Fue entonces cuando el primer ministro, ante el gobierno reunido en pleno y el jefe del estado presidiéndolo, reveló su plan, Ha llegado la hora de partirle el espinazo a la resistencia, dijo, dejémonos de acciones psicológicas, de maniobras de espionaje, de detectores de mentiras y otros artilugios tecnológicos, puesto que, a pesar de los meritorios esfuerzos del ministro del interior, ha quedado demostrada la incapacidad de esos medios para resolver el problema, añado que también considero inadecuada la utilización de las fuerzas militares por el inconveniente más que probable de una mortandad que es nuestra obligación evitar sean cuales sean las circunstancias, en contrapartida a todo esto lo que traigo aquí es nada más y nada menos que una propuesta de retirada múltiple, un conjunto de acciones que algunos tal vez consideren absurdas, pero que tengo la certeza de que nos conducirán a la victoria total y al regreso de la normalidad democrática, a saber, y por orden de importancia, la retirada inmediata del gobierno a otra ciudad, que pasará a ser la nueva capital del país, la retirada de todas las fuerzas del ejército allí establecidas, la retirada de todas las fuerzas policiales, con esta acción radical la ciudad insurgente quedará entregada a sí misma, tendrá todo el tiempo que necesite para comprender lo que cuesta ser segregada de la sacrosanta unidad nacional, y cuando no pueda aguantar más el aislamiento, la indignidad, el desprecio, cuando la vida dentro se convierta en un caos, entonces sus habitantes culpables vendrán hasta nosotros con la cabeza baja implorando nuestro perdón. El primer ministro miró alrededor, Éste es mi plan, dijo, lo someto a examen y a discusión y, excusado sería decirlo, cuento con que sea aprobado por todos, los grandes males piden grandes remedios, y si es cierto que el remedio que propongo es doloroso, el mal que nos ataca es simplemente mortal.
Con palabras al alcance de la inteligencia de las clases menos ilustradas, pero no del todo inconscientes de la gravedad y diversidad de los males de toda especie que amenazan la ya precaria supervivencia del género humano, lo que el primer ministro había propuesto era, ni más ni menos, huir del virus que afectaba a la mayor parte de los habitantes de la capital y que, como lo peor siempre está esperando tras la puerta, tal vez acabase infectando al resto y hasta incluso, quién sabe, a todo el país. No es que él mismo y el gobierno en su conjunto recelaran de ser contaminados por la picadura del insecto subversor, aunque de sobra hemos visto algunos choques personales y ciertas ligerísimas diferencias de opinión, en todo caso incidiendo más sobre los medios que sobre los fines, ya que hasta ahora se ha mantenido inquebrantable la cohesión institucional entre los políticos responsables de la gestión de un país sobre el que, sin decir agua va, ha caído una calamidad nunca vista en la larga y desde siempre dificultosa historia de los pueblos conocidos. Al contrario de lo que ciertamente pensarán y habrán puesto en circulación algunos malintencionados, no se trataba de una fuga cobarde, sino de una jugada estratégica de primer orden, sin paralelo en audacia, cuyos resultados prospectivos casi se podían alcanzar con la mano, como un fruto en el árbol. Ahora sólo faltaba que, para la perfecta coronación de la obra, la energía empleada en la realización del plan estuviera a la altura de la firmeza de los propósitos. En primer lugar, hay que decidir quién saldrá de la ciudad y quién se quedará. Saldrán, claro está, su excelencia el jefe de estado y todo el gobierno hasta el nivel de subsecretarios, acompañados por sus asesores más cercanos, saldrán los diputados de la nación para que no se vea interrumpida la producción legislativa, saldrán las fuerzas del ejército y de la policía, incluyendo la de tráfico, pero el consistorio municipal permanecerá en bloque con su respectivo presidente, permanecerán las corporaciones de bomberos, no se vaya a abrasar la ciudad por algún descuido o acto de sabotaje, también permanecerán los servicios de limpieza urbana para evitar epidemias, y obviamente se garantizarán el abastecimiento de agua y de energía eléctrica, esos bienes esenciales a la vida. En cuanto a la comida, un grupo de especialistas en alimentación, también llamados nutricionistas, fueron encargados de elaborar una lista de menús mínimos que, sin sujetar a la población a una dieta de hambre, le hiciese sentir que un estado de sitio llevado hasta las últimas consecuencias no es lo mismo que unos días de vacaciones en la playa. Además, el gobierno estaba convencido de que las cosas no llegarían tan lejos. No pasarían muchos días antes de que se presentaran en cualquier puesto militar de la salida de la capital los habituales negociadores enarbolando la bandera blanca, la de la rendición incondicional, no la de la insurgencia, que el hecho de que una y otra tengan el mismo color es una coincidencia realmente notable acerca de la cual, por ahora, no nos detendremos a reflexionar, pero más adelante se verá si hay motivos suficientes para que regresemos a ella.
Después de la reunión plenaria del gobierno, de la que suponemos haber hecho suficiente referencia en las últimas páginas del capítulo anterior, el gabinete ministerial restringido, o de crisis, discutió y adoptó un ramillete de decisiones que a su tiempo serán traídas a la luz, si el desarrollo de los sucesos, entre tanto, como creemos haber advertido en otra ocasión, no las acaba convirtiendo en nulidades u obliga a sustituirlas por otras, pues, como conviene tener siempre presente, si es cierto que el hombre pone, dios es quien dispone, y no han sido pocas las ocasiones, nefastas casi todas, en que los dos, de acuerdo, dispusieron juntos. Una de las cuestiones más encendidamente discutidas fue el procedimiento de retirada del gobierno, cuándo y cómo debería realizarse, con discreción o sin ella, con o sin imágenes de televisión, con o sin bandas de música, con guirnaldas en los coches o no, llevando o no la bandera nacional agitándose sobre el guardabarros, y un nunca acabar de pormenores para los que fue necesario recurrir una y muchas veces al protocolo de estado, que jamás, desde la fundación de la nacionalidad, se había visto en semejantes apuros. El plan de retirada que finalmente se aprobó era una obra maestra de acción táctica, que consistía básicamente en una bien estudiada dispersión de los itinerarios para dificultar al máximo las concentraciones de manifestantes acaso movilizados para expresar el disgusto, el descontento o la indignación de la capital por el abandono a que iba a ser sentenciada. Habría un itinerario exclusivo para el jefe de estado, pero también para el primer ministro y para cada uno de los miembros del gabinete ministerial, un total de veintisiete recorridos diferentes, todos bajo la protección del ejército y de la policía, con carros antidisturbios en las encrucijadas y ambulancias al final de las caravanas, por lo que pudiera suceder. El mapa de la ciudad, un enorme panel iluminado sobre el que se trabajó aplicadamente durante cuarenta y ocho horas, con la participación de mandos militares y policiales especializados en rastreos, mostraba una estrella roja de veintisiete brazos, catorce mirando al hemisferio norte, trece apuntando al hemisferio sur, con un ecuador que dividía la capital en dos mitades. Por esos brazos se deberían encaminar los negros automóviles de las entidades oficiales, rodeados de guardaespaldas y walki-talkis, vetustos aparatos todavía usados en este país, pero ya con un presupuesto aprobado para su modernización. Todas las personas que entraban en las diversas fases de la operación, cualquiera que fuera su grado de participación, tuvieron que jurar silencio absoluto, primero con la mano derecha sobre los evangelios, después sobre la constitución encuadernada en cuero azul, rematando el doble compromiso con un juramento de los fuertes, recuperado de la tradición popular, Que el castigo, si a este juramento falto, caiga sobre mi cabeza y sobre la cabeza de mis descendientes, hasta la cuarta generación. Así sellado el sigilo, se marcó la fecha para dos días después. La hora de la salida, simultánea, es decir, la misma para todos, sería las tres de la madrugada, cuando sólo los insomnes graves dan vueltas en la cama y hacen promesas al dios hipnosis, hijo de la noche y hermano gemelo de tánatos, para que les auxilie en la aflicción, derramando sobre sus pesados párpados el suave bálsamo de las adormideras. Durante las horas que todavía faltaban, los espías, de regreso en masa al campo de operaciones, no iban a hacer otra cosa que patearse en todos los sentidos las plazas, avenidas, calles y callejones de la ciudad, oyendo disimuladamente el pulso de la población, sondeando designios apenas ocultos, juntando palabras oídas aquí y allí para intentar percibir si había trascendido alguna de las decisiones tomadas en el consejo de ministros, en particular sobre la inminente retirada del gobierno, porque un espía realmente digno de ese nombre tiene la obligación de cumplir como principio sagrado, como regla de oro, como decreto ley, no fiarse nunca de juramentos, vengan de donde vengan, aunque hayan sido hechos por la propia madre que les dio el ser, y menos todavía cuando en vez de un juramento tuvieron que ser dos, y todavía menos cuando en vez de dos fueron tres. En este caso, sin embargo, no hubo más remedio que reconocer, aunque con cierto sentimiento de frustración profesional, que el secreto oficial había sido bien guardado, convencimiento empírico con el que estuvo de acuerdo el sistema informático central del ministerio del interior, el cual, tras mucho exprimir, filtrar y combinar, barajando y volviendo a barajar los miles de fragmentos de conversaciones captadas, no encontró ni una señal equívoca, ni un indicio sospechoso, la punta mínima de un hilo capaz de traer en el otro extremo, al tirar, cualquier funesta sorpresa. Los mensajes despachados por los servicios secretos al ministerio del interior eran, de modo soberano, tranquilizadores, pero no solamente ésos, también los que la eficiente inteligencia militar, investigando por su cuenta y a espaldas de sus competidores civiles, iba remitiendo a los coroneles de la información y de la psico reunidos en el ministerio de defensa, podrían coincidir con los primeros en esa expresión que la literatura ha convertido en clásica, Nada nuevo en el frente occidental, excepto, claro está, el soldado que acaba de morir. Desde el jefe del estado hasta el último de los asesores no hubo quien no dejara escapar del pecho un suspiro de alivio. Gracias a dios, la retirada iba a hacerse tranquilamente, sin causar excesivos traumas a una población por ventura ya arrepentida, en parte, de un comportamiento sedicioso a todas luces inexplicable, pero que, a pesar de eso, en una muestra de civismo digna de todo encomio que auguraba mejores días, no parecía tener la intención de hostigar, tanto con actos o con palabras, a sus legítimos gobernantes y representantes en este momento de dolorosa, aunque indispensable, separación. Así concluían todos los informes y así sucedió.
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