Mi primer paso en la vida real fue el descubrimiento del futbol en medio de la calle o en algunas huertas vecinas. Mi maestro era Luis Carmelo Correa, que nació con un instinto propio para los deportes y un talento congénito para las matemáticas. Yo era cinco meses mayor, pero él se burlaba de mí porque crecía más, y más rápido que yo. Empezamos a jugar con pelotas de trapo y alcancé a ser un buen portero, pero cuando pasamos al balón de reglamento sufrí un golpe en el estómago con un tiro suyo tan potente, que hasta allí me llegaron las ínfulas. Las veces en que nos hemos encontrado de adultos he comprobado con una gran alegría que seguimos tratándonos como cuando éramos niños. Sin embargo, mi recuerdo más impresionante de esa época fue el paso fugaz del superintendente de la compañía bananera en un suntuoso automóvil descubierto, junto a una mujer de largos cabellos dorados, sueltos al viento, y con un pastor alemán sentado como un rey en el asiento de honor. Eran apariciones instantáneas de un mundo remoto e inverosímil que nos estaba vedado a los mortales.
Empecé a ayudar la misa sin demasiada credulidad, pero con un rigor que tal vez me lo abonen como un ingrediente esencial de la fe. Debió ser por esas buenas virtudes que me llevaron a los seis años con el padre Angarita para iniciarme en los misterios de la primera comunión. Me cambió la vida. Empezaron a tratarme como a un adulto, y el sacristán mayor me enseñó a ayudar la misa. Mi único problema fue que no pude entender en qué momento debía tocar la campana, y la tocaba cuando se me ocurría por pura y simple inspiración. A la tercera vez, el padre se volvió hacia mí y me ordenó de un modo áspero que no la tocara más. La parte buena del oficio era cuando el otro monaguillo, el sacristán y yo nos quedábamos solos para poner orden en la sacristía y nos comíamos las hostias sobrantes con un vaso de vino.
La víspera de la primera comunión el padre me confesó sin preámbulos, sentado como un Papa de verdad en la poltrona tronal, y yo arrodillado frente a él en un cojín de peluche. Mi conciencia del bien y del mal era bastante simple, pero el padre me asistió con un diccionario de pecados para que yo contestara cuáles había cometido y cuáles no. Creo que contesté bien hasta que me preguntó si no había hecho cosas inmundas con animales. Tenía la noción confusa de que algunos mayores cometían con las burras algún pecado que nunca había entendido, pero sólo aquella noche aprendí que también era posible con las gallinas. De ese modo, mi primer paso para la primera comunión fue otro tranco grande en la pérdida de la inocencia, y no encontré ningún estímulo para seguir de monaguillo.
Mi prueba de fuego fue cuando mis padres se mudaron para Cataca con Luis Enrique y Aída, mis otros dos hermanos. Margot, que apenas se acordaba de papá, le tenía terror. Yo también, pero conmigo fue siempre más cauteloso. Sólo una vez se quitó el cinturón para azotarme, y yo me paré en posición de firmes, me mordí los labios y lo miré a los ojos dispuesto a soportar lo que fuera para no llorar. El bajó el brazo, y empezó a ponerse el cinturón mientras me recriminaba entre dientes por lo que había hecho. En nuestras largas conversaciones de adultos me confesó que le dolía mucho azotarnos, pero que tal vez lo hacía por el terror de que saliéramos torcidos. En sus buenos momentos era divertido. Le encantaba contar chistes en la mesa, y algunos muy buenos, pero los repetía tanto que un día Luis Enrique se levantó y dijo:
Me avisan cuando acaben de reírse.
Sin embargo, la azotaina histórica fue la noche en que no apareció en la casa de los padres ni en la de los abuelos, y lo buscaron en medio pueblo hasta que lo encontraron en el cine. Celso Daza, el vendedor de refrescos, le había servido uno de zapote a las ocho de la noche y él había desaparecido sin pagar y con el vaso. La fritanguera le vendió una empanada y lo vio poco después conversando con el portero del cine, que lo dejó entrar gratis porque le había dicho que su papá lo esperaba dentro. La película era Drácula, con Carlos Villanas, Lupita Tovar, dirigida por George Melford. Durante años me contó Luis Enrique su terror en el instante en que encendieron las luces del teatro cuando el conde Drácula iba a hincar sus colmillos de vampiro en el cuello de la bella. Estaba en el sitio más escondido que encontró libre en la galería, y desde allí vio a papá y al abuelo buscando fila por fila en las lunetas, con el dueño del cine y dos agentes de la policía. Estaban a punto de rendirse cuando Papalelo lo descubrió en la última fila del gallinero y lo señaló con el bastón:
– iAhí está!
Papá lo sacó agarrado por el pelo, y la cueriza que le dio en la casa quedó como un escarmiento legendario en la historia de la familia. Mi terror y admiración por aquel acto de independencia de mi hermano me quedaron vivos para siempre en la memoria. Pero él parecía sobrevivir a todo cada vez más heroico. Sin embargo, hoy me intriga que su rebeldía no se manifestaba en las raras épocas en que papá no estuvo en la casa. Me refugié más que nunca en la sombra del abuelo. Siempre estábamos juntos, durante las mañanas en la platería o en su oficina de administrador de hacienda, donde me asignó un oficio feliz: dibujar los hierros de las vacas que se iban a sacrificar, y lo tomaba con tanta seriedad que me cedía el puesto en el escritorio. A la hora del almuerzo, con todos los invitados, nos sentábamos siempre en la cabecera, él con su jarro grande de aluminio para el agua helada y yo con una cuchara de plata que me servía para todo. Llamaba la atención que si quería un pedazo de hielo metía la mano en el jarro para cogerlo, y en el agua quedaba una nata de grasa. Mi abuelo me defendía: «El tiene todos los derechos».
A las once íbamos a la llegada del tren, pues su hijo Juan de Dios, que seguía viviendo en Santa Marta, le mandaba una carta cada día con el conductor de turno, que cobraba cinco centavos. El abuelo la contestaba por otros cinco centavos en el tren de regreso. En la tarde. cuando bajaba el sol, me llevaba de la mano a hacer sus diligencias personales, íbamos a la peluquería -que era el cuarto de hora más largo de la infancia-; a ver los cohetes de las fiestas patrias -que me aterrorizaban-; a las procesiones de la Semana Santa -con el Cristo muerto que desde siempre creí de carne y hueso-. Yo usaba entonces una cachucha a cuadros escoceses, igual a una del abuelo, que Mina me había comprado para que me pareciera más a él. Tan bien lo logró que el tío Quinte nos veía como una sola persona con dos edades distintas.
A cualquier hora del día el abuelo me llevaba de compras al comisariato suculento de la compañía bananera. Allí conocí los pargos, y por primera vez puse la mano sobre el hielo y me estremeció el descubrimiento de que era frío. Era feliz comiendo lo que se me antojaba, pero me aburrían las partidas de ajedrez con el Belga y las conversaciones políticas. Ahora me doy cuenta, sin embargo, de que en aquellos largos paseos veíamos dos mundos distintos. Mi abuelo veía el suyo en su horizonte, y yo veía el mío a la altura de mis ojos. El saludaba a sus amigos en los balcones y yo anhelaba los juguetes de los cacharreros expuestos en los andenes.
A la prima noche nos demorábamos en el fragor universal de Las Cuatro Esquinas, él conversando con don Antonio Daconte, que lo recibía de pie en la puerta de su tienda abigarrada, y yo asombrado con las novedades del mundo entero. Me enloquecían los magos de feria que sacaban conejos de los sombreros, los tragadores de candela, los ventrílocuos que hacían hablar a los animales, los acordeoneros que cantaban a gritos las cosas que sucedían en la Provincia. Hoy me doy cuenta de que uno de ellos, muy viejo y con una barba blanca, podía ser el legendario Francisco el Hombre.
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