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Mario Llosa: ¿Quien Mató A Palomino Molero?

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Mario Llosa ¿Quien Mató A Palomino Molero?

¿Quien Mató A Palomino Molero?: краткое содержание, описание и аннотация

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Bajo el ardiente sol piurano, cuelga de un árbol el cadáver cruelmente torturado de un joven avionero. El teniente Silva y el guardia Lituma emprenden la búsqueda del asesino. Con gran destreza, Mario Vargas Llosa crea una intensa novela policial cuyo atractivo no se agota en la solución del crimen. Aunque las pistas pronto apuntan en una dirección precisa, el interés en la obra, en vez de disminuir, se acrecienta. Y es que una particular tensión recorre la historia, creando una atmósfera irreal que deslumbra y atrapa al alector. Como en un espejismo, los personajes irán emergiendo con vida propia de la mano del narrador. ¿Quién mató a Palomino Molero? es un fiel reflejo de la sociedad peruana de los años cincuenta. La novela nos interna en los vericuetos del ser peruano a medida que la investigación va sacando a la luz la urdimbre de prejuicios, desigualdades, abusos e incomprensiones que conforman el tejido social de un país que, medio siglo después, sigue siendo esencialmente el mismo. Más allá de la alta calidad literaria desplegada por su autor, ¿Quién mató a Palomino Molero? nos ofrece una metáfora de lo ardua que puede resultar la búsqueda de la verdad y la justicia en el Perú. Mario Vargas Llosa es reconocido universalmente como uno de los mayores novelistas contemporáneos. Su pluma ha incursinoado en diversos temas y géneros narrativos, renovándolos y confiriéndoles un nuevo impulso. ¿Quién mató a Palomino Molero? reafirma la maestría de este apasionado narrador de ficciones.

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– Dice Matías que el muchacho tenía una voz divina, que era un artista -exclamó Doña Adriana.

– ¿Don Matías conocía a Palomino Molero? -preguntó el Teniente.

– Lo oyó cantar un par de noches, mientras preparaba las redes -dijo Doña Adriana.

El viejo Matías Querecotillo y sus dos ayudantes se hallaban cargando las redes y el cebo en El León de Talara, cuando, de repente, los distrajo el bordoneo de una guitarra. La luna estaba tan clara y lúcida que no hacía falta encender la linterna para ver que ese grupito de sombras en la playa eran media docena de avioneros. Fumaban sentados en la arena, entre los botes. Cuando el muchacho empezó a cantar, Matías y sus ayudantes dejaron las redes y se acercaron. El muchacho tenía una voz cálida, de reverberaciones que hacían sentir ganas de llorar y electrizaban la espalda. Cantó Dos almas y, cuando terminó, lo aplaudieron. Matías Querecotillo pidió permiso para estrechar la mano del cantante. «Me ha recordado usted mi juventud -lo felicitó-. Me ha puesto triste.» Ahí se había enterado que era Palomino Molero, uno de la última leva, un piuranito. «Tú podrías cantar en Radio Piura, Palomino», oyó Matías que decía uno de los avioneros. Desde entonces, el marido de Doña Adriana lo había visto un par de veces más, en la misma playa, entre los botes varados, a la hora de ir a alistar El León de Talara. Cada vez, había hecho un alto en la faena para oírlo.

– Si Matías hizo eso y le dijo eso, no hay duda que el muchacho tenía una voz de ángel -aseguró Doña Adriana-. Porque Matías no se emociona así nomás, él es más bien frión.

«Se la sirvió en bandeja», pensó Lituma, y, en efecto, el Teniente se relamió los labios como un gato:

– ¿Quiere decir que ya no sopla, Doña Adrianita? Yo la podría calentar, si quiere. Yo más bien soy un carbón ardiendo.

– No necesito que me calienten -se rió Doña Adriana-. Cuando hace frío, entibio mi cama con botellas de agua hirviendo.

– El calor humano es más rico, mamacita -ronroneó el Teniente Silva, inflando los labios hacia Doña Adriana, como si fuera a succionarla.

Y en eso se apareció Don Jerónimo a buscarlos. No podía llegar con el taxi hasta la fonda, pues la calle era un arenal donde se hubiera atollado, así que había dejado su Ford en la pista, a unos cien metros. El Teniente Silva y el guardia firmaron el vale por el desayuno y se despidieron de Doña Adriana. Afuera, el sol los golpeó sin misericordia. Pese a ser las ocho y cuarto, había un calor de mediodía. En la luz cegadora, parecía que las cosas y las personas irían en cualquier momento a disolverse.

– Talara está llena de murmuraciones -dijo Don Jerónimo, mientras andaban, los pies hundiéndose en el suelo blando-. Encuentre a esos asesinos o lo lincharán, Teniente.

– Que me linchen -se encogió de hombros el Teniente-. Juro que yo no lo maté.

– Andan diciendo cosas -escupió Don Jerónimo, cuando llegaron al taxi-. ¿No le han ardido las orejas?

– No me arden nunca -repuso el Teniente-. ¿Qué, por ejemplo?

– Que están tapando la vaina porque los asesinos son peces gordos. -Don Jerónimo le daba a la manivela para encender el motor. Repitió, guiñando un ojo-: ¿Cierto que hay peces gordos, mi Teniente?

– No sé si gordos o flacos, no sé si peces o tiburones. -El Teniente se instaló en el asiento de adelante. Pero se joderán igual. El Teniente Silva se caga olímpicamente en los peces gordos, Don Jerónimo. Y, ahora, apúrese, no quiero llegar tarde donde el Coronel.

Cierto, él Teniente era hombre recto y, por eso, Lituma le tenía, además de aprecio, admiración. Era bocón, lisuriento, algo chupaco, y, cuando se trataba de la gorda cantinera, perdía la chaveta, pero Lituma, en todo el tiempo que llevaba trabajando a, sus órdenes, lo había visto esforzarse siempre, en todas las denuncias y querellas que llegaban a la Comisaría, por hacer justicia. Y sin preferencia por nadie.

¿Hasta ahora qué han descubierto, Teniente? -Don Jerónimo tocaba bocina, pero los churres, los perros, los chanchos, los piajenos y las cabrás que se cruzaban delante del taxi no se apresuraban lo más mínimo.

– Ni mierda -admitió el Teniente, con una mueca.

– No es mucho -se burló el taxista. Lituma oyó que su jefe repetía lo que le había dicho esa mañana:

– Pero hoy descubriremos algo, se huele en el aire.

Ya estaban en los confines del pueblo, y, a derecha y a izquierda, se veían las torres de los pozos petroleros, erizando el terreno pelado y pedregoso. A lo lejos, titilaban los techos de la Base Aérea. «Ojalá que siquiera algo», se dijo Lituma, como un eco. ¿Sabrían alguna vez quién y por qué habían matado al flaquito? Más que una necesidad de justicia o de venganza, sentía una curiosidad ávida por ver sus caras, por escuchar los motivos que habían tenido para hacer lo que habían hecho con Palomino Molero.

En la Prevención de la Base, el oficial de servicio los examinó de arriba abajo, como si no los conociera. Y los tuvo esperando bajo el sol candente, sin ocurrírsele hacerlos pasar a la sombra de la oficina. Mientras esperaban, Lituma echó una ojeada al contorno. ¡Puta, qué lecheros! ¡Vivir y trabajar en un sitio así! A la derecha se alineaban las casas de los oficiales, igualitas, de madera, empinadas sobre pilotes, pintadas de azul y de blanco, con pequeños jardines de geranios bien cuidados y rejillas para los insectos en puertas y ventanas. Vio señoras con niños, muchachas regando las flores, oyó risas. -¡Los aviadores vivían casi tan bien como los gringos de la International, carajo! Daba envidia ver todo tan limpio y ordenado. Hasta tenían su piscina, ahí, detrás de las casas. Litúma nunca la había visto pero se la imaginó, llena de señoras y chicas en ropa de baño, tomando el sol y remojándose. A la izquierda estaban las dependencias, hangares, oficinas, y, al fondo, la pista. Había varios aviones formando un triángulo. «Se dan la gran vida», pensó. Como los gringos de la International, éstos, detrás de sus muros y rejas, vivían igual que en las películas. Y gringos y aviadores podían mirarse la cara por sobre las cabezas de los talareños, que se asaban de calor allá abajo en el pueblo, apretado a orillas del mar sucio y grasiento. Porque, desde la Base, sobrevolando Talara, se divisaban en un promontorio rocoso, detrás de rejas protegidas día y noche por vigilantes armados, las casitas de los ingenieros, técnicos y altos empleados de la International. También ellos tenían su piscina, con trampolines y todo, y en el pueblo se decía que las gringas se bañaban medio calatas.

Por fin, después de una larga espera, el Coronel Mindreau los hizo pasar a su despacho. Mientras iban hacia las oficinas, entre oficiales y avioneros, a Lituma se le ocurrió: «Algunos de éstos saben lo que ha pasado, carajo.»

– Adelante -les dijo el Coronel, desde su escritorio.

Hicieron chocar sus tacones, en el umbral, y avanzaron hasta el centro de la pieza. En el escritorio había un banderín peruano, un calendario, una agenda, expedientes, lápices, y varias fotografías del Coronel Mindreau con su hija y de ésta sola. Una joven de carita larga y respondona, muy seria. Todo estaba ordenado con manía, igual que los armarios, los diplomas y el gran mapa del Perú que servía de telón de fondo a la silueta del Jefe de la Base Aérea de Talara. El Coronel Mindreau era un hombre bajito, fortachón, con unas entradas, que avanzaban por ambas sienes hasta media cabeza y un bigotito entrecano, milimétricamente recortado. Daba la misma impresión de pulcritud que su escritorio. Los observaba con unos ojitos grises y acerados, sin el menor asomo de bienvenida.

– ¿En qué puedo servirlos? -murmuró, con una urbanidad que su expresión glacial contradecía.

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