Carlos Fuentes - Aura

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Aura: краткое содержание, описание и аннотация

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La acción narrada en Aura (1962), la novela de Carlos Fuentes a que me deseo referir (5), constituye aparentemente un proceso de reencuentro con la historia. El protagonista, Felipe Montero, un historiador de 27 años, se desplaza desde un espacio exterior y periférico, en el que prevalecen las apariencias superficiales y las máscaras -el de la moderna Ciudad de México, cotidiana, alienante- hacia otro espacio interior y central, en el que supuestamente descubre una realidad esencial- la Ciudad de México colonial, histórica, representada por la calle Donceles, en la que se encuentra la casa de la anciana Consuelo, con el número 815.(6) Sin embargo, si se lee la novela atendiendo a su elaboración simbólica, el mencionado reencuentro se traduce en una efectiva regresión en la que el pasado, del que es portadora la anciana Consuelo, se apodera del presente, representado por el joven historiador. Ni las hechicerías de aquélla ni la juventud de Felipe, son suficientes para revitalizar a una situación de encierro estéril, en la que el pasado, convocado por el presente, termina por apoderarse de éste último hasta identificarse con él.
La imagen de la bruja metaforiza en Aura las contradicciones de la memoria histórica latinoamericana, especialmente el anquilosamiento que le produce su incapacidad de introspección.
La historia que se relata en Aura, aunque vincula los poderes de la bruja con el conocimiento de la naturaleza y la búsqueda del amor eterno, conduce a los protagonistas a un estado de encierro, asfixia y esterilidad.
La historia que conduce a esta situación es de amor: en ella dos amantes se vuelven a unir, superando las barreras del tiempo y de la muerte.
Se la ha interpretado como la narración de una aventura interior, que puede ocurrir tanto en la imaginación de Felipe como en la de Consuelo. Quien propone que la historia no es otra cosa que un sueño de Consuelo, interpreta a este personaje como a una anciana demente a causa de su propia esterilidad y temor a la senectud, que en su delirio recuperaría a su amado por medio de la imaginación. Las dos interpretaciones se fundamentan en marcas textuales muy precisas que permiten atribuir el relato a uno u otro de los dos personajes.
El epígrafe, tomado de La sorciére de Michelet, es uno de los elementos que inducen a afirmar que la historia narrada es producto de la imaginación de la anciana Consuelo:
El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña, es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación… Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer…

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Solo, te sirves el café que también ha estado allí desde el principio del almuerzo, el café frió que bebes a sorbos mientras frunces el seno y te preguntas si la señora no poseerá una fuerza secreta sobre la muchacha, si la muchacha, tu hermosa Aura vestida de verde, no estará encerrada contra su voluntad en esta casa vieja, sombría. Le seria, sin embargo, tan fácil escapar mientras la anciana dormita en su cuarto oscuro. Y no pasas por alto el camino que se abre en tu imaginación: quizás Aura espera que tu la salves de las cadenas que, por alguna razón oculta, le ha impuesto esta vieja caprichosa y desequilibrada. Recuerdas a Aura minutos antes, inanimada, embrutecida por el terror: incapaz de hablar enfrente de la tirana, moviendo los labios en silencio, como si en silencio te implorara su libertad, prisionera al grade de imitar todos los movimientos de la señora Consuelo, como si solo lo que hiciera la vieja le fuese permitido a la joven.

La imagen de esta enajenación total te rebela: caminas, esta vez, hacia la otra puerta, la que da sobre el vestíbulo al pie de la escalera, la que esta al lado de la recamara de la anciana: allí debe vivir Aura; no hay otra pieza en la casa. Empujas la puerta y entras a esa recamara, también oscura, de paredes enjalbegadas, donde el único adorno es un Cristo negro. A la izquierda, ves esa puerta que debe conducir a la recamara de la viuda. Caminando de puntas, te acercas a ella, colocas la mano sobre la madera, desistes de tu empeño: debes hablar con Aura a solas.

Y si Aura quiere que la ayudes, ella vendrá a tu cuarto. Permaneces allí, olvidado de los papeles amarillos, de tus propias cuartillas anotadas, pensando solo en la belleza inasible de tu Aura -mientras mas pienses en ella, mas tuya la harás, no solo porque piensas en su belleza y la deseas, sino porque ahora la deseas para liberarla: habrás encontrado una razón moral para tu deseo; te sentirás inocente y satisfecho- y cuando vuelves a escuchar la precaución de la campana, no bajas a cenar porque no soportarías otra escena como la del mediodía. Quizás Aura se dará cuenta y, después de la cena, subirá a buscarte.

Realizas un esfuerzo para seguir revisando los papeles. Cansado, te desvistes lentamente, caes en el lecho, te duermes pronto y por primera vez en muchos años sueñas, sueñas una sola cosa, suenas esa mano descarnada que avanza hacia ti con la campana en la mano, gritando que te alejes, que se alejen todos, y cuando el rostro de ojos vaciados se acerca al tuyo, despiertas con un grito mudo, sudando, y sientes esas manos que acarician tu rostro y tu pelo, esos labios que murmuran con la voz mas baja, te consuelan, te piden calma y cariño. Alargas tus propias manos para encontrar el otro cuerpo, desnudo, que entonces agitara levemente el llavín que tu reconoces, y con el a la mujer que se recuesta encima de ti, te besa, te recorre el cuerpo entero con besos. No puedes verla en la oscuridad de la noche sin estrellas, pero hueles en su pelo el perfume de las plantas del patio, sientes en sus brazos la piel mas suave y ansiosa, tocas en sus senos la flor entrelazada de las venas sensibles, vuelves a besarla y no le pides palabras.

Al separarte, agotado, de su abrazo, escuchas su primer murmullo: "Eres mi esposo". Tu asientes: ella te dirá que amanece; se despedirá diciendo que te espera esa noche en su recamara. Tu vuelves a asentir, antes de caer dormido, aliviado, ligero, vaciado de placer, reteniendo en las yemas de los dedos el cuerpo de Aura, su temblor, su entrega: la niña Aura.

Te cuesta trabajo despertar. Los nudillos tocan varias veces y te levantas de la cama pesadamente, gruñendo: Aura, del otro lado de la puerta, te dirá que no abras: la señora Consuelo quiere hablar contigo; te espera en su recamara.

Entran diez minutos después al santuario de la viuda. Arropada, parapetada contra los almohadones de encaje: te acercas a la figura inmóvil, a sus ojos cerrados detrás de los párpados colgantes, arrugados, blanquecinos: ves esas arrugas abolsadas de los pómulos, ese cansancio total de la piel.

Sin abrir los ojos, te dirá:

– ¿Trae usted la llave?

– Si… Creo que si. Si, aquí esta.

– Puede leer el segundo folio. En el mismo lugar, con la cinta azul.

Caminas, esta vez con asco, hacia ese arcón alrededor del cual pululan las ratas, asoman sus ojillos brillantes entre las tablas podridas del piso, corretean hacia los hoyos abiertos en el muro escarapelado. Abres el arcón y retiras la segunda colección de papeles. Regresas al pie de la cama; la señora Consuelo acaricia a su conejo blanco.

De la garganta abotonada de la anciana surgirá ese cacareo sordo:

– ¿No le gustan los animales?

– No. No particularmente. Quizás porque nunca he tenido uno.

– Son buenos amigos, buenos compañeros. Sobre todo cuando llegan la vejez y la soledad.

– Si. Así debe ser.

– Son seres naturales, señor Montero. Seres sin tentaciones.

– ¿Como dijo que se llamaba?

– ¿La coneja? Saga. Sabia. Sigue sus instintos. Es natural y libre.

– Creí que era conejo.

– Ah, usted no sabe distinguir todavía.

– Bueno, lo importante es que no se sienta usted sola.

– Quieren que estemos solas, señor Montero, porque dicen que la soledad es necesaria para alcanzar la santidad. Se han olvidado de que en la soledad la tentación es mas grande.

– No la entiendo, señora.

– Ah, mejor, mejor. Puede usted seguir trabajando.

Le das la espalda. Caminas hacia la puerta. Sales de la recamara. En el vestíbulo, aprietas los dientes. ¿Por que no tienes el valor de decirle que amas a la joven? ¿Por que no entras y le dices, de una vez, que piensas llevarte a Aura contigo cuando termines el trabajo? Avanzas de nuevo hacia la puerta; la empujas, dudando aún, y por el resquicio ves a la señora Consuelo de pie, erguida, transformada, con esa túnica entre los brazos: esa túnica azul con botones de oro, charreteras rojas, brillantes insignias de águila coronada, esa túnica que la anciana mordisquea ferozmente, besa con ternura, se coloca sobre los hombros para girar en un paso de danza tambaleante. Cierras la puerta.

Si: tenia quince años cuando la conocí -lees en el segundo folio de las memorias-: elle avail quinze ans lorsque je I'ai connue et, si j'ose le dire, ce sont ses yeux verts qui ont fait ma perdition: los ojos verdes de Consuelo, que tenia quince años en 1867, cuando el general Llorente caso con ella y la llevo a vivir a Paris, al exilio. Ma jeune poupee, escribió el general en sus momentos de inspiración, ma jeune poupee aux yeux verts; je fai comblee d'amour: describió la casa en la que vivieron, los paseos, los bailes, los carruajes, el mundo del Segundo Imperio; sin gran relieve, ciertamente. J'ai meme supporte ta haine des chats, moi qu'aimais tellement les jolies betes… Un día la encontró, abierta de piernas, con la crinolina levantada por delante, martirizando a un gato y no supo llamarle la atención porque le pareció que tu faisais qa d'une faqon si innocent, par pur enfantillage e incluso lo excito el hecho, de manera que esa noche la amo, si le das crédito a tu lectura, con una pasión hiperbólica, parce que tu m'avals dit que torturer les chats etait ta maniere a toi de rendre notre amour favorable, par un sacrifice symbolique… Habrás calculado: la señora Consuelo tendrá hoy ciento nueve años… cierras el folio. Cuarenta y nueve al morir su esposo. Tu sais si bien t'habiller, ma douce Consuelo, toujours drappe dans des velours verts, verts comme tes yeux. Je pense que tu seras toujours belle, meme dans cent ans… Siempre vestida de verde. Siempre hermosa, incluso dentro de cien años. Tu es si fiere de ta beaute; que ne ferais-tu pas pour rester toujours jeune?

SABES, AL CERRAR DE NUEVO EL FOLIO, QUE FOR ESO vive Aura en esta casa: para perpetuar la ilusión de juventud y belleza de la pobre anciana enloquecida. Aura, encerrada como un espejo, como un icono mas de ese muro religioso, cuajado de milagros, corazones preservados, demonios y santos imaginados.

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