Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro

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´Era, en efecto, el automóvil de Maruja. Había transcurrido por lo menos media hora desde el secuestro, y sólo quedaban los rastros: el cristal del lado del chofer destruido por un balazo, la mancha de sangre y el granizo de vidrio en el asiento, y la sombra húmeda en el asfalto, de donde acababan de llevarse al chofer todavía con vida. El resto estaba limpio y en orden´.
Gabriel García Márquez

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A Maruja la conmovía que los matones adolescentes las oían y las veían con la misma devoción que sus hijos.

A fines de marzo, sin ningún anuncio, aparecieron dos desconocidos que se habían puesto las capuchas prestadas por los guardianes para no hablar a cara descubierta. Uno de ellos, sin saludar apenas, empezó a medir el piso con una cinta métrica de sastre, mientras el otro trataba de congraciarse con Maruja.

– Encantado de conocerla, señora -le dijo-. Venimos a alfombrar el cuarto.

– ¡Alfombrar el cuarto! -gritó Maruja, ciega de rabia-. ¡Váyanse al carajo! Lo que yo quiero es largarme de aquí. ¡Ahora mismo!

En todo caso, lo más escandaloso no era la alfombra, sino lo que ella podía significar: un aplazamiento indefinido de su liberación. Uno de los guardianes diría después que la interpretación que hizo Maruja había sido equivocada, pues tal vez significaba que ella se iba pronto y renovaban el cuarto para otros rehenes mejor considerados. Pero Maruja estaba segura de que una alfombra en aquel momento sólo podía entenderse como un año más de su vida.

También Pacho Santos tenía que ingeniárselas para mantener ocupados a sus guardianes, pues cuando se aburrían de jugar a las barajas, de ver diez veces seguidas la misma película, de contar sus hazañas de machos, se ponían a dar vueltas en el cuarto como leones enjaulados. Por los agujeros de la capucha se les veían los ojos enrojecidos. Lo único que podían hacer entonces era tomarse unos días de descanso. Es decir: embrutecerse de alcohol y de droga en una semana de parrandas encadenadas, y regresar peor. La droga estaba prohibida y castigada con severidad, y no sólo durante el servicio, pero los adictos encontraban siempre la manera de burlar la vigilancia de sus superiores. La de rutina era la marihuana, pero en tiempos difíciles se recetaban unas olimpiadas de bazuco que hacían temer cualquier descalabro. Uno de los guardianes, después de una noche de brujas en la calle, irrumpió en el cuarto y despertó a Pacho con un alarido. Él vio la máscara de diablo casi pegada a su cara, vio unos ojos sangrientos, unas cerdas erizadas que le salían por las orejas, y sintió el tufo de azufre de los infiernos. Era uno de sus guardianes que quería terminar la fiesta con él. «Usted no sabe lo bandido que soy yo», le dijo mientras se bebían un aguardiente doble a las seis de la mañana. En las dos horas siguientes le contó su vida sin que se lo hubiera pedido, sólo por un ímpetu irrefrenable de la conciencia. Al final se quedó fundido de la borrachera, y si Pacho no se fugó entonces fue porque a última hora le faltaron los ánimos.

La lectura más alentadora que tuvo en su encierro fueron las notas privadas que El Tiempo publicaba sólo para él sin disimulos ni reservas en sus páginas editoriales, por iniciativa de María Victoria. Una de ellas estuvo acompañada por un retrato reciente de sus hijos, y él les escribió en caliente una carta llena de esas verdades tremendas que les parecen ridículas a quienes no las sufren: «Estoy aquí sentado en este cuarto, encadenado a una cama, con los ojos llenos de lágrimas». A partir de entonces escribió a su esposa y sus hijos una serie de cartas del corazón que nunca pudo enviar.

Pacho había perdido toda esperanza después de la muerte de Marina y Diana, cuando la posibilidad de la fuga le salió al paso sin que la hubiera buscado. Ya no le cabía duda de que estaba en uno de los barrios próximos a la avenida Boyacá, al occidente de la ciudad. Los conocía bien, pues solía desviarse por allí para ir del periódico a su casa en las horas de mucho tráfico, y ése era el rumbo que llevaba la noche del secuestro. La mayoría de sus edificaciones debían ser conjuntos residenciales en serie, con la misma casa muchas veces repetida: un portón en el garaje, un jardín minúsculo, un segundo piso con vista hacia la calle, y todas las ventanas protegidas por rejas de hierro pintadas de blanco. Más aún: en una semana logró precisar la distancia de la pizzería, y que la fábrica no era otra que la cervecería de Bavaria. Un detalle desorientador era el gallo loco que al principio cantaba a cualquier hora, y con el paso de los meses cantaba al mismo tiempo en distintos lugares: a veces remoto a las tres de la tarde, a veces junto a su ventana a las dos de la madrugada. Más desorientador habría sido si le hubieran dicho que también Maruja y Beatriz lo escuchaban en un sector muy distante.

Al final del corredor, a la derecha de su cuarto, podía saltar por una ventana que daba a un patiecito cerrado, y después escalar la tapia cubierta de enredaderas junto a un árbol de buenas ramas. Ignoraba qué había detrás de la tapia, pero siendo una casa de esquina tenía que ser una calle. Y casi con seguridad, la calle donde estaban la tienda de víveres, la farmacia y un taller de automóviles. Éste, sin embargo, era quizás un factor negativo, porque podía ser una pantalla de los secuestradores. En efecto, Pacho oyó una vez por ese lado una discusión sobre fútbol con dos voces que eran sin duda de guardianes suyos. En todo caso, la salida por la tapia sería fácil, pero el resto era impredecible. De modo que la mejor alternativa era el baño, con la ventaja indispensable de ser el único lugar donde le permitían ir sin las cadenas.

Tenía claro que la evasión debía ser a pleno día, pues nunca iba al baño después de acostarse -aun si permanecía despierto frente a la televisión o escribiendo en la cama- y la excepción podía delatarlo. Además, los comercios cerraban temprano, los vecinos se recogían después de los noticieros de las siete y a las diez no había un alma en el contorno. Aun en las noches de viernes, que en Bogotá son fragorosas, sólo se percibía el resuello lento de la fábrica de cerveza o el alarido instantáneo de una ambulancia desbocada en la avenida Boyacá. Además, de noche no sería fácil encontrar un refugio inmediato en las calles desiertas, y las puertas de tiendas y hogares estarían cerradas con aldabas y cerrojos superpuestos contra los riesgos de la noche.

Sin embargo, la oportunidad se presentó el 6 de marzo -más calva que nunca- y fue de noche. Uno de los guardianes había llevado una botella de aguardiente y lo invitó a un trago, mientras veían un programa sobre Julio Iglesias en la televisión. Pacho bebió poco y sólo por complacerlo. El guardián había entrado de turno esa tarde, venía con los tragos adelantados y cayó redondo antes de terminar la botella, y sin encadenar a Pacho. Éste, muerto de sueño, no vio la oportunidad que le caía del cielo. Siempre que quisiera ir de noche al baño debía acompañarlo su guardián de turno, pero prefirió no perturbar su borrachera feliz. Salió al corredor oscuro con toda inocencia -tal como estaba, descalzo y en calzoncillos- y pasó sin respirar frente al cuarto donde dormían los otros guardianes. Uno roncaba como un rastrillo. Pacho no había tomado conciencia hasta entonces de que se estaba fugando sin saberlo, y de que lo más difícil había pasado. Una ráfaga de náusea le subió del estómago, le heló la lengua y le desbocó el corazón. «No era el miedo de fugarme sino el de no atreverme», diría más tarde. Entró al baño en tinieblas y ajustó la puerta con una determinación sin regreso. Otro guardián, todavía medio dormido, empujó la puerta y le alumbró la cara con una linterna. Ambos se quedaron atónitos.

– ¿Qué haces? -preguntó el guardián. Pacho le contestó con voz firme: -Cagando.

No se le ocurrió nada más. El guardián movió la cabeza sin saber qué pensar.

– Okey -dijo al fin-. Buen provecho.

Permaneció en la puerta alumbrándolo con el haz de la linterna, sin pestañear, hasta que Pacho terminó lo suyo como si fuera cierto.

En el curso de la semana, vencido por la depresión del fracaso, resolvió fugarse de una manera radical e irremediable. «Saco la cuchilla de la maquinita de afeitar, me corto las venas, y amanezco muerto», se dijo. El día siguiente, el padre Alfonso Llanos Escobar publicó en El Tiempo su columna semanal, dirigida a Pacho Santos, en la cual le ordenaba en el nombre de Dios que no se le ocurriera suicidarse. El artículo llevaba tres semanas en el escritorio de Hernando Santos, que dudaba entre publicarlo o no -sin tener claro por qué- y el día anterior lo decidió a última hora y también sin saber por qué. Todavía, cada vez que lo cuenta, Pacho vuelve a vivir el estupor de aquel día.

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