Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro
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Gabriel García Márquez
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En aquellos meses de libertad creativa Mariavé encontró por azar una vidente amiga que había prefigurado el destino trágico de Diana Turbay. Se asustó con la sola idea de que le hiciera algún pronóstico siniestro, pero la vidente la tranquilizó. A principios de febrero volvió a encontrarla, y le dijo al oído de pasada, sin que le hubieran preguntado nada y sin esperar ningún comentario: «Pacho está vivo». Lo dijo con tal seguridad, que Mariavé lo creyó como si lo hubiera visto con sus ojos.
La verdad en febrero parecía ser que Escobar no tenía confianza en los decretos, aun cuando decía que sí. La desconfianza era en él una condición vital, y solía repetir que gracias a eso estaba vivo. No delegaba nada esencial. Era su propio jefe militar, su propio jefe de seguridad, de inteligencia y de contrainteligencia, un estratega imprevisible y un desinformador sin igual. En circunstancias extremas cambiaba todos los días su guardia personal de ocho hombres. Conocía toda clase de tecnologías de comunicaciones, de intervención de líneas, de rastreo de señales. Tenía empleados que pasaban el día intercambiando diálogos de locos por sus teléfonos para que los escuchas se embrollaran en manglares de disparates y no pudieran distinguirlos de los mensajes reales. Cuando la policía divulgó dos números de teléfono para que se dieran informes sobre su paradero, contrató colegios de niños para que se anticiparan a los delatores y mantuvieran las líneas ocupadas las veinticuatro horas. Su astucia para no dejar pruebas de sus actos era inagotable. No consultaba con nadie, y daba estrategias legales a sus abogados, que no hacían más que ponerles piso jurídico.
Su negativa de recibir a Villamizar obedecía al temor de que tuviera escondido debajo de la piel un dispositivo electrónico que permitiera rastrearlo. Se trataba en realidad de un minúsculo transmisor de radio con una pila microscópica cuya señal puede ser captada a larga distancia por un receptor especial -un radiogoniómetro- que permite establecer por computación el lugar aproximado de la señal. Escobar confiaba tanto en el grado de sofisticación de este ingenio, que no le parecía fantástico que alguien llevara el receptor instalado debajo de la piel. El goniómetro sirve también para determinar las coordenadas de una emisión de radio, o un teléfono móvil o de línea. Por eso Escobar los usaba lo menos posible, y si lo hacía prefería que fuera desde vehículos en marcha. Usaba estafetas con notas escritas. Si tenía que ver a alguien no lo citaba donde él estaba sino que iba él adonde estaba el otro. Cuando terminaba la reunión se movía por rumbos imprevistos. O se iba al otro extremo de la tecnología: en un microbús con placas e insignias falsas de servicio público que se sometía a las rutas reglamentarias pero no hacía caso de las paradas porque siempre llevaban el cupo completo con las escoltas del dueño. Una de las diversiones de Escobar, por cierto, era ir de vez en cuando como conductor.
La posibilidad de que la Asamblea Constituyente acabara de pronunciarse en favor de la no extradición y el indulto, se hizo más probable en febrero. Escobar lo sabía v concentró más fuerzas en esa dirección que en el gobierno. Gaviria, en realidad, debió resultarle más duro de lo que suponía. Todo lo relacionado con los decretos de sometimiento a la justicia estaba al día en la Dirección de Instrucción Criminal, y el ministro de Justicia permanecía alerta para atender cualquier emergencia jurídica. Villamizar, por su parte, actuaba no sólo por su cuenta sino también por su riesgo, pero su estrecha colaboración con Rafael Pardo le mantenía abierto al gobierno un canal directo que no lo comprometía, y en cambio le servía para avanzar sin negociar. Escobar debió entender entonces que Gavina no designaría nunca un delegado oficial para conversar con él -que era su sueño dorado- y se aferró a la esperanza de que la Constituyente lo indultara, ya fuera como traficante arrepentido, o a la sombra de algún grupo armado.
No era un cálculo loco. Antes de la instalación de la Constituyente, los partidos políticos habían acordado una agenda de temas cerrados, y el gobierno logró con razones jurídicas que la extradición no fuera incluida en la lista, porque la necesitaba como instrumento de presión en la política de sometimiento. Pero cuando la Corte Suprema de Justicia tomó la decisión espectacular de que la Constituyente podía tratar cualquier tema sin limitación alguna, el de la extradición resurgió de los escombros. El indulto no se mencionó, pero también era posible: todo cabía en el infinito.
El presidente Gavina no era de los que abandonaban un terna por otro. En seis meses había impuesto a sus colaboradores un sistema de comunicación personal con notas escritas en papelitos casuales con frases breves que lo resumían todo. A veces mandaba sólo el nombre de la persona a quien iba dirigido, se lo entregaba al que estuviera más cerca, y el destinatario sabía lo que debía hacer. Este método, además, tenía para sus asesores la virtud terrorífica de que no hacía distinción entre las horas de trabajo y las de descanso. Gaviria no la concebía, pues descansaba con la misma disciplina con que trabajaba, y seguía mandando papelitos mientras estaba en un cóctel o tan pronto como emergía de la pesca submarina. «Jugar tenis con él era como un consejo de ministros», dijo uno de sus consejeros. Podía hacer siestas profundas de cinco a diez minutos aun sentado en el escritorio, y despertaba como nuevo mientras sus colaboradores se caían de sueño. El método, por azaroso que pareciera, tenía la virtud de disparar la acción con más apremio y energía que los memorandos formales.
El sistema fue de gran utilidad cuando el presidente trató de parar el golpe de la Corte Suprema contra la extradición, con el argumento de que era un tema de ley y no de Constitución. El ministro de Gobierno, Humberto de la Calle logró convencer de entrada a la mayoría. Pero las cosas que interesan a la gente terminan por imponerse a las que interesan a los gobiernos, y la gente tenía bien identificada la extradición como uno de los factores de perturbación social y, sobre todo, del terrorismo salvaje. Así que al cabo de muchas vueltas y revueltas terminó incluida en el temario de la Comisión de Derechos. En medio de todo, los Ochoa persistían en el temor de que Escobar, acorralado por sus propios demonios, decidiera inmolarse en una catástrofe de tamaño apocalíptico. Fue un temor profético. A principios de marzo, Villamizar recibió de ellos un mensaje apremiante: «Véngase enseguida para acá porque van a pasar cosas muy graves». Habían recibido una carta de Pablo Escobar con la amenaza de reventar cincuenta toneladas de dinamita en el recinto histórico de Cartagena de Indias si no eran sancionados los policías que asolaban las comunas de Medellín: cien kilos por cada muchacho muerto fuera de combate. Los Extraditables habían considerado a Cartagena como un santuario intocable hasta el 28 de setiembre de 1989, cuando una carga de dinamita sacudió los cimientos y pulverizó cristales del Hotel Hilton, y mató a dos médicos de un congreso que sesionaba en otro piso. A partir de entonces quedó claro que tampoco aquel patrimonio de la humanidad estaba a salvo de la guerra. La nueva amenaza no permitía un instante de vacilación. El presidente Gaviria la conoció por Villamizar pocos días antes de cumplirse el plazo. «Ahora no estamos peleando por Maruja sino por salvar a Cartagena», le dijo Villamizar, para facilitarle un argumento. La respuesta del presidente fue que le agradecía la información y que el gobierno tomaría las medidas para impedir el desastre, pero que de ningún modo cedería al chantaje. Así que Villamizar viajó a Medellín una vez más, y con la ayuda de los Ochoa logró disuadir a Escobar. No fue fácil. Días antes del plazo, Escobar garantizó en un papel apresurado que a los periodistas cautivos no les pasaría nada por el momento, y aplazó la detonación de bombas en ciudades grandes. Pero también fue terminante: si después de abril continuaban los operativos de la policía en Medellín, no quedaría piedra sobre piedra de la muy antigua y noble ciudad de Cartagena de Indias.
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