– Ustedes, los uniformados -susurró la mujer, de nuevo empavorecida-. ¿No es la misma cosa?
– En realidad, no -sonrió el Teniente Silva-. Pero, no importa.
Y, en ese momento, sin distraerse un ápice de las revelaciones de Doña Lupe, Lituma los vio. Ahí estaban, protegiéndose del sol bajo la techumbre de esteras, sentados muy juntos y con los dedos entrelazados, un instante antes de que les cayera encima la desgracia. Él había inclinado su cabeza de rizos negros y cortitos sobre el hombro de la muchacha y, rozándole el oído con los labios, le cantaba, Dos almas que en el mundo, había unido Dios, dos almas que se amaban, eso éramos tú y yo. Conmovida por la ternura y la delicadeza de la canción, ella tenía los ojos aguados y, para oír mejor el canto o por coquetería, encogía un poco el hombro y fruncía su carita de muchacha enamorada.
No había rastro de antipatía, ni de arrogancia, en esas facciones adolescentes dulcificadas por el amor. Lituma sintió que lo embargaba una desoladora tristeza al divisar, por donde sin duda aparecería y vendría, precedido por el trueno de su motor, entre nubarrones de polvo amarillento, el vehículo de los uniformados. Recorría el caserío de Amotape al promediar el día, y, luego de unos minutos atroces, venía a detenerse a pocos metros de, la misma choza sin puerta en la que ahora se encontraban. «Por lo menos, en esos dos días que pasó aquí, debió ser muy feliz», pensó.
– ¿Sólo dos? -preguntó el Teniente. Lituma se sorprendió al ver a su jefe tan sorprendido. Evitaba mirarlo a los ojos, por una oscura superstición.
– Sólo dos -repitió la mujer, asustada, dudando. Entornó los párpados, como si repasara su memoria para desentrañar en qué se había equivocado-. Nadie más. Se, bajaron los dos y el jeep quedó vacío. Porque el carro era un jeep, ahora se veía. No eran más que dos hombres, -estoy segura. ¿Por qué, señor?
– Por nada -dijo el Teniente, pisoteando la colilla de su cigarro-. Me imaginé que habría salido a buscarlos al menos una patrulla. Pero, si usted vio dos, eran dos, no hay problema. Siga, señora.
Otro rebuzno interrumpió a Doña Lupe. Se elevó en la caldeada, atmósfera del mediodía de Amotape, largo, lleno de altibajos, profundo, jocoso, seminal, y, al instante, las las criaturas que jugaban en el suelo, se pusieron de pie y salieron, corriendo o gateando, muertas de risa y de malicia. Iban en busca de la burra, pensó Lituma, iban a ver cómo se la montaba el piajeno que la hacía rebuznar así.
– ¿Estás bien? -dijo la sombra del más viejo, la sombra del que no tenía un revólver en la mano-. ¿Te hizo daño? ¿Estás bien?
Había oscurecido en pocos segundos. En el escaso tiempo que había tomado a la pareja de hombres recorrer el tramo entre el jeep y la choza, la tarde se había vuelto noche.
– Si le haces algo, me mataré -dijo la muchacha, sin gritar, desafiante, los talones bien plantados sobre la tierra, los puños cerrados, el mentón vibrante-. Si le haces algo, me mataré. Pero, antes, le contaré todo al mundo entero. Todos se morirán de asco y vergüenza de ti.
Doña Lupe temblaba como una hoja de papel:
– Qué pasa, señor, quiénes son ustedes, en qué puedo servirlos, ésta es mi modesta casa, yo no hago mal a nadie, yo soy una pobre mujer.
El que tenía el arma, la sombra que echaba fuego cada vez que miraba al muchacho -porque el más viejo sólo miraba a la muchacha- se acercó a Doña Lupe y le puso la pistola entre las escurridas tetas:
– Nosotros no estamos aquí, nosotros no existimos -ordenó, borracho de odio y de ira-. Si abre la boca, morirá como una perra con rabia. La mataré yo mismo. ¿Entendido?
Ella se dejó caer de rodillas, implorando. No sabía nada, no entendía. ¿Qué había hecho, señor? Nada, nada, recibir a dos jóvenes que le pidieron pensión. Por Dios, por su santa madrecita, señor, que no fuera a disparar, que no hubiera ninguna desgracia en Amotape.
¿El más joven le decía al más viejo «Mi Coronel?»- -la interrumpió el Teniente Silva.
– Yo no sé, señor -repuso ella, buscando. Trataba de adivinar lo que le convenía saber, decir ¿Mi Coronel? ¿El más joven al más viejo? A lo mejor sí, a lo mejor no. Yo no me recuerdo de eso. Yo soy pobre e ignorante, señor. Yo no me busqué nada de esto, la casualidad nomás. El de la pistola me dijo que si abría la boca y contaba lo que le estoy contando, volvería a meterme un balazo en la cabeza, otro en la barriga y otro en las partes. Qué hago, qué voy a hacer. He perdido a mi marido, lo destrozó el tractor. Tengo seis hijos y apenas puedo darles de comer. Tuve trece y se me murieron siete. Si me matan, se morirán los otros seis. ¿Es justo eso?
– ¿El que tenía el revólver era un alférez? -insistió el Teniente-. ¿Tenía un galón en la hombrera? ¿Una sola insignia en la gorra?
Lituma pensó que había transmisión de pensamiento. Su jefe hacía las preguntas que se le iban ocurriendo a él. Estaba acezante y con una especie de vértigo.
– Yo no sé esas cosas aulló la mujer-. No me confunda, pues, no me haga preguntas que no comprendo. ¿Qué es alférez, qué es eso?
Lituma la oía pero, los estaba viendo de nuevo, nítidos, a pesar de las sombras azules que habían envuelto a Amotape. La señora Lupe, de rodillas, lloriqueaba ante el joven frenético y gesticulante, ahí, en la frontera entre la choza y la calle; el viejo. miraba con amargura, dolor, despecho, a la desafiante muchacha, que protegía con su cuerpo al flaquito y no lo dejaba avanzar ni hablar a los recién llegados. Estaba viendo que, como ahora, la llegada de los forasteros había borrado de las calles y sepultado en sus casas a los niños y viejos y hasta los perros y cabras de Amotape, temerosos de verse envueltos en un lío.
– Tú cállate, tú no hables, quién eres tú, con qué derecho, tú qué haces aquí -decía la muchacha, tapándolo, alejándolo, conteniéndolo, impidiéndole avanzar, hablar. Y, a la vez, seguía amenazando a la sombra del más viejo-: Me mataré y diré todo a todos.
– Yo la quiero con toda mi alma, yo soy honrado, dedicaré mi vida a adorarla y a hacerla feliz -balbuceaba el flaquito. No podía, pese a sus esfuerzos, sortear el escudo que era el cuerpo de la muchacha y adelantarse. La sombra del viejo tampoco ahora se volvió hacia él; siguió concentrada en la muchacha como si en el mundo, no existiera nadie más que ella. Pero, el joven, al oírlo, dio media vuelta y se precipitó hacia él, maldiciendo entre dientes, con el revólver levantado como para incrustárselo en la cabeza. La muchacha se interpuso, forcejeando, y, entonces, la sombra del más viejo, seca y tajante, ordenó, una sola vez: «Quieto.» El otro obedeció en el acto.
– ¿Dijo sólo «Quieto»? -preguntó el Teniente Silva-. ¿O, «Quieto, Dufó»? ¿O, «Quieto, Alférez Dufó»?
Más que transmisión de pensamiento, era milagro. Su superior hacía las preguntas usando las mismas palabras que se le ocurrían a Lituma.
– Yo no sé -juró Doña Lupe-. No oí ningún nombre. Yo sólo supe que él se llamaba Palomino Molero cuando vi las fotos en El Tiempo de Piura. Lo reconocí ahí mismito. Se me quebró el corazón, señor. Es él, el churre que se robó a la muchacha y se la trajo a Amotape. Ni entonces supe ni ahora sé tampoco cómo se llamaba ella o los señores que vinieron a buscarlos. Y no quiero saberlo, tampoco. No me lo diga, por favor, si usted lo sabe. ¿Acaso, no estoy cooperando con usted? ¡No me diga esos nombres!
– No te asustes, no grites, no digas esas cosas -dijo la sombra del más viejo-. Hijita, hijita querida. ¿Cómo va a ser posible que me amenaces? ¿Matarte tú, tú?
– Si le haces algo, si le tocas un dedo -lo desafió la muchacha. En el cielo, detrás de un velo azuloso, las sombras se adensaban y habían brotado las estrellas. Algunos candiles empezaban a titilar entre las cañas, los adobes y las rejas de Amotape.
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