojaldras, volcanes, orejas, chilindrinas, corbatas, novias, alamares, cocoles, teleras, campechanas, bolillos, semitas, polvorones. Cruza la calle y entra a la oficina de telégrafos. Apoya los codos contra la plancha fría de mármol y la cabeza entre las manos. Esa lasitud, ahora, quiere ser la compensación de la crisis pasada; esa falsa lasitud de una mezcla de fenobarbital y excipientes que en una hora, o dos, se disipará y lo pondrá al filo, quizás, de una nueva tensión irresuelta, banal, infecunda, de un nuevo temor de muerte súbita, en plena calle -un temor que ahora puede parecerle ridículo, pero que regresará dentro del espasmo, regresará, regresará a presentarle su propia imagen, la cartografía de su rostro sin color, con una barba que seguirá creciendo, como las uñas, como los gases permanecerán, vivos, en el vientre descompuesto sin enterarse que los ojos vidriosos ya no miran, que la boca abierta, bruta, babosa, ya no aspira. Se toca ese espejo oculto detrás de las manos, seco, liso, todavía oloroso a agua de Colonia, ese rostro que reconoce sin ver, palpándolo, casi pesando ese muñón de carne expresiva, sus orificios y sus lisuras, sus accidentes hundidos o protuberantes, sus grasas y ceras y espinillas blancas. Sus pelos. Sus humedades. Apartó las manos. La plancha de mármol estaba llena de formas telegráficas, unas amarillas, planas, mudas, otras arrugadas, desechadas, hechas bola por un puño equivocado, olvidadizo, presa del remordimiento, la duda o la indiferencia final. Empezó a extender los telegramas no enviados. Regresa a casa, todo perdonado. Felicidades madre adorada. Llegaremos camión Acapulco esta noche. Freddy ascendido todos bien besos. Ayer murió papa adoloridos úrgenos tu presencia. Rorra divina cuándo le caes a tu caifán. Necesario ordenes envío inmediato pacas algodón referencia nuestra plática. Extrañándote siento haberte ofendido recuerda noches amor. Niño nació con bien todos contentos. Alicia fuera de peligro. Libro necesitas tesis agotado. Aquí me tienen hecho citadino a toda mother Stop. Y quizás sea cierto que el único placer permanente sea repetirse. Pero si esta vez el sistema vegetativo protesta y se hace consciente en una taquicardia que le adormece las piernas y le agita el torso y se refleja en la excitación del colon y en la proliferación de los gases que a su vez distienden el vientre y precipitan los jugos gástricos sobre la úlcera duodenal, a pesar de todo tendrá que regresar al gabinete de radiología y esperar una hora en la antesala, nervioso, leyendo ejemplares viejos de Life y Mañana y disfrazando su curiosidad, como debe disfrazar la curiosidad de los demás pacientes que esperan, en ese oficio de lectura falsa, dispuestos todos como muñecos de cera contra las paredes de la antesala del consultorio, sentados todos en las sillas de hulespuma, sin atreverse a iniciar una plática banal, limitándose a pedir fuego y recibirlo y deseando, quizás, alguna consolación que no valdría la pena dar o recibir porque les espera la molestia y no el dolor, la molestia que envilece y no el dolor que aparta. Y cuando la enfermera pronuncie su nombre, Javier se pondrá de pie y se alejará de las miradas curiosas de los otros pacientes y la enfermera morena con anteojos lo conducirá al estrecho desvestidor donde, al quitarse el saco, la corbata y la camisa, se golpeará los codos y luego las rodillas al intentar desprenderse del pantalón y le han dicho que se desnude completamente; se despoja de los calzoncillos y permanece un instante desnudo, mirándose los calcetines rojos y los zapatos negros, antes de ponerse la bata blanca, rasgada por el uso de los enfermos, que debe abotonarse por detrás y amarrarse con listones blancos a los costados. Y al salir la enfermera abrirá la puerta del cuarto oscuro y lo invitará a tenderse sobre una plancha sin color y el médico entrará cuando él ya esté tendido, no lo saludará, empezará a apagar y encender luces y apretará los botones del caso y la cámara de rayos equis se acercará a su vientre, presionará contra el sacroilíaco y le pedirán que respire, que deje de respirar; que respire, que deje de respirar, y él pensará que ninguna piedad que pueda hacerse objetiva merece ese nombre. Ahora, mecánicamente, harán que la plancha se levante y él, en posición vertical, sentirá de nuevo el frío del níquel y la mica apretados contra su vientre. La enfermera le ofrecerá un vaso de esa mezcla repugnante, de ese yeso blanco, terroso, cuyas bolas no terminan de disolverse, y mientras lo traga la cámara fotografía sus intestinos y él siente náuseas, como si hubiera tragado un vaso de lodo helado y dicen que los rayos equis pueden producir cáncer y él, cada vez que siente los espasmos, dice “tengo que ir a que me saquen las radiografías” y quizás el remedio sea peor que la enfermedad. Lo dejan descansar antes del segundo vaso de bario y luego le ordenan las posturas indecentes para que el último repliegue de los intestinos pueda ser captado y él se retuerce, levanta un hombro y ladea la cadera, aprieta los glúteos y abre las piernas, se recuesta de lado y después le dicen es todo, tome un purgante porque el bario se endurece en el estómago y los intestinos: es como si lo hubieran encalado por dentro, peor, como si unos albañiles le hubieran construido un muro de ladrillos en la barriga. Entonces la irritación será peor por el efecto combinado del bario, el aceite de ricino, los rayos equis y la tensión multiplicada y una noche se levantará vomitando sangre, débil y aterrorizado, y deberán trasladarlo en ambulancia a un hospital.

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