Gabriel Márquez - Doce Cuentos Peregrinos

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"El esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela. Pues en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje. Lo demás es el placer de escribir, el más íntimo y solitario que pueda imaginarse, y si uno no se queda corrigiendo el libro por el resto de la vida es porque el mismo rigor de fierro que hace falta para empezarlo se impone para terminarlo. El cuento, en cambio, no tiene principio ni fin: fragua o no fragua. Y si no fragua, la experiencia propia y la ajena enseñan que en la mayoría de las veces es más saludable empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura".
"Reescribí todos los cuentos otra vez desde el principio en ocho meses febriles en los que no necesité preguntarme dónde terminaba la vida y dónde empezaba la imaginación, porque me ayudaba la sospecha de que quizás no fuera cierto nada de lo vivido veinte años antes en Europa. La escritura se me hizo entonces tan fluida que a ratos me sentía escribiendo por el puro placer de narrar, que es quizás el estado humano que más se parece a la levitación.
Además, trabajando todos los cuentos a la vez y saltando de uno a otro con plena libertad, conseguí una visión panorámica que me salvó del cansancio de los comienzos sucesivos, y me ayudó a cazar redundancias ociosas y contradicciones mortales. Creo haber logrado así el libro de cuentos más próximo al que siempre quise escribir."

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Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en qué momento tendieron la pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los aullidos y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el júbilo del tufo de cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las cuadrillas de cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle. Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de latón pintado, y permaneció impávida rezando en un círculo vicioso de oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras de infieles. Allí la encontró el primer oficial cuando paso el cataclismo y no quedo nadie más que ella en el salón desmantelado.

– Nadie debe estar aquí a esta hora -le dijo el oficial con cierta amabilidad-. ¿Puedo ayudarla en algo?

– Tengo que esperar al cónsul -dijo ella.

Así era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al cónsul en Nápoles, que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía reconocerla por el hábito de San Francisco que se pondría para desembarcar. Ella se mostró tan estricta en sus leyes, que el primer oficial le permitió esperar un rato más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba la tripulación y habían subido las sillas sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos. Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de lugar sin inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de recreo y terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento. Allí volvió a encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose en sudor dentro de la escafandra de penitente, y rezando un rosario sin esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y soportaba a duras penas las ganas de llorar.

– Es inútil que siga rezando -dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez-. Hasta Dios se va de vacaciones en agosto.

Le explicó que media Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos. Era probable que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole de su cargo, pero con seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día siguiente llamar por teléfono al consulado, cuyo número estaba sin duda en el directorio. De modo que la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese criterio, y el oficial la ayudó en los trámites de inmigración y aduana y del cambio de dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa de que la llevaran a un hotel decente.

El taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las calles desiertas. La señora Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran los únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de la calle, pero también pensó que un hombre que hablaba tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo para hacerle daño a una pobre mujer sola que había desafiado los riesgos del océano para ver al Papa.

Al final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos hoteles pequeños de colores intensos. Pero no se detuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y bancos verdes. El chofer puso el baúl en la acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de Nápoles.

Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La condujo hasta el ascensor de redes metálicas improvisado en el hueco de la escalera, y empezó a cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación alarmante. Era un vetusto edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno de los cuales había un hotel diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en un instante alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro de una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncillos rotos y sus eructos ácidos. En el tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar abrió la puerta de rombos plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia galante, que estaba en su casa.

Ella vio un adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones de vidrios de colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto menor. Le gustó el nombre del hotel con las letras grabadas en una placa de bronce, le gustó el olor de ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el silencio, las lises de oro del papel de las paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el corazón se le encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera. Eran diecisiete, y estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo colgadas en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.

– Vamos a otro piso -dijo.

– Este es el único que tiene comedor, signora -dijo el cargador.

– No importa -dijo ella.

El cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor, y cantó el pedazo que le faltaba de la canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo parecía menos estricto, y la dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie hacía la siesta en las poltronas del vestíbulo. No había comedor, en efecto, pero el hotel tenía un acuerdo con una fonda cercana para que sirviera a los clientes por un precio especial. De modo que la señora Prudencia Linero decidió que sí, que se quedaba por una noche, tan convencida por la elocuencia y la simpatía de la dueña como por el alivio de que no hubiera ningún inglés de rodillas rosadas durmiendo en el vestíbulo.

El dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la tarde, y la penumbra conservaba la frescura y el silencio de una floresta recóndita, y era bueno para llorar. No bien se quedó sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó por primera vez desde la mañana con un desagüe tenue y difícil que le permitió recobrar su identidad perdida durante el viaje. Después se quitó las sandalias y el cordón del hábito y se tendió del lado del corazón sobre la cama matrimonial demasiado ancha y demasiado sola para ella sola, y soltó el otro manantial de sus lágrimas atrasadas.

No sólo era la primera vez que salía de Riohacha, sino una de las pocas en que salió de su casa después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se quedó sola con dos indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó la mitad de la vida en el dormitorio frente a los escombros del único hombre que había amado, y que permaneció en el letargo durante casi treinta años, tendido en la cama de sus amores juveniles sobre un colchón de cueros de chivo.

En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez, reconoció a su gente y pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos domésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron con el primer fogonazo de magnesio. «Ahora otras dos para mis hijas adoradas, Prudencita y Natalia», dijo. Las tomaron. «Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se acabó el papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse. A las cuatro de la tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormitorio por la humareda de magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a recibir sus copias del retrato, el inválido empezó a desvanecerse en la cama, y se fue despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mundo en la baranda de un barco.

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