Por los mismos días entró sin anunciarse en las oficinas de El Universal un hombre gigantesco que se quitó la camisa con un gran sentido teatral y se paseó por la redacción para sorprendernos con su espalda y brazos empedrados de cicatrices que parecían de cemento. Emocionado por el asombro que logró infundirnos explicó los estragos de su cuerpo con una voz de estruendo:
– ¡Rasguños de leones!
Era Emilio Razzore, acabado de llegar a Cartagena para preparar la temporada de su famoso circo familiar, uno de los grandes del mundo. Había salido de La Habana la semana anterior en el trasatlántico Euskera, de bandera española, y se lo esperaba el sábado siguiente. Razzore se preciaba de estar en el circo desde antes de nacer, y no había que verlo actuar para descubrir que era domador de fieras grandes. Las llamaba por sus nombres propios como a los miembros de su familia y ellas le correspondían con un trato a la vez entrañable y brutal. Se metía desarmado en las jaulas de los tigres y los leones para darles de comer de su mano. Su oso mimado le había dado un abrazo de amor que lo mantuvo una primavera en el hospital. Sin embargo, la atracción grande no era él ni el tragador de fuego, sino el hombre que se desatornillaba la cabeza y se paseaba con ella bajo el brazo alrededor de la pista. Lo menos olvidable de Emilio Razzore era su modo de ser inquebrantable. Después de mucho escucharlo fascinado durante largas horas, publiqué en El Universal una nota editorial en la que me atreví a escribir que era «el hombre más tremendamente humano que he conocido». No habían sido muchos a mis veintiún años, pero creo que la frase sigue siendo válida. Comíamos en La Cueva con la gente del periódico, y también allí se hizo querer con sus historias de fieras humanizadas por el amor. Una de esas noches, después de mucho pensarlo, me atreví a pedirle que me llevara en su circo, aunque fuera para lavar las jaulas cuando no estuvieran los tigres. Él no me dijo nada, pero me dio la mano en silencio. Yo lo entendí como un santo y seña de circo, y lo di por hecho. El único a quien se lo confesé fue a Salvador Mesa Nicholls, un poeta antioqueño que tenía un amor loco por la carpa, y acababa de llegar a Cartagena como socio local de los Razzore. También él se había ido con un circo cuando tenía mi edad, y me advirtió que quienes ven llorar a los payasos por primera vez quieren irse con ellos, pero al otro día se arrepienten. Sin embargo, no sólo aprobó mi decisión sino que convenció al domador, con la condición de que guardáramos el secreto total para que no se volviera noticia antes de tiempo. La espera del circo, que hasta entonces había sido emocionante, se me volvió irresistible.
El Euskera no llegó en la fecha prevista y había sido imposible comunicarse con él. Al cabo de otra semana establecimos desde el periódico un servicio de radioaficionados para rastrear las condiciones del tiempo en el Caribe, pero no pudimos impedir que empezara a especularse en la prensa y la radio sobre la posibilidad de la noticia espantosa. Mesa Nicholls y yo permanecimos aquellos días intensos con Emilio Razzore sin comer ni dormir en su cuarto del hotel. Lo vimos hundirse, disminuir de volumen y tamaño en la espera interminable, hasta que el corazón nos confirmó a todos que el Euskera no llegaría nunca a ninguna parte, ni se tendría noticia alguna de su destino. El domador permaneció todavía un día encerrado a solas en su cuarto, y al siguiente me visitó en el periódico para decirme que cien años de batallas diarias no podían desaparecer en un día. De modo que se iba a Miami sin un clavo y sin familia, para reconstruir pieza por pieza, y a partir de nada, el circo sumergido. Me impresionó tanto su determinación por encima de la tragedia, que lo acompañé a Barranquilla para despedirlo en el avión de La Florida. Antes de abordar me agradeció la decisión de enrolarme en su circo y me prometió que me mandaría a buscar tan pronto como tuviera algo concreto. Se despidió con un abrazo tan desgarrado que entendí con el alma el amor de sus leones. Nunca más se supo de él.
El avión de Miami salió a las diez de la mañana del mismo día en que apareció mi nota sobre Razzore: el 16 de setiembre de 1948. Me disponía a regresar a Cartagena aquella misma tarde cuando se me ocurrió pasar por El Nacional, un diario vespertino donde escribían Germán Vargas y Álvaro Cepeda, los amigos de mis amigos de Cartagena. La redacción estaba en un edificio carcomido de la ciudad vieja, con un largo salón vacío dividido por una baranda de madera. Al fondo del salón, un hombre joven y rubio, en mangas de camisa, escribía en una máquina cuyas teclas estallaban como petardos en el salón desierto. Me acerqué casi en puntillas, intimidado por los crujidos lúgubres del piso, y esperé en la baranda hasta que se volvió a mirarme, y me dijo en seco, con una voz armoniosa de locutor profesional:
– ¿Qué pasa?
Tenía el cabello corto, los pómulos duros y unos ojos diáfanos e intensos que me parecieron contrariados por la interrupción. Le contesté como pude, letra por letra:
– Soy García Márquez.
Sólo al oír mi propio nombre dicho con semejante convicción caí en la cuenta de que Germán Vargas podía muy bien no saber quién era, aunque en Cartagena me habían dicho que hablaban mucho de mí con los amigos de Barranquilla desde que leyeron mi primer cuento. El Nacional había publicado una nota entusiasta de Germán Vargas, que no tragaba crudo en materia de novedades literarias. Pero el entusiasmo con que me recibió me confirmó que sabía muy bien quién era quién, y que su afecto era más real de lo que me habían dicho. Unas horas después conocí a Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda en la librería Mundo, y nos tomamos los aperitivos en el café Colombia. Don Ramón Vinyes, el sabio catalán que tanto ansiaba y tanto me aterraba conocer, no había ido aquella tarde a la tertulia de las seis. Cuando salimos del café Colombia, con cinco tragos a cuestas, ya teníamos años de ser amigos.
Fue una larga noche de inocencia. Álvaro, chofer genial y más seguro y más prudente cuanto más bebía, cumplió el itinerario de las ocasiones memorables. En Los Almendros, una cantina al aire libre bajo los árboles floridos donde sólo aceptaban a los fanáticos del Deportivo Junior, varios clientes armaron una bronca que estuvo a punto de terminar a trompadas. Traté de calmarlos, hasta que Alfonso me aconsejó no intervenir porque en aquel lugar de doctores del futbol les iba muy mal a los pacifistas. De modo que pasé la noche en una ciudad que para mí no fue la misma de nunca, ni la de mis padres en sus primeros años, ni la de las pobrezas con mi madre, ni la del colegio San José, sino mi primera Barranquilla de adulto en el paraíso de sus burdeles.
El barrio chino eran cuatro manzanas de músicas metálicas que hacían temblar la tierra, pero también tenían recodos domésticos que pasaban muy cerca de la caridad. Había burdeles familiares cuyos patrones, con esposas e hijos, atendían a sus clientes veteranos de acuerdo con las normas de la moral cristiana y la urbanidad de don Manuel Antonio Carreño. Algunos servían de fiadores para que las aprendizas se acostaran a crédito con clientes conocidos. Martina Alvarado, la más antigua, tenía una puerta furtiva y tarifas humanitarias para clérigos arrepentidos. No había consumo trucado, ni cuentas alegres, ni sorpresas venéreas. Las últimas madrazas francesas de la primera guerra mundial, malucas y tristes, se sentaban desde el atardecer en la puerta de sus casas bajo el estigma de los focos rojos, esperando una tercera generación que todavía creyera en sus condones afrodisíacos. Había casas con salones refrigerados para conciliábulos de conspiradores y refugios para alcaldes fugitivos de sus esposas.
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