Carlos Fuentes - Cambio De Piel

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El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pirámides aztecas. En el laberinto de sus galerías se internarán las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluirá con una tragedia ritual inesperada. `Ficción total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del México prehispánico y en el holocausto europeo a través de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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– Ahí tienes una tesis, si la quieres, Ligeia.

Javier siguió diciendo que el tono del tiempo y la moda, oh sorpresa, lo daban los ingleses por todos lados: los Beatles, los Rolling Stones, Petula Clark, el agente 007.

– Alguien tenía que vengarse de las trece colonias.

Tú bostezaste; Isabel se durmió sobre el hombro de Javier. Franz trató de encontrar su mirada en el espejo del auto.

Te apoyaste con las palmas abiertas de las manos y te erguiste como una lagartija sobre el cuerpo de Franz para ver su rostro.

– Dime qué te gustaba hacer de joven. Cómo eras. A dónde ibas. Cuéntame todo, todo lo que es real. ¿Qué estudiabas?

– Ya sabes todo eso, Lisbeth.

– No importa. ¿Dónde vivías? ¿A quién amabas? ¿Cómo eran tus ciudades?

Franz rió, apretó tu espalda y te atrajo hacia su rostro y su pecho, nuevamente.

– A veces se me ocurre que las ciudades no existen -sonrió acariciando tu cabeza-. Si amas una ciudad, llegas a creer que tú la inventaste y que al dejarla, la ciudad terminará por esfumarse.

– ¿Por qué?

– Es otra manera de decir que una ciudad se mantiene por el amor… no, no sé. No sé lo que digo. Pero si una ciudad fuese un cuerpo, y pudiéramos abrirla con un bisturí…

– No, no me gusta la idea -reíste-. Me asusta un poco.

– Es un lugar común, nada más. Piensa en lo que esconde y en lo que le permite vivir. El drenaje, el rastro, los basureros, los lugares de donde viene y a donde va lo que comemos, lo que bebemos y lo que amamos. Los panteones.

Te acurrucaste.

– No, yo no lo veo así.

– ¿No?

Negaste murmurando:

– Ah, ah. No sé cómo explicártelo bien. Las ciudades también tienen un inconsciente, como nosotros, un inconsciente ligado al nuestro. Creo que tratamos de defendernos del inconsciente de las ciudades, ¿sabes?, los cantos de la calle, los anuncios, los roces, las presiones. ¿Te das cuenta cómo soy lo que soy porque traigo adentro pues una tonada que dice anytime at all y un anuncio que no sea así cuando puede ser así y use tal y tal? y un contacto que ni busqué ni quise con una piel sudorosa o una tela chillona, todo eso.

Te besó la sien.

– Praga es muy pura. Por eso la amo. Praga no se toma esas licencias y la dudad y el hombre pueden ser uno allí. Antes, por lo menos. Por eso no pude entender la ciudadela de Xochicalco, ni hoy ni la primera vez que estuvimos, hace un año. No puedo imaginar que alguien haya amado, verdaderamente, esas piedras heladas.

Recuéstate. Lisbeth. Me gusta tu aliento sobre mi pecho.

– Sí, Javier.

– Sí. Entonces cada vez que cruzaba el Puente de Carlos, cuando tenía diecinueve años, en el invierno o en el verano, la ciudad quedaba atrás, envuelta en bruma. La bruma de Praga es distinta al amanecer y al atardecer. En invierno es gris, casi blanca, como si las estatuas sobre el puente exhalaran un vaho. En verano, en cambio, es amarilla y viene de lejos, del origen del río. Entonces, al ir y venir de clases, me detenía a la mitad del puente y la bruma me envolvía. Yo me sentía, al mismo tiempo, dentro y fuera de la ciudad. La bruma me acercaba y me alejaba, a mi antojo. Desde el Puente de Carlos puede verse toda la ciudad sin abandonarla.

Como cuando tomas el ferry a Staten Island y ves toda la isla de Manhattan.

– No, no es igual, porque entonces has salido de la ciudad. Aquí, ¿ves?, estás adentro. La Mala Strana y el Hradcany están al alcance de tu mano, de un lado, y del otro St. Mesto y más lejos las colinas de Bubenec.

– Son tus nombres. No me dicen nada.

Desde los extremos del puente puedes ver los canales del Ultava. Corren al lado de casas amarillas y desde el puente se mira la hierba del río encadenada al fondo en tonos de verde que cambian con las horas del día y con las estaciones. Hay barcazas ancladas a lo largo de los canales y barcos de pesca bajo el puente. Las paredes de las casas que miran al río están decoradas con figuras blancas sobre fondo negro, todo enmarcado por grecas. El Ultava es un río tranquilo, flanqueado por palacios de color ocre. Hay sauces en las riberas de pedruscos y una menuda vida popular que protagonizan los pescadores. Sobre todo, unos viejos tercos que usan dos líneas para pescar y se visten con boina y saco de lona. Y más allá, hacia Hradcany, el castillo de Praga, se extienden los techos amontonados, sin simetría, los tragaluces y las chimeneas, las torres de las iglesias: agujas católicas, hongos bizantinos, vitrales protestantes. Se escuchan las campanas de la Mala Strana y llegan los olores de los laureles y cipreses de los patios interiores de las casas. Pero también se huele el agua estancada y las hojas podridas que a veces se acumulan en los canjilones; también llega el olor salvaje de los castaños de fruto verde y espinoso.

– Todos los días caminaba por el Puente de Carlos hacia las calles de la Mala Strana, donde vivía el profesor Maher.

– ¿Con quién, Franz?

– Yo caminaba solo. Lisbeth, hace mucho calor. ¿No quieres entreabrir la ventana?

Te levantaste de la cama, flexible y desnuda, y caminaste hasta la ventana del cuarto de hotel. La abriste y extendiste los brazos. Y con los brazos abiertos giraste sobre ti misma para que Franz pudiese contemplarte de frente. Y Franz te recorrió con la mirada. Esbelta, curiosamente empequeñecida sin los zapatos, con los senos grandes y un poco flojos, con la cabellera pintada color ceniza y el vello entrecano sobre el monte abultado y ancho, con la hendidura de los músculos entre los pechos y el ombligo y después la leve línea azul del estómago.

– No. Espera-. Franz se acodó en la cama.

– Empieza una brisa -dijiste, de espaldas a la ventana.

– Te ves muy linda.

– Me gusta mostrarme así para que tú me veas. Es como zarpar en una expedición privada. Ship ahoy. Es como un reto privado a este país lleno de gente pudorosa. Me gusta hacer cochinadas en México. Me imagino la cara de todos estos hipócritas. ¿Sabes que la abuelita de Javier hacía el amor con un camisón que tenía un agujero bordado? Y ella y el abuelo, antes de amarse, se hincaban frente a una veladora y decían un versito que me enseñó Javier.

Te hincaste al lado de la cama y pusiste los ojos en blanco y te golpeaste el pecho con el puño cerrado.

– “No es por vicio, no es por fornicio, es por hacer un hijo en tu santo servicio.”

Reíste mucho; Franz, riendo, te besó el cuello.

– Después el abuelo, cada vez que se venía, gritaba: “Kyrie Eleison”, y la santa señora le contestaba: “Christe Eleison”. Te digo que es el país más morboso y falsamente puritano del mundo. Me dan asco. Dime que un día nos vamos a ir tú y yo. Como Magallanes o Gagarin. Dímelo ya.

Alargaste las manos y Franz las tomó.

Tu padre apretó tu mano y dijo:

– Gosh, la ignorancia es injusta…

– No importa, papá.

– ¿Y cómo sabe?

– No importa, te digo.

Tu padre detuvo la taza bajo la nariz y te miró y parpadeó como si quisiera aclarar la media luz de la cafetería escondida en el entresuelo de la estación. Dejó la taza sobre la escudilla de porcelana barata; sacó el pañuelo y se sonó al mismo tiempo que reía y luego se secó los ojos y mostró la lengua apoyada contra los dientes mientras reía. Se tocó rápidamente la cabeza y en seguida el puño cerrado, con los dedos abiertos de la otra mano, y repitió varias veces el gesto.

– Cabeza contra fuerza, nada más, eso es todo.

– Tu catarro está muy mal, papá. Debiste pedir permiso.

– No. Es peor encerrarse a cultivarlo. Es mejor airearlo.

– No debías tomar café.

– El té me da asco.

Tocó la frente. Tocó el puño.

– Siempre igual. Cabeza contra fuerza.

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