Cuanto me sucedía en la calle tenía una resonancia enorme en la casa. Las mujeres de la cocina se lo contaban a los forasteros que llegaban en el tren -que a su vez traían otras cosas que contar- y todo junto se incorporaba al torrente de la tradición oral. Algunos hechos se conocían primero por los acordeoneros que los cantaban en las ferias, y que los viajeros recontaban y enriquecían. Sin embargo, el más impresionante de mi infancia me salió al paso un domingo muy temprano, cuando íbamos para la misa, en una frase descaminada de mi abuela:
– El pobre Nicolasito se va a perder la misa de Pentecostés.
Me alegré, porque la misa de los domingos era demasiado larga para mi edad, y los sermones del padre Angarita a quien tanto quise de niño, me parecían soporíferos. Pero fue una ilusión vana, pues el abuelo me llevó casi a rastras hasta el taller del Helga, con mi vestido de pana verde que me habían puesto para la misa, y me apretaba en la entrepierna. Los agentes de guardia reconocieron al abuelo desde lejos y le abrieron la puerta con la fórmula ritual:
– Pase usted, coronel.
Sólo entonces me enteré de que el Belga había aspirado una pócima de cianuro de oro -que compartió con su perro- después de ver Sin novedad en el frente, la película de Lewis Milestone sobre la novela de Erich María Remarque. La intuición popular, que siempre encuentra la verdad hasta donde no es posible, entendió y proclamó que el Belga no había resistido la conmoción de verse a sí mismo revolcándose con su patrulla descuartizada en un pantano de Normandía.
La pequeña sala de recibo estaba en penumbra por las ventanas cerradas, pero la luz temprana del patio iluminaba el dormitorio, donde el alcalde con otros dos agentes esperaban al abuelo. Allí estaba el cadáver cubierto con una manta en un catre de campamento, y las muletas al alcance de la mano, donde el dueño las dejó antes de acostarse a morir. A su lado, sobre un banquillo de madera, estaba la cubeta donde había vaporizado el cianuro y un papel con letras grandes dibujadas a pincel: «No culpen a ninguno, me mato por majadero». Los trámites legales y los pormenores del entierro, resueltos deprisa por el abuelo, no duraron más de diez minutos. Para mí, sin embargo, fueron los diez minutos más impresionantes que habría de recordar en mi vida.
Lo primero que me estremeció desde la entrada fue el olor del dormitorio. Sólo mucho después vine a saber que era el olor de las almendras amargas del cianuro que el Belga había inhalado para morir. Pero ni ésa ni ninguna otra impresión habría de ser más intensa y perdurable que la visión del cadáver cuando el alcalde apartó la manta para mostrárselo al abuelo. Estaba desnudo, tieso y retorcido, con el pellejo áspero cubierto de pelos amarillos, y los ojos de aguas mansas que nos miraban como si estuvieran vivos. Ese pavor de ser visto desde la muerte me estremeció durante años cada vez que pasaba junto a las tumbas sin cruces de los suicidas enterrados fuera del cementerio por disposición de la Iglesia. Sin embargo, lo que más volvió a mi memoria con su carga de horror a la vista del cadáver fue el tedio de las noches en su casa. Tal vez por eso le dije a mi abuelo cuando abandonamos la casa:
– El Belga ya no volverá a jugar ajedrez.
Fue una idea fácil, pero mi abuelo la contó en familia como una ocurrencia genial. Las mujeres la divulgaban con tanto entusiasmo que durante algún tiempo huía de las visitas por el temor de que lo contaran delante de mí o me obligaran a repetirlo. Esto me reveló, además, una condición de los adultos que había de serme muy útil como escritor: cada quien lo contaba con detalles nuevos, añadidos por su cuenta, hasta el punto de que las diversas versiones terminaban por ser distintas de la original. Nadie se imagina la compasión que siento desde entonces por los pobres niños declarados genios por sus padres, que los hacen cantar en las visitas, imitar voces de pájaros e incluso mentir por divertir. Hoy me doy cuenta, sin embargo, de que aquella frase tan simple fue mi primer éxito literario.
Esa era mi vida en 1932, cuando se anunció que las tropas del Perú, bajo el régimen militar del general Luis Miguel Sánchez Cerro, se habían tomado la desguarnecida población de Leticia, a orillas del río Amazonas, en el extremo sur de Colombia. La noticia retumbó en el ámbito del país. El gobierno decretó la movilización nacional y una colecta pública para recoger de casa en casa las joyas familiares de más valor. El patriotismo exacerbado por el ataque artero de las tropas peruanas provocó una respuesta popular sin precedentes. Los recaudadores no se daban abasto para recibir los tributos voluntarios casa por casa, sobre todo los anillos matrimoniales, tan estimados por su precio real como por su valor simbólico.
Para mi, en cambio, fue una de las épocas mas felices por lo que tuvo de desorden. Se rompió el rigor estéril de las escuelas y fue sustituido en las calles y en las casas por la creatividad popular. Se formó un batallón cívico con lo más granado de la juventud sin distinciones de razas ni colores, se crearon las brigadas femeninas de la Cruz Roja, se improvisaron himnos de guerra a muerte contra el malvado agresor, y un grito unánime retumbó en el ámbito de la patria «iViva Colombia, abajo el Perú!»
Nunca supe en qué termino aquella gesta por que al cabo de un cierto tiempo se aplacaron los ánimos sin explicaciones bastantes. La paz se consolidó con la muerte del general Sánchez Cerro a manos de algún opositor de su reinado sangriento, y el grito de guerra se volvió de rutina para celebrar las victorias del futbol escolar. Pero mis padres, que habían contribuido para la guerra con sus anillos de boda, no se restablecieron nunca de su candor.
Hasta donde recuerdo, mi vocación por la música se reveló en esos años por la fascinación que me causaban los acordeoneros con sus canciones de caminantes. Algunas las sabía de memoria, como las que cantaban a escondidas las mujeres de la cocina porque mi abuela las consideraba canciones de la guacherna. Sin embargo mi urgencia de cantar para sentirme vivo me la infundieron los tangos de Carlos Gardel, que contagiaron a medio mundo. Me hacia vestir como él, con sombrero de fieltro y bufanda de seda, y no necesitaba demasiadas súplicas para que soltara un tango a todo pecho. Hasta la mala mañana en que mi tía Mama me despertó con la noticia de que Gardel había muerto en el choque de dos aviones en Medellín. Meses antes yo había cantado «Cuesta abajo'' en una velada de beneficiencia, acompañado por las hermanas Echeverri, bogotanas puras, que eran maestras de maestros y alma de cuanta velada de beneficiencia y conmemoración patriotica se celebraba en Cataca. Y canté con tanto carácter que mi madre no se atrevió a contrariarme cuando le dije que quería aprender el piano en vez del acordeón repudiado por la abuela.
Aquella misma noche me llevó con las señoritas Echeverri para que me enseñaran. Mientras ellas conversaban yo miraba el piano desde el otro extremo de la sala con una devoción de perro sin dueño, calculaba si mis piernas llegarían a los pedales, y dudaba de que mi pulgar y mi meñique alcanzaran para los intervalos desorbitados o si sería capaz de descifrar los jeroglíficos del pentagrama. Fue una visita de bellas esperanzas durante dos horas. Pero inútil pues las maestras nos dijeron al final que el piano estaba fuera de servicio y no sabrían hasta cuándo. La idea quedo aplazada hasta que regresara el afinador del año, pero no se volvió a hablar de ella hasta media vida después, cuando le recordé a mi madre en una charla casual el dolor que sentí por no aprender el piano. Ella suspiro:
– Y lo peor -dijo- es que no estaba dañado.
Entonces supe que se había puesto de acuerdo con las maestras en el pretexto del piano dañado para evitarme la tortura que ella había padecido durante cinco años de ejercicios bobalicones en el colegio de la Presentación. El consuelo fue que en Cataca habían abierto por esos años la escuela montessoriana, cuyas maestras estimulaban los cinco sentidos mediante ejercicios prácticos y enseñaban a cantar. Con el talento y la belleza de la directora Rosa Elena Fergusson estudiar era algo tan maravilloso como jugar a estar vivos. Aprendí a apreciar el olfato, cuyo poder de evocaciones nostálgicas es arrasador. El paladar, que afiné hasta el punto de que he probado bebidas que saben a ventana, panes viejos que saben a baúl, infusiones que saben a misa. En teoría es difícil entender estos placeres subjetivos, pero quienes los hayan vivido los comprenderán de inmediato.
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