Miguel Delibes - El Hereje

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En el año 1517, Martín Lutero fija sus noventa y cinco tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia de Wittenberg, un acontecimiento que provocará el cisma de la Iglesia Romana de Occidente. Ese mismo año nace en la villa de Valladolid el hijo de don Bernardo Salcedo y doña Catalina Bustamante, al que bautizarán con el nombre de Cipriano. En un momento de agitación política y religiosa, esta mera coincidencia de fechas marcará fatalmente su destino.
Huérfano desde su nacimiento y falto del amor del padre, Cipriano contará, sin embargo, con el afecto de su nodriza Minervina, una relación que le será arrebatada y que perseguirá el resto de su vida.
Convertido en próspero comerciante, se pondrá en contacto con las corrientes protestantes que, de manera clandestina, empezaban a introducirse en la Península. Pero la difusión de este movimiento será cortada progresivamente por el Santo Oficio. A través de las peripecias vitales y espirituales de Cipriano Salcedo, Delibes dibuja con mano maestra un vivísimo relato del Valladolid de la época de Carlos V, de sus gentes, sus costumbres y sus paisajes. Pero “El hereje” es sobre todo una indagación sobre las relaciones humanas en todos sus aspectos. Es la historia de unos hombres y mujeres de carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les ha tocado vivir.
Un canto apasionado por la tolerancia y la libertad de conciencia, una novela inolvidable sobre las pasiones humanas y los resortes que las mueven.

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Una tarde, animado por la atención de doña Leonor, le confió su pequeño secreto:

– ¿Sabía vuesa merced que yo nací el mismo día que la Reforma?

– No le entiendo, Salcedo.

– Quiero decir que yo nacía en Valladolid al mismo tiempo que Lutero estaba fijando sus tesis en la iglesia del castillo de Wittenberg.

– ¿Es posible o bromea vuesa merced?

– El 31 de octubre de 1517 exactamente. Mi tío me lo contó.

– ¿Estaba usted predestinado entonces?

– En ocasiones he estado a punto de admitir esa superchería.

Doña Leonor le miraba con una ternura intelectual admirativa, los incisivos asomando entre sus labios rosados:

– Le propongo una cosa -dijo tras una pausa-. El próximo cumpleaños de vuesa merced lo celebraremos aquí, en casa, en compañía del Doctor y el resto de mis hijos. Una comida de acción de gracias. ¿Qué le parece?

Doña Leonor y Cipriano Salcedo se hicieron mutuamente imprescindibles. Él pensaba a menudo que, tras el fracaso sentimental con Teo, doña Leonor venía a sustituir a la madre que había esperado encontrar en ella. El caso es que cuando tenía cita con el Doctor, llegaba a su casa antes de tiempo sólo por el gusto de conversar un rato con doña Leonor. Y allí, sentados en las sillas de cuero del pequeño gabinete, charlaban y reían y, de cuando en cuando, ella le invitaba a una merienda.

Pero tan pronto aparecía el Doctor, ella se levantaba, recortaba su espontaneidad, siquiera su autoridad siguiese manifestándose sin palabras. Aquella casa, sin duda, había sido un matriarcado que los hijos habían reconocido y alentado espontáneamente.

En el despachito, paredaño a la capilla, conversaban Cipriano y el Doctor, sentados en torno a una mesa camilla ya que su paternidad se enfriaba incluso en el mes de agosto. La habitación estaba forrada de libros y, fuera de ellos y de un pequeño grabado de Lutero que presidía la mesa de pino, junto a la ventana, carecía de otros adornos. Día a día, Cipriano comprobaba la fragilidad del Doctor, su hipocondría y, al propio tiempo, su agudeza, su admirable orden mental. Le había acogido como a un hijo de su hermano, tanto fue el interés que Pedro Cazalla puso en presentárselo. Pasaban largos ratos juntos y el Doctor, muy pagado de su alto magisterio, iba imponiendo a Salcedo en los principios de la nueva doctrina. Su acento persuasivo, sus asequibles razonamientos, le ayudaban en el empeño.

Y para Cipriano, el mero hecho de disponer para él solo de la palabra del gran predicador, venerado en la ciudad, constituía ya un motivo de engreimiento. Al propio tiempo, después de haber admitido la inexistencia del purgatorio, a Cipriano Salcedo poco le costaba ya aceptar la inutilidad del monjío como estado, el celibato sacerdotal o rechazar a los frailes fariseos.

Cristo nunca impuso a los apóstoles la soltería. San Pedro, concretamente, era un hombre casado.

Salcedo asentía y asentía. Jamás dudaba. Se le antojaban verdades contrastadas, de pata de banco, las que el Doctor exponía. Análoga facilidad encontró para rechazar el culto a los santos, a las imágenes y a las reliquias, los diezmos mediante los cuales la Iglesia explotaba al pueblo y el sacerdocio institucional. O para asumir la comunión en las dos especies, lógica a la vista de los evangelios.

Todo era sencillo para Cipriano ahora. Tampoco se había cuestionado la confesión mental. Nunca había sentido aversión por descargar sus pecados en un confesionario pero hacerlo ahora directamente ante Nuestro Señor le dejaba más tranquilo y satisfecho. Llegó a parecerle un acto más completo y emotivo que la confesión auricular.

Recogido en el rincón más oscuro del templo, en silencio, fascinado por la llamita que brillaba en el sagrario, Cipriano se concentraba y llegaba a sentir muy cerca la presencia real de Cristo en el templo, incluso una vez creyó verlo a su lado, sentado en el escañil, la túnica refulgente, la mancha blanca de su rostro enmarcada por sus cabellos y su puntiaguda barba rabínica.

A juicio de Cipriano, ninguna de las enseñanzas del Doctor afectaba en profundidad a la creencia.

Solía hablarle lenta, suavemente, pero el rictus de amargura no desaparecía de su boca. Quizá aquel rictus expresaba las inquietudes y temores que el Doctor reservaba para sí. Solamente hubo una novedad con la que tropezó Cipriano:

La preterición de la misa. Por mucho que se esforzara no podía llegar a considerar el domingo como un día más de la semana. Si no asistía a misa, tal vez más por costumbre que por devoción, le parecía que le faltaba algo esencial.

Treinta y seis años cumpliendo con el precepto habían creado en él una segunda naturaleza. Se sentía incapaz de traicionarla. Se lo dijo así al Doctor quien, contrariamente a lo que esperaba no se enojó:

– Lo comprendo, hijo -le dijo-.

Asista a misa y rece por nosotros.

También yo me veo obligado a hacer cosas en las que no creo. A veces es incluso aconsejable seguir con las viejas prácticas para no despertar sospechas en el Santo Oficio. Algún día podremos sacar a la luz nuestra fe.

– ¿Tantos somos los nuevos cristianos, reverencia?

El rictus de amargura se acentuó en su boca, y, sin embargo, dijo:

– Mira, hijo. Si esperaran cuatro meses para perseguirnos seríamos tantos como ellos. Y si seis, podríamos hacer con ellos lo que ellos quieren hacer con nosotros.

A Cipriano le impresionó la respuesta del Doctor. ¿Pretendía insinuar que la mitad de la ciudad estaba contagiada por “la lepra”?

¿Quería decir que la gran masa de fieles que acudían a sus sermones comulgaban con la Reforma? Para Salcedo, los hermanos Cazalla y don Carlos de Seso eran tres autoridades indiscutibles, más lúcidos que el resto de los humanos.

En sus ratos de recogimiento agradecía a Nuestro Señor que los hubiera puesto en su camino. Su adoctrinamiento había cimentado su creencia, disipado los viejos escrúpulos: le había devuelto la serenidad. Ya no le angustiaban las dudas, la impaciencia por llevar a cabo buenas obras. No obstante, a veces, cuando agradecía a Dios el encuentro con personas tan virtuosas, atravesaba su cabeza como un relámpago la idea de si aquellas tres personas, tan distintas en el aspecto externo, no estarían unidas por el marco de la soberbia. Sacudía violentamente la cabeza para ahuyentar el pecaminoso pensamiento. El Maligno no descansaba, se lo había advertido el Doctor. Era necesario vivir con el espíritu alerta. Pero debía tratarse de aprensiones accidentales, pensaba, puesto que él acataba la voz de sus maestros, los veneraba. Su inteligencia estaba tan por encima de la suya que constituía un raro privilegio poder cogerse de su mano, cerrar los ojos y dejarse llevar.

Era enero, el día 29. El Doctor se levantó de la vieja silla y agitó con brío una campanita de plata que tomó de la escribanía.

Entró Juan Sánchez, el criado, tan escuchimizado como siempre, con su rostro apergaminado, amarillo de papel viejo:

– Juan -dijo el Doctor-, al señor ya le conoces: don Cipriano Salcedo. Asistirá al conventículo del viernes. Convoca a los demás para las once de la noche. La contraseña es “Torozos” y la respuesta “Libertad”. Como siempre, mucha discreción.

Juan Sánchez bajó la cabeza asintiendo:

– Lo que vuestra eminencia ordene -dijo.

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XII

Oculto en el trastero, Cipriano sintió la tos banal de su esposa en la habitación contigua, se sentó en la cama y esperó unos minutos.

Las criadas debían de haberse acostado también en el piso alto, porque no se oía el menor ruido.

Tampoco se movía Vicente en la habitación de los bajos, junto a las cuadras. Sentía el corazón oprimido cuando volvió a ponerse de pie. Respiró hondo. Había aceitado las bisagras para que las puertas no chirriasen. Bajó las escaleras con el candil en la mano, de puntillas, y en el zaguán lo apagó y lo depositó sobre el arca. Nunca había sido noctámbulo pero, más que la novedad, le excitaba esta noche el recuerdo de las palabras de Pedro Cazalla en Pedrosa: los conventículos para resultar eficaces han de ser clandestinos. El secretismo y la complicidad acompañaban a la reunión de esta noche, primer conciliábulo en el que Cipriano iba a participar. Secretismo y complicidad, pensó, eran una manera de traducir otras palabras más inflamables como miedo y misterio.

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