José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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Bella es la basílica de San Petronio, luminosa, con sus ojivas equilibradas entre el rapto religioso y la medida humana que no quiere abandonar, ni siquiera por el cielo, el suelo donde nació: fuera, la vida bolonesa teje las mallas amables de las seducciones terrestres. Pero, no lejos de allí, en la iglesia de Santa Maria della Vita, está uno de los más dramáticos grupos escultóricos de barro cocido que haya podido ver. Es la Lamentación sobre Cristo muerto, de Níccolo dell’Arca, modelado después de 1485. Estas mujeres que se precipitan hacia el cuerpo tendido aúllan de un dolor muy humano sobre un cadáver que no es Dios: allí nadie espera que la carne resucite.

Pero la ciudad turrita, en este viaje, fue, sobre todo, el descubrimiento de un gran pintor que vivió en el siglo XIV: Vitale da Bologna. Su San Jorge matando al dragón tiene, al mismo tiempo, la simplicidad de la mejor pintura naïf y un movimiento convulsivo, fotográfico, que envuelve las figuras en un torbellino incesante. El pie derecho del caballero, sin estribo en el que se apoye, se asienta en la grupa, en una posición que parece inestable, pero que lo atornilla a la carne del caballo. Y éste, que alza el hocico al cielo, horrorizado, y resiste el empuje de la rienda con que el santo quiere obligarlo a enfrentarse a la fiera, me recuerda al caballo que Picasso pintó en el Guernica: es el mismo horror, el mismo relincho loco.

En otro cuadro, sobre un cojín tojo, Cristo corona a la Virgen. Vitale da Bologna imaginó a dos adolescentes que podrían ser novios o hermanos. La religión está ausente de la gracia de las manos cruzadas de la Virgen, del gesto danzarín de la mano izquierda de Cristo, donde una llaga casi invisible recuerda historias de sangre y agonía.

Fantásticas como un sueño vivido dentro de otro sueño son las Escenas de la vida de San Antonio Abad. Casi indescifrables para quien como yo no sea lector de la Leyenda Dorada o de las Vitae Patrum, estos episodios cuentan, antes que nada, historias de pintura, y en ese terreno están construidos con un saber que no es sólo precioso en los fondos de oro: lo es también en la disposición de los planos, ordenados según una perspectiva múltiple que, en el mismo instante, coloca al observador en todos los puntos de vista posibles. Y la incongruencia es tal que se ve asentar sobre un enladrillado que, al alargarse hacia el interior del cuadro, ignora completamente las leyes de la perspectiva renacentista, el edificio de una cárcel que a esas leyes obedece hasta el absurdo. El efecto (lo digo, evidentemente, sin ningún rigor científico, pero para hacerme entender mejor en estas páginas que sólo la escritura aceptan) es el que en nosotros provocaría, quizá, la representación de una cuarta dimensión y donde ya se imaginase otra dimensión más.

Vuelvo a encontrar a Francesco del Cossa, y también a un tal Marco Zoppo de quien poco más conozco que este San Jerónimo truculento, arrodillado en un paisaje rocoso, pero teniendo al fondo los meandros de un río y, más lejos, colinas que se diluyen en una niebla que en ese tiempo no sería convencional. Algunos hermosos Carracci no apagan un políptico de Giotto o la Virgen en Gloria, de Perugino. Al fondo de una sala, como una señal de que allí ha cesado toda agitación y de que todos los movimientos del cuerpo han de ser graves y meditados, está la Santa Cecilia en éxtasis, de Rafael. Singulares esta actitud mía ante Rafael: estoy, al mismo tiempo, rendido e irritado, a la espera de que empiece a pasar algo que venga a perturbar aquella fría perfección, a la espera de un acuerdo entre el cuadro y yo. Y vuelvo rápidamente al San Jorge convulsivo y dramático de Vitale da Bologna.

Voy dejando las ciudades y diciéndome a mí mismo mientras de ellas me despido: «Aquí debía vivir». Y esto son homenajes. Pero ahora dos tierras se aproximan en las que no me importaría morir: Florencia y Siena. Y este homenaje es mucho mayor.

Carta de Adelina.

Sé que hago mal diciéndote por carta lo que voy a decirte. Pensé hablarte antes de venir aquí, y no tuve valor. Y desde hace ocho días vengo diciéndome a mí misma que hablaré contigo cuando vuelva a Lisboa, pero tampoco tendré valor. No es que yo piense que vas a sufrir. No es que sienta que me costaría más de lo que siempre cuestan estas cosas. Hemos vivido ya mucho los dos, o lo suficiente para que no haya grandes novedades, pero la verdad es que resulta difícil mirar a una persona a la que hemos querido, y decir: «Ahora ya no te quiero». Es esto lo que tenía que decirte. Ya no te quiero. Podía limitarme a estas palabras. Están escritas y me siento muy aliviada. Aún no he echado la carta al correo pero es como si ya la hubieses recibido. No voy a volverme atrás, y por eso, quizá, he resuelto arreglar esto por escrito, por carta, de lejos. Si estuviera junto a ti, tal vez no tuviera valor. Así, tú aún no lo sabes, pero yo sí lo sé ya: ha acabado lo nuestro. ¿Te sorprende esta decisión? No lo creo. Desde hace un tiempo, o quizá desde siempre, te veo huidizo, reservado, encerrado en ti mismo, como si estuvieras en medio de un desierto y quisieras estar en ese desierto. No me quejo. Nunca me empujaste fuera de tu vida, pero aunque yo no sea muy inteligente, las mujeres presentimos y adivinamos. Abrazarte es notar que no estás ahí, y es algo que he soportado durante un tiempo. No soy capaz de soportarlo más. Te ruego que no quedemos como enemigos. No tenemos tampoco por qué quedar como amigos. Tal vez yo aún te quiera, pero no vale la pena. Tal vez aún me quieras, pero no vale la pena. El que no valga la pena es, creo yo, lo peor de todo. Las personas pueden amar y sufrir mucho por eso, pero vale la pena. Ésas deben conservar el amor que tienen, incluso sufriendo más. Nuestro caso es diferente. Tuvimos una relación como muchas, que acaba como merece. Soy yo quien decido, pero sé que también tú deseabas acabar. Pese a todo, estoy triste. Todas las cosas podían ser diferentes de lo que son si no les faltara la diferencia, esa diferencia de las cosas, lo que las distingue. Me doy cuenta de que estoy escribiendo demasiado. Adiós. Adelina. P.S.- Creo que debes seguir escribiendo. Perdona. No tengo derecho a decir esto, dado que tu vida ya no me afecta. Pero ¿me afectó alguna vez?

No siento nada. En ese momento, una pequeña conmoción, un movimiento de despecho, una irritación de macho despedido, y luego un gran alivio y sentimiento confuso que creo que es gratitud o que se le parece. Comprendo que ese sentimiento tiene algo de monstruoso: en verdad, si me pongo a pensar, es como si sólo para gestos así debieran haber nacido las mujeres, para ser ejemplares y descargar a los hombres de los gestos desagradables y de las tareas enfadosas o poco limpias, cuando no puercas. Se ha dicho que las mujeres deben barrer la casa, sonar a los niños, lavar la ropa y los platos, arrancar con un pulgar afectuoso la mierda que queda por descuido en la costura intermedia de los calzoncillos del hombre. Parece que ha sido más o menos así desde el inicio del mundo. Entonces, viene a ser igualmente justo (o por lo menos necesario, que es otra forma de justicia) que sean ellas las que lean los termómetros, o barómetros, o altímetros que miden los afectos y las pasiones, y habiéndolo visto y valorado, hagan sus informes sobre el combustible consumido y la energía producida, para que luego el hombre se acerque a enterarse y poner la rúbrica de capataz en la línea de puntos destinada al efecto, porque a él nada más se le pediría, ni de él más se espera. Es monstruoso, repito, tener sentido de la gratitud, porque esa gratitud es otra vez alivio, prueba del nueve de las continuadas actitudes egoístas del hombre, de una intrínseca cobardía, y también de aquella desfachatez que le permite gloriarse, al menos para sí mismo, y a sí mismo mentirse al hacerla, de que todos los gestos y palabras anteriores habían estado, premeditadamente, encaminadas a forzar al otro (la mujer) a tomar la decisión final. Así, el hombre puede quedarse románticamente melancólico o dramáticamente conmovido (de acuerdo con su personal conveniencia, y el provecho, también a veces sentimental pero orientado en otra dirección, que de ahí puede sacar), declararse víctima de la incomprensión femenina, o bien regresar al punto inicial y decir, como quien no quiere la cosa, que Adelina hizo lo que yo esperaba que hiciese porque a eso la habría encaminado yo sin darse cuenta de las puertas que le abrí y cerré, de la presión en la espalda, leve y afable presión, con que la fui empujando hacia el lugar estratégico de la ruptura.

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