José Saramago - El año de la muerte de Ricardo Reis
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La ola crece y avanza. En Portugal afluyen las inscripciones para la Mocidade Portuguesa, son jóvenes patriotas que no quisieron esperar por la obligatoriedad que ha de venir, ellos, con su propia mano tan llena de esperanza, en letra escolar, bajo la mirada benévola de sus progenitores, firman la carta, y con seguro pie la llevan al correo, o, trémulos de emoción cívica, la entregan al conserje del Ministerio de Educación Nacional, sólo por religioso respeto no proclaman, Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre, pero cualquiera puede ver que es grande su sed de martirio. Ricardo Reis recorre las listas, trata de dibujar rostros, figuras, gestos, modos de andar que den sentido y forma a la vaguedad de esas curiosas palabras que son nombres, las más vacías palabras si no les metemos dentro un ser humano. De aquí a unos años, veinte, treinta, cincuenta, qué pensarán los hombres maduros, los viejos, si allá llegan, de este entusiasmo de mocedad, cuando leyeron y oyeron, como un místico clarín, a los jóvenes alemanes que decían, No somos nada, y acudieron sublimes, Nosotros tampoco, nosotros tampoco somos nada. Dirán esto, Pecados de juventud, Errores de mi gran inocencia, No tuve quien me aconsejara, Bien me arrepentí después, Fue mi padre quien me mandó, Yo creía sinceramente, Era tan bonito el uniforme, Hoy volvería a hacer lo mismo, Era una manera de avanzar en la vida, Quedaban mejor vistos los primeros, Es tan fácil engañarse cuando uno es joven, Es tan fácil que lo engañen, estas y otras justificaciones semejantes las están dando ahora, pero uno de ellos se levanta, alza la mano pidiendo la palabra, y Ricardo Reis se la da por la curiosidad acuciante que siente de oír a un hombre hablar de los otros hombres que fue, una edad juzgando a otra edad, y éste fue el discurso, De cada uno de nosotros se considerarán las razones para el paso que dimos, por ingenuidad o por malicia, por voluntad propia o por imposición de terceros, será la sentencia, es la costumbre, de acuerdo con el tiempo y el juez pero, condenados o absueltos, deberá pesar en esta balanza la vida toda que vivimos, el bien o el mal que hayamos hecho, el acierto o el error, el perdón y la culpa y, ponderándolo todo, si eso es posible, sea el primer juez nuestra conciencia, en el caso no vulgar de que seamos limpios de corazón, pero tal vez tengamos que declarar, una vez más, aunque con diferente intención, Nosotros no somos nada, porque en aquel tiempo cierto hombre, amado y respetado por algunos de nosotros, y digo ya su nombre para ahorraros el esfuerzo de adivinación, ese hombre que se llamó Miguel de Unamuno y era entonces rector de la Universidad de Salamanca, no un muchachuelo de nuestra edad, catorce, quince años, sino un anciano venerable, septuagenario, de larga existencia y larga obra, autor de libros tan celebrados como Del sentimiento trágico de la vida, La agonía del cristianismo, En torno al casticismo, La dignidad humana, y tantos otros que me dispensarán de mencionar, ese hombre, faro de inteligencia, tras los primeros días de guerra, dio su adhesión a la junta Gubernativa de Burgos, exclamando Salvemos la civilización occidental, aquí me tenéis, hombres de España, estos hombres de España eran los militares revoltosos y los moros de Marruecos, y dio cinco mil pesetas de su bolsillo para lo que ya entonces era llamado ejército nacionalista español, no recuerdo los precios de la época y no sé cuántos cartuchos de fusil se podían comprar con cinco mil pesetas, y cometió la crueldad moral de recomendar al presidente Azaña que se suicidase, y pocas semanas después hizo otras no menos sonoras declaraciones, Mi mayor admiración, mi mayor respeto para la mujer española, que consiguió evitar que las hordas comunistas y socialistas se apoderaran hace ya tiempo de España, y, en un arrebatado transporte, clamó, Santas mujeres, pero nosotros, portugueses, tampoco estábamos faltos de santas mujeres, dos ejemplos bastan, la Marilia de Conspiración, la ingenua de la Revolución de Mayo, si esto es santidad, agradézcanlo las mujeres españolas a Unamuno, y nuestras portuguesas, a Tomé Vieira y a Lopes Ribeiro, un día me gustaría bajar a los infiernos para contar con la aritmética cuántas santas mujeres hay allí, pero de Miguel de Unamuno, a quien admirábamos, nadie se atreve a hablar, es como una herida vergonzosa que se oculta, de él sólo se guardarán, para edificación de la posteridad, aquellas sus palabras casi últimas con que respondió al general Millán Astray, el que gritó en la misma ciudad de Salamanca, Viva la muerte, el doctor Ricardo Reis no llegó a saber qué palabras fueron ésas, paciencia, la vida no puede llegar a todo, la suya no llegó a tanto, pero el caso es que, por haber sido dichas, algunos reconsideramos la decisión tomada, en verdad diré que valió la pena que Miguel de Unamuno hubiera vivido el tiempo suficiente para vislumbrar su error, sólo para vislumbrarlo, porque no lo enmendó por completo, o porque vivió muy poco tiempo después de él, o para proteger la tranquilidad de sus postreros días con humana cobardía, todo es posible, entonces, en el fin ya de este largo discurso, lo que pido para nosotros es que esperéis nuestra última palabra, o la penúltima, si en ese día es suficiente nuestra lucidez y de aquí a allá no habéis perdido la vuestra, he dicho. Algunos de los asistentes aplaudieron vigorosamente su propia esperanza de salvación, pero otros protestaron indignados contra la malévola deformación de que acababa de ser víctima el pensamiento nacionalista de Miguel de Unamuno, sólo porque, ya con los pies en la sepultura, por un berrinche senil, por un capricho de viejo caquectico, contestó al grito magnífico del gran patriota y gran militar general Millán Astray que, por su pasado y presente, sólo lecciones podía dar y ninguna recibir. Ricardo Reis no sabe qué respuesta es esa que Miguel de Unamuno dará al general, por cortedad no lo pregunta, o teme quizá entrar en los arcanos del futuro, en el destino, más vale saber pasar silenciosamente y sin desasosiegos grandes, esto escribió un día, esto es lo que en todos cumple. Se retiraron los viejos, van aún discutiendo las primeras, segundas y terceras palabras de Unamuno, tal como las juzguen quieren ser ellos juzgados, sabido es que si el acusado escoge la ley, siempre saldrá absuelto.
Ricardo Reis relee las noticias que ya conoce, la proclama del rector de Salamanca, Salvemos la civilización occidental, aquí me tenéis, hombres de España, las cinco mil pesetas de su bolsillo para el ejército de Franco, la vergonzosa intimidación a Azaña para que se suicidase, hasta esta fecha en que estamos no ha hablado de las santas mujeres, pero ni siquiera habría que esperar para saber qué va a decir, vimos cómo el otro día un simple director portugués de cine fue de la misma opinión, de este lado de los Pirineos todas las mujeres son santas, el mal está en los hombres que tan bien piensan de ellas. Ricardo Reis recorre demoradamente las páginas, se distrae con las novedades corrientes, las que tanto pueden venir de aquí como de más allá, de este tiempo como del otro, del presente como del futuro y del pasado, por ejemplo, los matrimonios y bautizos, las partidas y llegadas, lo peor es que, habiendo incluso una vida mundana, no hay un mundo sólo, si pudiéramos elegir las noticias que queremos leer cualquiera de nosotros sería John D. Rockefeller. Pasa los ojos por las páginas de los anuncios por palabras, Alquileres, ofertas, Alquileres, demandas, por este lado está servido, no precisa casa, y mira, aquí nos informamos de la fecha en que saldrá del puerto de Lisboa el vapor Highland Brigade, va a Pernambuco, Río de Janeiro, Santos, mensajero perseverante, qué noticias nos traerá de Vigo, parece que toda Galicia se ha puesto al lado del general Franco, no es extraño, al fin y al cabo es de la tierra, el sentimiento puede mucho. Así se entrometió un mundo en otro mundo, así perdió su sosiego el lector, y ahora, pasando impaciente la página, reencuentra el escudo de Aquiles, que hace tanto tiempo no veía. Es aquella misma y ya conocida gloria de imágenes y decires, mandala prodigioso, visión incomparable de un universo explícito, caleidoscopio que suspendió sus movimientos y se ofrece a la contemplación, es posible, al fin, contar las arrugas del rostro de Dios, llamado por nombre más común Freire Grabador, éste es el retrato, éste el monóculo implacable, ésta la corbata con que nos da garrote vil, hasta diciendo el médico que es de enfermedad de lo que vamos a morir, o de un tiro, como en España, aquí abajo se muestran sus obras, de las que nos hemos habituado a decir que cuentan o cantan la infinita sabiduría del Creador, cuyo nombre jamás se vio maculado en su honrada vida, y fue premiado con tres medallas de oro, distinción suprema concedida por otro Dios más alto, que no manda poner anuncios en el Diário de Notícias, y será por eso, digamos quizá, el verdadero Dios. En tiempos pensó Ricardo Reis que este anuncio era como un laberinto, pero ahora lo ve como un círculo de donde ya no es posible salir, limitado y vacío, laberinto realmente, pero de la misma forma que lo es un desierto sin caminos. Dibuja en Freire Grabador una barbita, faz de monóculo luneta, pero ni por estas artes de máscara consigue parecerse a aquel Don Miguel de Unamuno, que se perdió también en un laberinto, y de donde, de creer al caballero portugués que se levantó en la asamblea y pronunció el discurso, sólo consiguió salir en vísperas de la muerte, y en todo caso puede dudarse de si, en esa su casi extrema palabra, puso su ser entero, todo él, o si entre el día en que la pronunció y el día en que se fue de este mundo, magnífico rector, recayó en la complacencia y en la complicidad primeras, disimulando el arrebato, callando la súbita rebeldía. El sí y el no de Miguel de Unamuno conturban a Ricardo Reis, perplejo y dividido entre lo que sabe de estos días que son vida común suya y de él, vinculadas una y otra por noticias del periódico, y la oscura profecía de quien, conociendo el futuro, no lo desveló por completo, se arrepiente de no haber preguntado al orador portugués qué palabras decisivas dijo Miguel de Unamuno al general, y cuándo, entonces comprendió que había callado porque le había sido claramente anunciado que ya no estaría en este mundo el día del arrepentimiento, El señor doctor no llegó a saber qué palabras fueron ésas, paciencia, la vida no llega para todo, la suya no llegó a tanto. Lo que Ricardo Reis puede ver es que la rueda del destino ya empezó a dar esa vuelta, Millán Astray, que estaba en Buenos Aires, salió para España, pasó por Río de Janeiro, no varían mucho, como puede comprobarse, las rutas de los hombres, y viene atravesando el Atlántico, arde en fiebre guerrera, dentro de unos días desembarcará en Lisboa, el barco es el Almanzora, y luego seguirá a Sevilla, y de allí a Tetuán, donde sustituirá a Franco. Millán Astray se acerca a Salamanca y a Miguel de Unamuno, gritará Viva la Muerte, y luego. Oscuridad. El orador portugués pidió otra vez permiso para hablar, se mueven sus labios, los ilumina el negro sol del futuro, pero las palabras no se oyen, ahora ni siquiera podemos adivinar lo que está diciendo.
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