Sobre estas cuestiones desea Ricardo Reis hablar con Fernando Pessoa, pero Fernando Pessoa no aparece. El tiempo se arrastra como una ola lenta y viscosa, una masa de vidrio líquido en cuya superficie hay miríadas de cabrilleos que ocupan los ojos y distraen el sentido, mientras en la profundidad se trasluce el núcleo rubro e inquietante, motor del movimiento. Se suceden estos días y estas noches, bajo el calor que alternadamente desciende del cielo y sube de la tierra. Los viejos sólo aparecen por el Alto de Santa Catarina al anochecer, no aguantan la solanera que cerca la escasa sombra de las palmeras, es excesiva para sus ojos cansados la reverberación del río, y sofocante la tremolina del aire para sus cortos huelgos. Lisboa abre los grifos, no corre ni un hilillo de agua, es una población de gallináceas de pico ansioso y alas derrumbadas. Y se dice, en la modorra de la calma, que la guerra civil española se acerca a su fin, pronóstico que parece seguro si recordamos que las tropas de Queipo de Llano están ya a las puertas de Badajoz, con las fuerzas del Tercio, que es la Legión Extranjera suya, ansiosas por entrar en combate, ay de quien se oponga a estos soldados, tan vivo en ellos el gusto de matar. Don Miguel de Unamuno sale de su casa hacia la universidad, aprovecha el resquicio de sombra a lo largo de las casas, este sol leonés tuesta las piedras de Salamanca, pero el digno viejo siente en su rostro severo las vaharadas de la belicosa gesta, en su alma contenta corresponde a los cumplidos de los coterráneos, a los saludos de brazo extendido y posición de firmes de los militares del cuartel general o en tránsito, cada uno reencarnación del Cid Campeador, que ya dijo en su tiempo, Salvemos a la civilización occidental. Ricardo Reis salió temprano de casa, antes de que apretara el sol, aprovecha los resquicios de sombra mientras no aparece el taxi que lo lleve, jadeando, Callada de Estrela arriba, hasta Prazeres, nombre de tantas promesas y que todo nos quita, dejándonos el silencio, es menos seguro el reposo, y ya no precisa el visitante pedir información, no ha olvidado el lugar ni el número, cuatro mil trescientos setenta y uno, no es número de puerta, por eso no vale la pena llamar y preguntar, Hay alguien, si la presencia de los vivos, por sí sola, no logra mover el secreto de los muertos, las palabras, ésas, de nada sirven. Se acercó Ricardo Reis a los hierros, puso la mano sobre la piedra caliente, son azares de la topografía, el sol aún no está en lo alto pero golpea en este lugar desde que nació. De una alameda próxima viene un son de escoba barredora, una viuda cruza por el fondo de la calle, ni el rostro blanquea bajo sus crespones. No se ve nada más. Ricardo Reis baja hasta la curva, allí se detiene a mirar el río, la boca del mar, nombre más que los otros justo porque es en estos lugares donde el océano viene a saciar su inextinguible sed, labios sorbedores que se aplican a las fuentes acuáticas de la tierra, son imágenes, metáforas, comparaciones que no hallarán lugar en la rigidez de una oda, pero que se le ocurren a uno en las horas matinales, cuando lo que en nosotros piensa está sólo sintiendo.
Ricardo Reis no se volvió. Sabe que Fernando Pessoa está a su lado, invisible esta vez, quizá esté prohibido mostrarse de cuerpo entero en el recinto mortuorio, sería un estorbo, las calles abarrotadas de difuntos, admitamos que esto da ganas de sonreír. Es la voz de Fernando Pessoa que pregunta, Qué hace usted por aquí a estas horas, mi querido Reis, no le bastan los horizontes del Alto de Santa Catarina, la perspectiva de Adamastor, y Ricardo respondió sin responder, Por este mar que desde aquí vemos, viene navegando un general español para la guerra civil, no sé si sabe usted que ha estallado la guerra civil en España, Y bien, Me han dicho que un general, que se llama Millán Astray, se encontrará un día con Miguel de Unamuno, gritará Viva la Muerte y le responderá, Y bien, Me gustaría conocer la respuesta de Don Miguel, Y cómo quiere que se la diga yo, si aún no ha ocurrido, Tal vez le ayude el saber que el rector de Salamanca se colocó al lado del ejército que pretende derribar al gobierno y al régimen, No me ayuda nada, olvida usted la importancia de las contradicciones, una vez llegué al punto de admitir que la esclavitud era una ley natural de la vida en las sociedades sanas, y hoy no soy capaz de pensar sobre lo que pienso de lo que entonces pensaba y me llevó a escribirlo, Yo contaba con usted, y ahora me falla, Lo más que puedo hacer es admitir una hipótesis, Cuál, Que su rector de Salamanca responderá así hay circunstancias en las que callarse es mentir acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido de viva la muerte esta paradoja bárbara me repugna el general Millán Astray es un lisiado no hay descortesía en esto también Cervantes lo fue desgraciadamente hay hoy en día demasiados lisiados en España el general Millán Astray podría fijar las bases de una psicología de masas un lisiado que no tenga la grandeza espiritual de Cervantes intenta generalmente encontrar consuelo en las mutilaciones que pueda infringir a los otros, Cree que va a responder así, Entre un infinito número de hipótesis, ésta puede ser una, Y tiene sentido de acuerdo con lo que dijo el orador portugués, No está mal el que las cosas tengan sentido unas respecto a las otras, La mano izquierda de Marcenda, qué sentido tendrá, Piensa aún en ella, De vez en cuando, No tenía que haber ido tan lejos, todos somos lisiados.
Ricardo Reis está solo. En las ramas bajas de los olmos empezaron a cantar las cigarras, son mudas e inventaron una sola voz. Un barco negro va entrando en la barra, luego desaparece en el espejo refulgente del agua. No parece real este paisaje.
En casa de Ricardo Reis hay ahora otra voz. Es una radio pequeña, la más barata que pudo encontrar en el mercado, de la popular marca Pilot, con caja de baquelita color marfil, elegida, sobre todo, por ocupar poco espacio y ser fácilmente transportable del dormitorio al despacho, que son los lugares donde el sonámbulo habitante de esta morada pasa la mayor parte de su tiempo. Si hubiera sido decisión tomada en los primeros días después de la mudanza, cuando aún tenía vivo el gusto por la casa nueva, habría hoy aquí un superheteródino de doce lámparas, o válvulas, de suma potencia sonora, capaz de asombrar al barrio y hacer que se reuniera la gente bajo las ventanas para aprovechar los placeres de la música y las lecciones de la palabra, todas las comadres de la vecindad, incluyendo a los viejos, entonces, atraídos por el reclamo, de nuevo halagadores y cortesanos. Pero Ricardo Reis quiere sólo mantenerse informado, de manera discreta y reservada, oír las noticias en un íntimo murmullo, así no se sentirá obligado a explicarse a sí mismo, o a intentar descifrar, qué sentimiento inquieto lo aproxima al aparato, no tendrá que interrogarse sobre ocultos significados de aquel ojo mortecino, de cíclope moribundo, que es la luz del dial minúsculo, si será de júbilo su expresión, contradictoria si muere, o miedo, o piedad. Sería mucho más claro que dijéramos nosotros que Ricardo Reis no es capaz de decidir si lo alegran las pregonadas victorias del ejército rebelde de España o las no menos celebradas derrotas de las fuerzas que apoyan al gobierno. No faltará quien argumente que decir una cosa es lo mismo que decir la otra, pues no lo es, no señor, ay de nosotros si no tuviéramos en debida cuenta la complejidad del alma humana, el que me guste saber que mi enemigo tiene problemas no significa, matemáticamente, que dé yo palmadas a aquel que en problemas lo metió, distingo. Ricardo Reis no profundizará en este conflicto interior, se da por satisfecho, y perdónese la impropiedad de la palabra, con el malestar que siente, como alguien que no tuvo valor para desollar un conejo y pidió a otro que lo hiciera, y asiste a la operación, con rabia por su propia cobardía, y tan cerca está que puede ver latir la tibieza que se desprende de la carne desollada, un sutil vapor bienoliente, entonces se le forma en el corazón, o allá donde estas cosas se forman, una especie de rencor contra quien tan gran crueldad está cometiendo, cómo es posible que éste y yo formemos parte de la misma humanidad, tal vez sea por razones de este tipo por lo que no nos gustan los verdugos ni comemos carne del chivo expiatorio.
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