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Boris Vian: El Lobo-Hombre

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Boris Vian El Lobo-Hombre

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El protagonista es un lobo, pero no un lobo cualquiera, sino un lobo pacífico y culto. Este lobo, llamado Denís, vive en los alrededores de París, sabe leer, y no mata para comer, sino que es vegetariano. De vez en cuando roba una botella de leche de un repartidor, pero le desagrada enormemente, por ser de origen animal. El caso es que le gusta observar a los humanos, y colecciona todo aquello que tenga relación con ellos: neumáticos, ropa, libros… Muchas veces ha observado cómo las parejas buscan lugares solitarios para poder estar tranquilas en `sus asuntos`, y Denis se marcha recatadamente para no molestar. Un día se acerca a los alrededores de un bar y ve cómo el `Mago del Siam` (Siam es una especie de juego en Francia) sale en compañía de una joven, para… en fin, os imagináis para qué, ¿no? Pues bien, en eso que Denís les está mirando, el mago se da cuenta, y se lanza tras él, arreándole un mordisco a nuestro pobre lobo. A partir de ahí, a Denís le sucede algo muy extraño. Durante las horas diurnas de aquellos días en los que hay luna llena, Denís se transforma en humano. Cuando descubre esto, decide sacarle partido, y en su primer día como humano se viste con las ropas que había ido recogiendo con su forma lupina, y se dirige a París, donde compra una bicicleta para desplazarse. Entra en un restaurante para comer, y allí conocerá a una muchacha, con la que finalmente se irá a su hotel y mantendrán una apasionada relación. Pero lo que Denís interpreta como algo sin importancia, para la muchacha es un negocio, e intenta cobrarle a Denís sus servicios.

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2

La puerta estaba cerrada, pues los padres de Brise-Bonbon (Masca-Caramelos) habían salido, y Brise-Bonbon se bastaba para guardar la casa él solito. A los seis años no queda tiempo para aburrirse en un apartamento en el que siempre hay a mano jarrones por romper, cortinas por quemar, alfombras por manchar y tabiques que se pueden decorar con huellas digitales de todas las tonalidades, interesante forma de aplicación de los colores reputados como no peligrosos en el sistema de Bertillon [7]. Ni si se dispone, por añadidura, de un cuarto de baño, de grifos que funcionan, de cosas que flotan y, para mondar los tapones… de la navaja de afeitar del padre, una hermosa y afilada hoja.

Al oír ruidos en el patio interior al que daba el cuarto de baño de su casa, Brise-Bonbon abrió del todo los entreabiertos batientes de la ventana para ver mejor. Ante sus narices, dos grandes manos de hombre vinieron a aferrarse al reborde del vano de piedra. Congestionada por el esfuerzo, la cabeza de Aulne acabó por aparecer ante los interesados ojos del niño.

Quizá el perseguido había sobrevalorado sus capacidades gimnásticas, lo cierto es que no pudo subir a pulso al primer intento. Como las manos aguantaban bien donde las había puesto, se dejó caer a lo largo de toda la extensión de los brazos con intención de recobrar el aliento.

Con mucha dulzura, Brise-Bonbon levantó la navaja de afeitar que tenía bien agarrada, y pasó la afilada lámina sobre los nudillos blancos y tensos del asesino. Las manos de éste, en verdad, eran muy carnosas.

El corazón de oro del padre Mimile tiró de Aulne hacia abajo con todas sus fuerzas cuando las manos le comenzaron a sangrar. Uno a uno, los tendones fueron saltando como las cuerdas de una guitarra. A cada tajo, resonaba una débil nota. Finalmente, quedaron sobre el alféizar diez falangetas exangües. De cada una manaba todavía un hilillo purpúreo. Por su parte el cuerpo de Aulne rozó la pared de piedra, rebotó en la cornisa del entresuelo y vino a dar con sus huesos en el cajón de los desperdicios. Bien podía quedarse allí: los traperos se encargarían de él a la mañana siguiente.

(1949)

LAS MURALLAS DEL SUR

1

Cubierto de deudas como desde hacía muchísimos años no lo había estado, el Mayor decidió comprar un automóvil para pasar las vacaciones más agradablemente.

Con la intención de asegurarse una immediata disponibilidad de fondos empezó por sablear a sus tres mejores amigos para costearse una curda de campeonato, pues su ojo de cristal estaba empezando a tender hacia el azul añil, y ello era síntoma de sed. La cosa le salió por tres mil francos, francos que sintió tanto menos, cuanto que en absoluto tenía la intención de devolverlos.

Dio así de entrada interés a la operación y se esforzó por complicarla todavía más, con intención de elevarla a la categoría de milagro pagano. Con ese fin se pagó una segunda borrachera con el dinero que le reportó la venta de su cinturón de castidad medieval, cinturón claveteado de clavo de especia y fabricado con cuero repujado hasta perderse de vista.

No le quedaba gran cosa, pero, con todo, aún eran demasiadas. Pagó la mensualidad del alquiler con el reloj, cambió sus pantalones por unos calzones coRTos, su camisa por una Lacoste y, astuto viejo, se puso a la búsqueda de alguna manera de gastar la calderilla que todavia le sobraba.

(En el curso de sus pesquisas tuvo la mala suerte de recibir una herencia, pero, por fortuna, rápidamente se enteró de que no podría disponer de ella antes de que pasaran varios meses, plazo que consideró más que suficiente.)

Le quedaban aún once francos y algunas provisiones. No podía ni pensar en irse en condiciones tales. Organizó, pues, en su casa, una juerga de medianas proporciones.

El sarao se celebró con toda felicidad y, al final del mismo, sólo tenía ya un paquetito de cien gramos de curry en polvo, ligeramente estropeado, con el que nadie había podido acabar. Contra sus previsiones, la muy apreciada sal de apio constituyó, en efecto, la base de la mayoría de los últimos cócteles servidos, despreciado como fue el curry previsto para tal uso.

(La insigne malaventura que parecía perseguir al Mayor quiso, no obstante, que una de las invitadas olvidase el bolso en su casa, con nada menos que quinientos francos dentro. Parecía que habría que volver a empezar, cuando al Mayor, iluminado por una de aquellas geniales inspiraciones que le caracterizaban, le asaltó el deseo de irse de vacaciones provisto de un salvoconducto obtenido por los cauces legales. Es preciso que señalemos, antes de continuar, que fue aquella pretensión inaudita la que le salvó.)

2

El Mayor irrumpió en casa de su amigo el Bison [8]cuando éste se sentaba a la mesa, entre sonoro entrechocar de mandíbulas, en compañía de su mujer y el Bisonnot. Se cocía, por una vez en la vida, un guiso de pasta hervida a cuya preparación la Bisonne se había dignado dedicar diez minutos. La familia entera se regocijaba con la idea de la consiguiente cuchipanda.

– ¡Almorzaré con vosotros! -dijo el Mayor, estremecido de gula, al ver hervir la pasta.

– ¡Cerdo! -le espetó el Bison-. Conque la has olido desde lejos, ¿eh?

– ¡Exactamente! -contestó el Mayor, sirviéndose en el reparto un gran vaso de vino del que se guardaba especialmente para sus visitas, y al que se dejaba que se picase un algo para que tomase cierto regusto añadido a su sabor original, tan agradable al paladar como todos sabemos.

El Bison saco un plato suplementario del aparador y lo colocó en la mesa, en el sitio que anteriormente había ocupado el Mayor. Éste se dejaba servir habitualmente y, contra la costumbre, no les cogía ojeriza a quienes de él se ocupaban.

– El asunto es el siguiente -dijo de repente-. ¿Dónde pensáis ir de vacaciones?

– A la orilla del mar -contestó el Bison-. Quiero conocerlo antes de morir.

– Me parece muy bien -concedió el Mayor-. Me compro un coche y os llevo a Saint-Jean-de-Luz.

– ¡Alto ahí! -le paró el Bison-. ¿Tienes tela?

– ¡Naturalmente que sí! -aseguró el Mayor-. Digamos que la tendré. No te preocupes por eso.

– ¿Y sitio para alojarte?

– ¡Naturalmente que también! -continuó el Mayor-. Mi abuela, que ya murió, tenía un apartamento, y mi padre lo conservó.

Tras algunos segundos de duda, pues no había entendido bien si el Mayor había usado o o a en el pronombre, el Bison optó por pensar que lo conservado era el apartamento, y no la abuela.

La pasta seguía creciendo en el agua hirviente, y ya iba por la tercera vez que la Bisonne separaba la cacerola del fuego para tirar el sobrante a la basura.

– De acuerdo -dijo finalmente el Bison-. Pero me imagino que dispondrás de gasolina. Porque ¿sabes? Suele resultar de utilidad cuando se trata de coches.

– Encontraré la necesaria -aseguró el Mayor-. Con un salvoconducto en regla se consiguen fácilmente bonos de gasolina.

– Sin duda -concedió el Bison-. ¿Pero conoces a alguien en la Prefectura que te pueda facilitar una autorización?

– No -reconoció el Mayor-. ¿Y vosotros? ¿Conocéis a alguien?

– Ahí es donde querías venir a parar ¿eh?

El Bison miraba a su interlocutor con un ojo entornado y reprobador.

– Os advierto -interfirió su esposa- que si no nos comemos pronto esa pasta, tendremos que cambiar de habitación. Dentro de un momento no cabremos aquí.

Sin necesidad de más advertencia, los cuatro se abalanzaron sobre el guiso, pensando, encantados, en los ascos que antaño hacían los alemanes ante la mantequilla de Normandía y las salchichas de tocino.

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