Gabriel Márquez - El Amor En Los Tiempos Del Cólera

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El Amor En Los Tiempos Del Cólera: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de más de sesenta años, podría parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que García Márquez se complace en utilizar los más clásicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del trópico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasión llega al puerto oscilante del final feliz.

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Una noche que interrumpió la lectura más temprano que de costumbre, se dirigía distraído a los retretes cuando una puerta se abrió a su paso en el comedor desierto, y una mano de halcón lo agarró por la manga de la camisa y lo encerró en un camarote. Apenas si alcanzó a sentir el cuerpo sin edad de una mujer desnuda en las tinieblas, empapada en un sudor caliente y con la respiración desaforada, que lo empujó boca arriba en la litera, le abrió la hebilla del cinturón, le soltó los botones y se descuartizó a sí misma acaballada encima de él, y lo despojó sin gloria de la virginidad, Ambos cayeron agonizando en el vacío de un abismo sin fondo oloroso a marisma de camarones. Ella yació después un instante sobre él, resollando sin aire, y dejó de existir en la oscuridad.

– Ahora, váyase y olvídelo -le dijo-. Esto no sucedió nunca.

El asalto había sido tan rápido y triunfal que no podía entenderse como una locura súbita del tedio, sino como el fruto de un plan elaborado con todo su tiempo y hasta en sus pormenores minuciosos. Esta certidumbre halagadora aumentó la ansiedad de Florentino Ariza, que en la cúspide del gozo había sentido una revelación que no podía creer, que inclusive se negaba a admitir, y era que el amor ilusorio de Fermina Daza podía ser sustituido por una pasión terrenal. Fue así como se empeñó en descubrir la identidad de la violadora maestra en cuyo instinto de pantera encontraría quizás el remedio para su desventura. Pero no lo consiguió. Al contrario, cuanto más profundizaba en el escrutinio más lejos se sentía de la verdad.

El asalto había sido en el último camarote, pero éste estaba comunicado con el penúltimo por una puerta intermedia, de modo que los dos se convertían en un dormitorio familiar con cuatro literas. Allí viajaban dos mujeres jóvenes, otra bastante mayor pero de muy buen ver, y un niño de pocos meses. Se habían embarcado en Barranco de Loba, el puerto donde se recogía la carga y el pasaje de la ciudad de Mompox desde que ésta quedó al margen de los itinerarios de vapores por las veleidades del río, y Florentino Ariza se había fijado en ellas sólo porque llevaban al niño dormido dentro de una gran jaula de pájaros.

Viajaban vestidas como en los transatlánticos de moda, con polisones bajo las faldas de seda, con golas de encaje y sombreros de alas grandes adornadas con flores de crinolina, y las dos menores se cambiaban el atuendo completo varias veces al día, de modo que parecían llevar consigo su propio ámbito primaveral, mientras los otros pasajeros se ahogaban de calor. Las tres eran diestras en el manejo de las sombrillas y los abanicos de plumas, pero con los propósitos indescifrables de las momposinas de la época. Florentino Ariza no logró precisar siquiera la relación entre ellas, aunque sin duda eran de una misma familia. Al principio pensó que la mayor podía ser la madre de las otras, pero luego cayó en la cuenta de que no tenía bastante edad para serlo, y además guardaba un medio luto que las otras no compartían. No concebía que una de ellas se hubiera atrevido a hacer lo que hizo mientras las otras durmieran en las literas contiguas, y la única suposición razonable era que aprovechara un momento casual, o quizás concertado, en que se quedó sola en el camarote. Comprobó que a veces salían dos a tomar el fresco hasta muy tarde mientras la tercera se quedaba cuidando al niño, pero una noche de más calor salieron las tres juntas con el niño dormido en la jaula de mimbre cubierta con un toldo de gasa.

A pesar de aquel embrollo de indicios, Florentino Ariza se apresuró a descartar la posibilidad de que la mayor de las tres fuera la autora del asalto, y en seguida absolvió también a la menor, que era la más bella y atrevida. Lo hizo sin razones válidas, sólo porque la vigilancia ansiosa de las tres lo había inducido a dar por cierto su deseo entrañable de que la amante instantánea fuera la madre del niño enjaulado. Tanto lo sedujo esa suposición, que empezó a pensar en ella con más intensidad que en Fermina Daza, sin importarle la evidencia de que aquella madre reciente sólo vivía para el niño. No tenía más de veinticinco años, y era esbelta y dorada, con unos párpados portugueses que la hacían más distante, y a cualquier hombre le hubiera bastado con sólo las migajas de la ternura que ella le prodigaba al hijo. Desde el desayuno hasta la hora de acostarse se ocupaba de él en el salón, mientras las otras jugaban damas chinas, y cuando lograba dormirlo colgaba del techo la jaula de mimbre en el lado más fresco del barandal. Pero ni aun cuando estaba dormido se desentendía de él, sino que mecía la jaula cantando entre dientes canciones de novia, mientras sus pensamientos volaban por encima de las penurias del viaje. Florentino Ariza se aferró a la ilusión de que tarde o temprano sería delatada aunque fuera por un gesto. Vigilaba hasta los cambios de su respiración en el ritmo del relicario que llevaba colgado sobre la blusa de batista, mirándola sin disimulos por encima del libro que fingía leer, e incurrió en la impertinencia calculada de cambiar de sitio en el comedor para quedar frente a ella. Pero no consiguió ni un indicio ínfimo de que fuera en realidad la depositaria de la otra mitad de su secreto. Lo único que le quedó de ella, porque su compañera menor la llamó, fue el nombre sin apellido: Rosalba.

Al octavo día el buque navegó a duras penas por un estrecho turbulento encajonado entre cantiles de mármol, y después del almuerzo amarró en Puerto Nare. Allí debían quedarse los pasajeros que seguirían el viaje hacia el interior de la provincia de Antioquia, una de las más afectadas por la nueva guerra civil. El puerto estaba formado por media docena de chozas de palma y una bodega de madera con techo de cinc, y estaba protegido por varias patrullas de soldados descalzos y mal armados, porque se tenían noticias de un plan de los insurrectos para saquear los buques. Detrás de las casas se alzaba hasta el cielo un promontorio de montañas agrestes con una cornisa de herradura tallada a la orilla del precipicio. Nadie durmió tranquilo a bordo, pero el ataque no se produjo durante la noche, y el puerto amaneció transformado en una feria dominical, con indios que vendían amuletos de tagua y bebedizos de amor, en medio de las recuas preparadas para emprender el ascenso de seis días hasta las selvas de orquídeas de la cordillera central.

Florentino Ariza se había entretenido viendo el descargue del buque a lomo de negro, había visto bajar los guacales de loza china, los pianos de cola para las solteras de Envigado, y sólo advirtió demasiado tarde que entre los pasajeros que se quedaban estaba el grupo de Rosalba. Las vio cuando ya iban montadas de medio lado, con botas de amazonas y sombrillas de colores ecuatoriales, y entonces dio el paso que no se había atrevido a dar en los días anteriores: le hizo a Rosalba un adiós con la mano, y las tres le contestaron del mismo modo, con una familiaridad que le dolió en las entrañas por su audacia tardía. Las vio dar la vuelta por detrás de la bodega, seguidas por las mulas cargadas con los baúles, las cajas de sombreros y la jaula del niño, y poco después las vio trepando como una fila de hormiguitas arrieras al borde del abismo, y desaparecieron de su vida. Entonces se sintió solo en el mundo, y el recuerdo de Fermina Daza, que había permanecido al acecho en los últimos días, le asestó el zarpazo mortal.

Sabía que iba a casarse el sábado siguiente, en una boda de estruendo, y el ser que más la amaba y había de amarla hasta siempre no tendría ni siquiera el derecho de morirse por ella. Los celos, hasta entonces ahogados en llanto, se hicieron dueños de su alma. Rogaba a Dios que la centella de la justicia divina fulminara a Fermina Daza cuando se dispusiera a jurar amor y obediencia a un hombre que sólo la quería para esposa como un adorno social, y se extasiaba en la visión de la novia, suya o de nadie, tendida bocarriba sobre las losas de la catedral con los azahares nevados por el rocío de la muerte, y el torrente de espuma del velo sobre los mármoles funerarios de catorce obispos sepultados frente al altar mayor. Sin embargo, una vez consumada la venganza, se arrepentía de su propia maldad, y entonces veía a Fermina Daza levantándose con el aliento intacto, ajena pero viva, porque no le era posible imaginarse el mundo sin ella. No volvió a dormir, y si a veces se sentaba a picar cualquier cosa era por la ilusión de que Fermina Daza estuviera en la mesa, o al contrario, para negarle el homenaje de ayunar por ella. A veces se consolaba con la certidumbre de que en la embriaguez de la fiesta de bodas, y aun en las noches febriles de la luna de miel, Fermina Daza había de padecer un instante, uno al menos, pero uno de todos modos, en que se alzara en su conciencia el fantasma del novio burlado, humillado, escupido, y le echara a perder la felicidad.

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