Qué tiempo queda aún, es algo que nadie sabe. Las radios y las televisiones funcionan las veinticuatro horas del día, ya no hay noticiarios a horas fijas, se interrumpen los programas constantemente para leer el último parte, y las informaciones se suceden, estamos a trescientos cincuenta kilómetros de distancia, estamos a trescientos veintisiete, podemos informar que las islas de Santa María y de San Miguel han sido completamente evacuadas, prosigue a ritmo acelerado la evacuación de las restantes, estamos a trescientos doce kilómetros, en la base de Lajes se ha quedado un pequeño grupo de científicos norteamericanos que sólo se retirarán, por vía aérea, claro, en los últimos minutos, para poder asistir desde el aire a la colisión, digamos sólo colisión, sin adjetivos, no fue atendida una petición del gobierno de Portugal para que un científico portugués se integrara en el referido grupo, a título de observador, faltan trescientos cuatro kilómetros, los responsables de los programas recreativos y culturales de la televisión y de la radio discuten lo que deben transmitir, música clásica, dicen unos, atendiendo a la gravedad de la situación, la música clásica es deprimente, argumentan otros, lo mejor sería dar música ligera, canciones francesas de los años treinta, fados portugueses, malagueñas españolas y otras cosas de pandereta, y sevillanas, y mucho rock, y mucho folk, los triunfadores en Eurovisión, pero estas músicas alegres van a sorprender y molestar a quienes viven horas verdaderamente cruciales, responden los clásicos, peor sería tocarles marchas fúnebres, alegan los modernos, y de ahí no se sale, era no era andaba labrando, faltan doscientos ochenta y cinco kilómetros.
La radio de Joaquim Sassa ha sido utilizada con avaricia, quedan unas pilas de reserva, pero conviene ahorrarlas, nadie sabe qué nos reserva el día de mañana, es una frase popular, de esas que se dicen mucho, aquí casi podríamos apostar sobre lo que ese día va a ser, muerte y destrucción, millones de cadáveres, la mitad de la península hundida. Pero los minutos en que la radio está apagada resultan insoportables, el tiempo se va convirtiendo en algo palpable, viscoso, aprieta la garganta, en todo momento parece que se va a sentir el choque aunque todavía estemos lejos, no hay quien aguante una tensión así, Joaquim Sassa pone la radio, Es una casa portuguesa con certeza, es con certeza una casa portuguesa, canta la voz deliciosa de la vida, Dónde vas con mantón de Manila, dónde vas con el rojo clavel, la misma delicia, la vida misma, pero en otra lengua, entonces respiran todos aliviados, están veinte kilómetros más cerca de la muerte, pero eso qué importa, aún la muerte no ha sido anunciada, las Azores no están a la vista, Canta, muchacha, canta.
Están sentados a la sombra de un árbol, han acabado de comer, y son como nómadas en sus maneras y vestidos, en tan poco tiempo tanta transformación, es el resultado de la falta de comodidades, ropa arrugada y sucia, los hombres con barba de días, no los recriminemos, ni a ellas, que en los labios ya usan sólo el color natural, ahora pálidas por los trabajos, tal vez en las últimas horas se pinten y se preparen para recibir dignamente a la muerte, la vida, al acabarse, no merece tanto. María Guavaira está apoyada en el hombro de Joaquim Sassa, le tomó la mano, entre las pestañas asoman dos lágrimas, pero no de miedo por lo que está ocurriendo, fue el amor que así se le subió a los ojos. y José Anaiço acaricia los brazos de Joana Carda, la besa en la frente, después los párpados se cierran, si al menos este momento pudiera venir conmigo allí a donde vaya, no pido más, un momento sólo, éste, no precisamente este de ahora cuando estoy hablando, el otro, el anterior, el que precedió al anterior, aquel que ya apenas se distingue desde aquí, no lo atrapé cuando vivía, ahora es tarde. Pedro Orce se ha levantado y se aleja, su pelo blanco reluce al sol, también él lleva su aura de lumbre fría. El perro lo sigue, con la cabeza baja. Pero no irán muy lejos. Ahora se mantienen juntos tanto cuanto pueden, nadie quiere estar solo cuando llegue la catástrofe. El caballo que, como dicen los sabios, es el único animal que no sabe que ha de morir, se siente feliz, pese a los grandes trabajos por los que pasó en la larguísima caminata. Va mordisqueando su paja, hace estremecer la piel para ahuyentar a los moscardones, barre con las crines de la cola el lomo picazo, y probablemente no sabe que estuvo a punto de acabar sus días en la penumbra de una caballeriza medio en ruinas, entre telas de araña y boñigas, de asma caballuna, bien cierto es que mal de unos es consuelo de otros, aunque haya de ser por tan poco tiempo.
Pasó el día, vino otro y se fue, faltan ciento cincuenta kilómetros. Se nota crecer el miedo como una negra sombra, el pánico es una inundación en busca de los puntos débiles del dique, minando la base de la roca profunda, al fin saltó, y las gentes que hasta entonces se habían mantenido más o menos aquietadas en los lugares donde asentaron arrayales empezaron a desplazarse hacia el este, comprendiendo ahora que estaban demasiado cerca de la costa, sólo a setenta, a ochenta kilómetros, pensaban que las islas iban a desgarrar la tierra hasta allí, a invadirlo todo el mar, el cono del Pico como un fantasma, y quién sabe si, con el choque, no iba a entrar de nuevo el volcán en actividad, Pero no hay ningún volcán en la isla del Pico, nadie escuchaba estas y otras explicaciones. Las carreteras, claro, quedaron atascadas, cada cruce era un nudo imposible de desatar, llegó a hacerse imposible el avance, también el retroceso, todos atrapados en una ratonera, fueron muchos los que, renunciando a los pocos bienes que llevaban, intentaron salvar la vida por el desahogo de los campos. Para dar ejemplo, el gobierno portugués dejó Elvas y se instaló en Évora, y el de España, más cómodamente, se alojó en León, desde allí difundieron comunicados, que el presidente de la República de aquí y el rey de la Monarquía de allí firmaron también, cada cual el suyo, lamentablemente nos habíamos olvidado de decir que el presidente y el rey han acompañado en todos los trances a sus respectivos ejecutivos, cómo explicaríamos ahora si no corrigiéramos la omisión, que uno y otro se ofrecieron para ir al encuentro de las multitudes enloquecidas, y, con los brazos abiertos, ofreciendo la vida al sacrificio por gesto violento o atropello, otra vez Friends, Romans, Countrymen, and so, and so, no, majestad, no, señor presidente, la multitud en pánico, y además ignorante, no lo entendería, hay que ser muy culto y civilizado para ver a un rey o a un presidente con los brazos abiertos, en medio de una carretera, y pararse a preguntarle qué quiere. Pero hubo igualmente quien, en un asomo de cólera, se volvió atrás y gritó, Para poca vida más vale ninguna, acabemos con esto de una vez, y ésos se quedaron a la espera, mirando las serenas montañas en el horizonte, los tonos rosa del alba, el azul profundo de la tarde cálida, la noche estrellada, quizá la última, pero cuando llegue la hora no desviaré de ella mis ojos.
Entonces, sucedió. A unos setenta y cinco kilómetros de distancia del extremo oriental de la isla de Santa María, sin que nada lo hiciera anunciar, sin que se sintiera la menor conmoción, la península empezó a navegar en dirección norte. Durante unos minutos, mientras en todos los institutos geográficos de Europa y de América del Norte los observadores analizaban, incrédulos, los datos recibidos de los satélites y dudaban en hacerlos públicos, millones de aterrorizadas personas en Portugal y España estaban ya libres de la muerte y no lo sabían. Durante esos minutos, trágicamente, hubo quien se metió en peleas con la esperanza de ser muerto y quizá recibió satisfacción, y quien se suicidó por no poder soportar más el miedo. Hubo quien pidió perdón de sus pecados, y quien, por pensar que ya no había tiempo de arrepentirse, le pidió a Dios y al Diablo que le dijeran qué pecados nuevos podría cometer todavía. Hubo mujeres que dieron a luz, deseando que sus hijos nacieran muertos, y otras que supieron que estaban embarazadas de hijos que, creían ellas, nunca iban a nacer. Y cuando el grito universal resonó en todo el mundo, Están salvados, están salvados, hubo quien no lo creyó y siguió llorando el próximo fin, hasta que ya no pudo haber más dudas, lo juraban en todos los tonos los gobiernos, los sabios daban explicaciones, se hablaba de que la salvación tenía como causa una poderosa corriente marítima artificialmente producida, la discusión era grande sobre si habían sido los norteamericanos o los soviéticos.
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