Gabriel Márquez - El Amor En Los Tiempos Del Cólera

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El Amor En Los Tiempos Del Cólera: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de más de sesenta años, podría parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que García Márquez se complace en utilizar los más clásicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del trópico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasión llega al puerto oscilante del final feliz.

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– No fui yo -dijo él-. Fue el anís.

Lorenzo Daza lo acompañó hasta el coche tratando de que recibiera el peso oro de la segunda visita, pero él no lo aceptó. Dio instrucciones correctas al cochero para que lo llevara a casa de los dos enfermos que le faltaba por ver, y subió en el coche sin ayuda. Pero empezó a sentirse mal con los saltos en las calles empedradas, así que le ordenó al cochero cambiar de rumbo. Se miró por un instante en el espejo del coche y vio que también su imagen seguía pensando en Fermina Daza. Se encogió de hombros. Por último soltó un eructo arenoso, inclinó la cabeza contra el pecho y se quedó dormido, y en el sueño empezó a oír las campanas del duelo. Oyó primero las de la catedral, y después las de todas las iglesias, una tras otra~ hasta los tiestos rotos de San Julián el Hospitalario.

– Mierda -murmuró dormido-, se murieron los muertos.

Su madre y sus hermanas estaban cenando café con leche y almojábanas en la mesa de ceremonias del comedor grande, cuando lo vieron aparecer en la puerta con el rostro transido y todo él deshonrado por el perfume de putas de los cuervos. La campana mayor de la catedral contigua resonaba en el estanque inmenso de la casa. Su madre le preguntó alarmada dónde se había metido, pues lo habían buscado por todas partes para que atendiera al general Ignacio María, último nieto del Marqués de jaraíz de la Vera, que había sido demolido esa tarde por una congestión cerebral: era por él por quien doblaban las campanas. El doctor Juvenal Urbino escuchó a su madre sin oírla, agarrado del marco de la puerta, y después dio media vuelta tratando de llegar a su dormitorio, pero se fue de bruces en una explosión de vómitos de anís estrellado.

– María Santísima -gritó su madre-. Algo muy raro debe haber sucedido para que te presentes a tu casa en ese estado.

Lo más raro, sin embargo, no había sucedido todavía. Aprovechando la visita del conocido pianista Romeo Lussich, quien tocó un ciclo de sonatas de Mozart tan pronto como la ciudad se repuso del duelo del general Ignacio María, el doctor Juvenal Urbino hizo subir el piano de la Escuela de Música en una carreta de mulas, y le llevó a Fermina Daza una serenata que hizo época. Ella despertó con los primeros compases, y no tuvo que asomarse por los encajes del balcón para saber quién era el promotor de aquel homenaje insólito. Lo único que lamentó fue no tener el coraje de otras doncellas resabiadas que habían vaciado el retrete portátil sobre la cabeza del pretendiente indeseable. Lorenzo Daza, en cambio, se vistió de prisa en el transcurso de la serenata, y al final hizo entrar en la sala de visitas al doctor Juvenal Urbino y al pianista, todavía ataviados con la ropa de etiqueta del concierto, y les agradeció la serenata con una copa de buen brandy.

Fermina Daza se dio cuenta muy pronto de que su padre estaba tratando de ablandarle el corazón. Al día siguiente de la serenata le había dicho de un modo casual: “Imagínate cómo se sentiría tu madre si supiera que eres requerida por un Urbino de la Calle”. Ella replicó en seco: “Se volvería a morir dentro del cajón”. Las amigas que pintaban con ella le contaron que Lorenzo Daza había sido invitado a almorzar en el Club Social por el doctor Juvenal Urbino, y que éste había sido objeto de una notificación severa por contrariar normas del reglamento. Sólo entonces se enteró también de que su padre había solicitado varias veces su ingreso al Club Social, y en todas había sido rechazado con una cantidad de bolas negras que no hacían posible una nueva tentativa. Pero Lorenzo Daza asimilaba las humillaciones con un hígado de buen cubero, y seguía haciendo suertes de ingenio para encontrarse por casualidad con Juvenal Urbino, sin darse cuenta de que era Juvenal Urbino quien hacía más que lo posible por dejarse encontrar. A veces pasaban horas conversando en la oficina, y la casa permanecía mientras tanto como suspendida al margen del tiempo, porque Fermina Daza no permitía que nada siguiera su curso en la vida mientras él no se fuera. El Café de la Parroquia fue un buen puerto intermedio. Fue allí donde Lorenzo Daza le enseñó a Juvenal Urbino las lecciones primarias del ajedrez, y él fue un alumno tan aplicado que el ajedrez se convirtió en una adicción incurable que lo atormentó hasta el día de su muerte.

Una noche, poco después de la serenata de piano solo, Lorenzo Daza encontró una carta con el sobre lacrado en el zaguán de su casa, dirigido a su hija, y con el monograma de J. U. C. impreso en el lacre. Lo deslizó por debajo de la puerta al pasar frente al dormitorio de Fermina, y ella no pudo entender cómo había llegado hasta allí, pues le parecía inconcebible que su padre hubiera cambiado tanto como para llevarle una carta de un pretendiente. La dejó sobre la mesa de noche, sin saber de veras qué hacer con ella, y allí permaneció cerrada durante varios días, hasta una tarde de lluvias en que Fermina Daza soñó que Juvenal Urbino había vuelto a la casa para regalarle la espátula con que le había examinado la garganta. La espátula del sueño no era de aluminio sino de un metal apetitoso que ella había saboreado con deleite en otros sueños, de modo que la quebró en dos partes desiguales y le dio a él la más pequeña.

Al despertar abrió la carta. Era breve y pulcra, y lo único que Juvenal Urbino le suplicaba era que le permitiera pedirle a su padre el permiso para visitarla. La impresionó su sencillez y su seriedad, y la rabia cultivada con tanto amor durante tantos días se apaciguó de pronto. Guardó la carta en un cofre fuera de servicio en el fondo del baúl, pero recordó que era allí donde había guardado también las cartas perfumadas de Florentino Ariza, y la sacó del cofre para cambiarla de lugar, estremecida por una ráfaga de vergüenza. Entonces le pareció que lo más decente era darla por no recibida, y la quemó en la lámpara, viendo cómo las gotas de lacre reventaban en burbujas azules sobre la llama. Suspiró: “Pobre hombre”. De pronto cayó en la cuenta de que era la segunda vez que lo decía en poco más de un año, y por un instante pensó en Florentino Ariza, y ella misma se sorprendió de cuán lejos estaba de su vida: pobre hombre.

En octubre, con las últimas lluvias, llegaron tres cartas más, acompañada la primera por una cajita de pastillas de violetas de la Abadía de Flavigny. Dos las había entregado en el portón de la casa el cochero del doctor Juvenal Urbino, y éste había saludado a Gala Placidia desde la ventana del coche, primero para que no hubiera duda de que las cartas eran suyas, y segundo para que nadie pudiera decirle que no habían sido recibidas. Además, ambas estaban selladas con el monograma de lacre, y escritas con los garabatos crípticos que ya Fermina Daza conocía: letra de médico. Ambas decían en sustancia lo mismo que la primera, y estaban concebidas con el mismo espíritu de sumisión, pero en el fondo de su decencia empezaba a vislumbrarse una ansiedad que nunca fue evidente en las cartas de parsimonia de Florentino Ariza. Fermina Daza las leyó tan pronto como fueron entregadas, con dos semanas de diferencia, y sin explicárselo a sí misma cambió de parecer cuando estaba a punto de echarlas al fuego. Sin embargo, nunca pensó en contestarlas.

La tercera carta de octubre había sido deslizada por debajo del portón, y en todo era distinta de las anteriores. La escritura era tan pueril, que sin duda había sido hecha con la mano izquierda, pero Fermina Daza no cayó en la cuenta de eso sino cuando el texto mismo se reveló como un anónimo infame. Quien lo había escrito daba por hecho que Fermina Daza había encantado con sus filtros al doctor Juvenal Urbino, y de esa suposición sacaba conclusiones siniestras. Terminaba con una amenaza: si Fermina Daza no renunciaba a su pretensión de alzarse con el hombre más codiciado de la ciudad, sería expuesta a la vergüenza pública.

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