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Carlos Fuentes: Cambio De Piel

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El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pirámides aztecas. En el laberinto de sus galerías se internarán las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluirá con una tragedia ritual inesperada. `Ficción total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del México prehispánico y en el holocausto europeo a través de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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Acariciaste la mano de Javier y retiraste el paquete:

– Sure, Franz?

Franz negó con la cabeza. Terminó el vals de la Viuda Alegre y el anunciante habló de un fraccionamiento, y tú apagaste el radio. No hablaron mientras el automóvil corrió al lado de los arrozales, de los cultivos que crecían bajo la sombra de los volcanes. Pero la tierra fértil -siempre una mancha aislada- quedó atrás y el auto subió por un camino de piedras sueltas, al lado de árboles pequeños y secos, hasta detenerse al borde del precipicio. Los cuatro bajaron con la atención dividida entre el paisaje inmenso y las tonterías de los músculos adormecidos, las faldas y los pantalones arrugados, las cabelleras revueltas, las migajas de las galletas sobre los regazos. Se detuvieron frente al lienzo del valle, ondulado, más lejano que las miradas. Contenía todas las gamas del verde: lavado de los maizales, intenso de los campos de caña, muerto y pajizo de las tierras olvidadas. Javier miró hacia las nubes veloces: el cielo mexicano que es y debe ser hermoso para compensar un poco, como tu insistente mar griego, Elizabeth: hay tierras que dejadas a sus propias fuerzas, no durarían un día; necesitan el espejo del cielo -México- o del mar -Grecia. La luz y la sombra se sucedían en parpadeos rápidos. Las ráfagas de nube ocultaban y revelaban ese sol que a veces me parece un cómplice de la sombra y el silencio y junto con ellos esculpe todas las superficies del valle, las convierte en bloques aislados y termina por fundir, en el límite del horizonte, las márgenes de una tierra que se levanta y fija su frontera en un muro de piedra aérea y las de un cielo que se desploma y recuesta entre los accidentes de la tierra. Todo lo ceñían las montañas nítidas de la mañana, cercanas al tacto y a la vista en esta hora. Pero ya estaban, de todas maneras, retirándose, perdiéndose y esfumándose hacia la transparencia del atardecer. Se veían lomas redondas, volcanes truncos, cráteres secos. Isabel se detuvo junto a Javier y él adivinó, en el ligero roce, que no quería serlo, de su brazo con el de la muchacha, una intención femenina de compartir la presencia y la visión, de encontrar un punto de apoyo común en la naturaleza. De utilizar la naturaleza como un cómplice, primero del amor, en seguida de la retención y el dominio. Pero Javier siempre anda despistado y dio la espalda al paisaje y a Isabel. Ella retiró el brazo; lo cruzó sobre el pecho y mantuvo el otro caído, moviendo nerviosamente los dedos sobre el muslo -y buscando caras y figuras reconocibles en las nubes y tú tomaste a Franz de la mano y lo llevaste hacia la atalaya de Xochicalco. Subieron y al escucharlos las cabras descendieron velozmente de las ruinas que por lo general habitan en paz. Sus patas sonaron como piedra sobre piedra y ustedes subieron despacio por el sendero y la ladera de abrojos, piedras sueltas y helechos enanos, que no podían ser el pedestal del orden que les esperaba al ingresar a la explanada del centro ceremonial tolteca. Franz apartó los brazos y sonrió. Tú, a su lado, también sonreíste y estuviste a punto de decir que olvidaron a propósito, para llegar, nuevamente, por primera vez, a Xochicalco y recuperar la sorpresa, cuando Franz dijo:

– Lo había olvidado.

Desde el aire, Xochicalco debe verse como un castillo de arena en la playa, después de la marea: es pura forma sin detalle, lavada. Las terrazas tienen una caprichosa simetría, y la más alta culmina en el templo mayor, solitario en medio de la plaza. De lejos lo acompaña el palacio de columnas rotas, despojado de su antiguo techo de paja, construido sobre el abismo, detenido sobre la terraza, más baja, del juego de pelota con sus argollas ennegrecidas.

Franz descansó las manos sobre tus hombros.

Tú te separaste de él, pasaste al lado de Isabel y Javier, que acababan de llegar a la explanada y al fin corriste hasta el friso que envuelve los cuatro costados de la pirámide trunca.

Te detuviste, con las manos sobre ese chorro líquido de plumas: el friso de Xochicalco se una sola serpiente, un círculo de serpientes, sin principio ni fin, una serpiente con plumas, una serpiente en vuelo, con varias cabezas y varias fauces. Te alejaste, caminaste alrededor de la pirámide, volviste a acercarte al friso, lo tocaste, te recargaste con los brazos abiertos sobre los bajorrelieves de Quetzalcóatl, ese talud que es una sola e interminable serpiente trenzada sobre sí misma, en sus metamorfosis y prolongaciones -todas provocadas por la presencia de los hombres, las bestias, las aves y los árboles que parecen despertar el apetito de la lengua bífida. Todo, a lo largo del friso, está contenido dentro de las contracciones de piedra de la serpiente emplumada. Los dignatarios sentados, en sus meandros, con los duros collares sobre el pecho y los penachos de estela dura en las cabezas. Las ceibas truncas. Los glifos de la palabra humana. Los jaguares y los conejos. Las águilas de granito carcomido.

Contra el friso, a espaldas de la plaza, donde no te podían ver. Conozco tu tentación. Lo sentiste como un círculo de violencia que lo aprisiona todo. A ti. Lo tocaste. Te recargaste con los brazos abiertos sobre estos relieves, reclinaste el rostro contra la cabeza de la serpiente: un perfil común. Estuviste a punto de decir que así, así, así lo querías, deseabas ser tragada, perder la identidad o perder la voluntad, ser la esclava abúlica de un poder semejante. Casi dijiste que esto buscabas, que aquí te quedarías, en esta casa sagrada, esta casa de oración, esta Beth Hattefilah, otra vez. Ibas a caer en la trampa, mientras acariciabas el sol y la piedra, la luna y la serpiente, la noche y la ceiba, la estrella y las escamas: ibas a creer que en esta pérdida encontrarías la semilla secreta del país, el grano escondido por la miseria y la ostentación, por la mediocre crueldad posesionada de México: ibas a exclamar que ésta es su grandeza, este rayo de luna perdido, este mundo que quisieras para ti, después de haberlos perdido todos sin saber que otro, más viejo que los perdidos, te estaba esperando, un mundo al servicio de fuerzas que no necesitan ser nombradas. O. K. Has leído bien tu D. H. Lawrence: allí estabas y allí querías permanecer, aunque en apariencia te alejaras, regresaras al automóvil y en él comenzaras, otra vez, a desear, a querer, a anhelar ese mar al que todos iban a llegar mañana. Aquí, unida al friso, donde los demás no podían verte ni adivinarte, volvió a tentarte ese caudal de palabras aprendidas.

Quisiste sentirte prisionera de los anillos. Querías sentirte envenenada por la lengua, hundida en un río de piedra. Ibas a gritarle a la tierra que te dejara regresar, que no te volviera a arrojar al exilio. Ibas a orar por ese lugar donde te tentaba vivir con los ojos cerrados. Otra vez tu Juiverie, tu Vicus Judaeorum, tu Carriera, tu Judengasse: otra vez tu maldito Ghetto. ¿Vas a huir de uno para encerrarte en otro? Elizabeth, menos mal que me escuchaste. ¿Hemos hecho ese pacto en secreto? Cross my heart and fuck to die. No digas nada. No hagas nada. Y sobre todo, no decidas, ni siquiera decidas no decidir, ni siquiera decidas no hablar, no hacer. Óyeme, dragona: se acabó Fausto. Nunca pongas tu poder a prueba. Irradia ese poder mágico de la abstención total; conquístalo todo sin hacer nada. ¡Se murió Prometeo! Así. Así. No te muevas. Entiende la nueva potencia, dragona. Entiéndeme.

No escuchaste los pasos de Franz, que recorría lentamente los cuatro costados. Te vio. Se alejó. Sacó el paquete de cigarrillos de la bolsa del saco de pana y se detuvo, ocultándote, impidiendo el paso de Isabel y Javier.

Vamos arriba -les dijo.

Los tres subieron por la gran escalinata a la plataforma trunca de la pirámide. Los tableros superiores han escapado a la serpiente. Los pequeños glifos flotan junto a los labios de los hombres sentados. El jaguar, libre, acecha y muestra los colmillos. Las quijadas de piedra, desprendidas de cualquier cuerpo, solitarias, muerden un círculo cortado en cuatro partes por la cruz intrusa. Las volutas, los escudos, las insignias del caracol coronan la pirámide.

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