Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro

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´Era, en efecto, el automóvil de Maruja. Había transcurrido por lo menos media hora desde el secuestro, y sólo quedaban los rastros: el cristal del lado del chofer destruido por un balazo, la mancha de sangre y el granizo de vidrio en el asiento, y la sombra húmeda en el asfalto, de donde acababan de llevarse al chofer todavía con vida. El resto estaba limpio y en orden´.
Gabriel García Márquez

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La vida cotidiana regresó al viejo estilo de mantener las armas listas para disparar si las órdenes no se cumplían de inmediato. Barrabás no le hablaba a Maruja sin apuntarle a la cabeza con la ametralladora. Ella, como siempre, lo plantó con la amenaza de acusarlo con sus jefes.

– No es verdad que me voy a morir sólo porque a usted se b fue una bala -le dijo-. Estése quieto o me quejo.

Esa vez no le sirvió el recurso. Parecía claro, sin embargo, que el desorden no era intimidatorio ni calculado, sino que el sistema mismo estaba carcomido desde, dentro por una desmoralización de fondo. Hasta los pleitos entre el mayordomo y Damaris, frecuentes y de colores folclóricos, se volvieron temibles. Él llegaba de la calle a cualquier hora -si llegaba- casi siempre embrutecido por la borrachera, y tenía que enfrentarse a las andanadas obscenas de la mujer. Los alaridos de ambos, y el llanto de las niñas despertadas a cualquier hora, alborotaban la casa. Los guardianes se burlaban de ellos con imitaciones teatrales que magnificaban el escándalo. Resultaba inconcebible que en medio de la barahúnda no hubiera acudido nadie aunque fuera por curiosidad.

El mayordomo y su mujer se desahogaban por separado con Maruja. Damaris, a causa de unos celos justificados que no le daban un instante de paz. El, tratando de ingeniarse una manera de calmar a la mujer sin renunciar a sus perrerías. Pero los buenos oficios de Maruja no perduraban más allá de la siguiente escapada del mayordomo. En uno de los tantos pleitos, Damaris le cruzó la cara al marido con unos arañazos de gata, cuyas cicatrices tardaron en desaparecer. Él le dio una trompada que la sacó por la ventana. No la mató de milagro, porque ella alcanzó a agarrarse a última hora y quedó colgada del balcón del patio. Fue el final. Damaris hizo maletas y se fue con las niñas para Medellín. La casa quedó en manos del mayordomo solo, que a veces no aparecía hasta el anochecer cargado de yogur y bolsas de papas fritas. Muy de vez en cuando llevó un pollo. Cansados de esperar, los guardianes saqueaban la cocina. De regreso al cuarto le llevaban a Maruja alguna galleta sobrante con salchichas crudas. El aburrimiento los volvió más susceptibles y peligrosos. Despotricaban contra sus padres, contra la policía, contra la sociedad entera. Contaban sus crímenes inútiles y sus sacrilegios deliberados para probarse la inexistencia de Dios, y llegaron a extremos dementes en los relatos de sus proezas sexuales. Uno de ellos hacía descripciones de las aberraciones a que sometió a una de sus amantes en venganza de sus burlas y humillaciones. Resentidos y sin control, terminaron por drogarse con marihuana y bazuco, hasta un punto en que no era posible respirar en la humareda del cuarto. Oían la radio a reventar, entraban y salían con portazos, brincaban, cantaban, bailaban, hacían cabriolas en el patio. Uno de ellos parecía un saltimbanqui profesional en un circo perdulario. Maruja los amenazaba con que los escándalos iban a llamar la atención de la policía.

– ¡Que venga y que nos mate! -gritaron a coro.

Maruja se sintió en sus límites, sobre todo por el enloquecido Barrabás, que se complacía en despertarla con el cañón de la ametralladora en la sien. El cabello comenzó a caérsele. La almohada llena de hebras sueltas la deprimía desde que abría los ojos al amanecer. Sabía que cada uno de los guardianes era distinto, pero tenían t debilidad común de la inseguridad y la desconfianza recíproca. Maruja se las exacerbaba con su propio temor. «¿Cómo pueden vivir así? -les preguntaba de pronto-. ¿En qué creen ustedes?», «¿Tienen algún sentido de la amistad?» Antes de que pudieran reaccionar los tenía arrinconados: «¿La palabra empeñada significa algo para ustedes?». No contestaban, pero las respuestas que se daban a sí mismos debían ser inquietantes, porque en lugar de rebelarse se humillaban ante Maruja. Sólo Barrabás se le enfrentó. «¡Oligarcas de mierda! -le gritó en una ocasión-. ¿Es que se creían que iban a mandar siempre? ¡Ya no, carajo: se acabó la vaina!» Maruja, que tanto le había temido, le salió al paso con la misma furia.

– Ustedes matan a sus amigos, sus amigos los matan a ustedes, todos terminarán matándose los unos a los otros -le gritó-. ¿Quién los entiende? Tráiganme a alguien que me explique qué clase de bestias son ustedes.

Desesperado tal vez por no poder matarla, Barrabás golpeó la pared con un puñetazo que le lastimó los huesos de la muñeca. Dio un grito salvaje y rompió a llorar de noria. Maruja no se dejó ablandar por la compasión. El mayordomo pasó la tarde tratando de apaciguarla e hizo un esfuerzo inútil por mejorar la cena.

Maruja se preguntaba cómo era posible que con semejante desmadre siguieran creyendo que tenían algún sentido los diálogos en susurro, la reclusión en el cuarto, el racionamiento del radio y la televisión por motivos de seguridad. Aburrida de tanta demencia se sublevó contra las leyes inservibles del cautiverio, habló con voz natural, iba al baño cuando se le antojaba. En cambio, el temor a una agresión se hizo más intenso, sobre todo cuando el mayordomo la dejaba sola con la pareja de turno. El drama culminó una mañana en que un guardián sin máscara irrumpió en el baño cuando ella estaba jabonándose bajo la ducha. Maruja alcanzó a cubrirse con la toalla y lanzó un grito de terror que debió oírse en todo el sector. El hombre permaneció petrificado, con una pavorosa cara de muerto y el alma en un hilo por temor a las reacciones del vecindario. Pero no acudió nadie, no se oyó un suspiro. El guardián salió caminando hacia atrás, en puntillas, y con la cara de muerto más pavorosa aún por el rencor.

El mayordomo reapareció cuando menos lo esperaban con una mujer distinta que se tomó el poder de la casa. Pero en vez de controlar el desorden ambos contribuyeron a aumentarlo. La mujer lo secundaba en sus borracheras de arrabal que solían terminar con trompadas y botellazos. Las horas de las comidas se volvieron improbables. Los domingos se iban de farra y dejaban a Maruja y a los guardianes sin nada que comer hasta el día siguiente. Una madrugada, mientras Maruja caminaba sola en el patio, se fueron los cuatro guardianes a saquear la cocina, y dejaron las ametralladoras en el cuarto. Un pensamiento la estremeció. Lo saboreó mientras conversaba con el perro, lo acariciaba, le hablaba en susurros, y el animal regocijado le lamía las manos con gruñidos de complicidad. El grito de Barrabás la sacó de sus sueños.

Fue el final de una ilusión. Cambiaron el perro por otro con catadura de carnicero. Prohibieron las caminatas, y Maruja fue sometida a un régimen de vigilancia perpetua. Lo que más temió entonces fue que la amarraran en la cama con una cadena forrada en plástico que Barrabás enrollaba y desenrollaba como una camándula de hierro. Maruja se adelantó a cualquier propósito.

– Si yo hubiera querido irme de aquí ya me habría ido hace tiempo -dijo-. Me he quedado sola varias veces, y si no me he fugado es porque no he querido.

Alguien debió de llevar las quejas porque el mayordomo entró una mañana con una humildad sospechosa, y dio toda clase de excusas. Que se moría de la vergüenza, que los muchachos iban a portarse bien en adelante, que ya había mandado por su esposa, que ya volvía. Así fue: volvió la misma Damaris de siempre, con las dos niñas, con las minifaldas de gaitero escocés y las lentejas aborrecidas. Con la misma actitud llegaron al día siguiente dos jefes enmascarados que sacaron a empellones a los cuatro guardianes e impusieron el orden. «No volverán más nunca», dijo uno de los jefes con una determinación espeluznante.

Dicho y hecho.

Esa misma tarde mandaron el equipo de los bachilleres, y fue como un regreso mágico a la paz de febrero: el tiempo pausado, las revistas de variedades, la música de Guns n' Roses, y las películas de Mel Gibson con pistoleros a sueldo curtidos en los desenfrenos del corazón.

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