Carlos Fuentes - Inquieta Compañia

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Fuentes ha reunido en Inquieta compañía seis relatos propios del género fantástico. El novelista mexicano ha bebido en fuentes originales y adaptaciones cinematográficas, transmutando con sabiduría el misterio, el terror o la angustia.
Muertos vivientes, ángeles y vampiros deambulan por paisajes mexicanos acompañados de otros personajes definidos de forma realista, diseñados con el cuidadoso buril de los clásicos modernos de la literatura hispanoamericana. Tal vez las vivencias londinenses de Fuentes le hayan conducido a esta mítica popular universal en la que lo mexicano no resulta extraño, y que le permite traducir en sombras y monstruos el reverso de la claridad expositiva de una obra amplia y luminosa, que va desde La región más transparente (1958) a El naranjo (1993).
Los relatos que aquí nos ofrece resultan inquietantes. En `El amante del teatro` se alude a la ocupación de Iraq y pese a que el protagonista, Lorenzo O`Shea, se hace pasar por irlandés, el tema va más allá del aparente voyeurismo: la mujer que observa desde su ventana es también la actriz que le obsesiona, como Ofelia, en una muda representación de Hamlet. Su silencio, también en la escena, nos conduce, como en otros relatos, a una deliberada ambigüedad final y al significado del espectador teatral, próximo al mirón.
Si el primer relato se sitúa en el Soho londinense, el segundo, `La gata de mi madre`, nos lleva ya a México. Iniciado como un cuadro de costumbres con el humor negro que descubriremos también en otros: la descripción de la muerte de la cruel Doña Emérita y su gata (gata significa también mujer de servicio), la mansión donde viven y sus macabros secretos se convierten en el núcleo del relato. `La buena compañía` se inicia en París, pero el protagonista se traslada a México, donde convivirá con dos extrañas tías en una no menos extraña mansión poblada de crueles fantasmas. Descubre su propia muerte, siendo niño, y Serena y Zenaida (las tías, también difuntas) cierran el relato de manera brillante, con un diálogo en el sótano donde se encuentran los féretros.
Más explícito que Rulfo, el culto a la muerte, tópico mexicano, está presente no sólo en éste, sino en otros cuentos. El germen de `Calixta Brand` parece derivar de El retrato de Dorian Gray. Una vez más, la mansión en la que transcurre se convierte en el eje principal. Calixta escribe, el protagonista es un ejecutivo. El paso del amor al odio viene acompañado de la invalidez de la esposa. Pero el cuadro que se modifica, las fotografías que al borrarse presagian la muerte, constituirán los misterios por los que caminaremos sabiamente conducidos. El árabe de un oscuro cuadro va convirtiéndose en el retrato de un médico-jardinero que cuidará de la mujer, hasta convertirse en ángel y desaparecer volando, llevándosela. Fuentes convierte lo inverosímil en simbólico.
También `La bella durmiente` se sitúa en México, aunque los orígenes y el significado del relato nos lleven a la Alemania nazi. La acción se inicia en Chihuahua, en los años de Pancho Villa, si bien el protagonista se sitúa en la actualidad. Natural de Enden, Baur mantiene su racista espíritu germánico, aunque su cuerpo se haya convertido en una ruina. Médico de profesión, es llamado a visitar a su mujer, con la que se casó a los 55 años. La visita se convertirá en una pesadilla que retrotraerá a los personajes a los tiempos de los campos de exterminio. No podía faltar `Vlad`, una historia de vampiros. Eloy Zurinaga pide a su colaborador, el licenciado Navarro, que busque una mansión para un amigo que ha de llegar a México con su hija. La vida matrimonial de Navarro había discurrido plácidamente. Su esposabuscará la casa apropiada, en la que hará construir un túnel y tapiar todas las ventanas. Vlad, el conde centroeuropeo, no será otro que Drácula.
Carlos Fuentes ha logrado, sirviéndose de materiales tópicos populares, construir relatos que trascienden la anécdota. No es casual que estas historias de misterio, de horror y muerte se hayan convertido en mitos universales. Fuentes los ha mexicanizado. Ha descrito de manera ejemplar y sobria paisajes de su patria y se ha servido de mecanismos elementales para convertirlos en historias cotidianas y confeccionar una literatura brillante y divertida, irracional, de amplio espectro, de gran nivel, como no podía ser menos.

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Los menonitas se establecieron a unos cien kilómetros de la ciudad de Chihuahua, entre Pedernales y El Charco, y a veces se les veía, vestidos de negro de pies a cabeza y tocada ésta por sombreros oscuros -los hombres- o cofias negras -las mujeres- caminando con gran reserva por las calles de la ciudad con las miradas bajas y prohibitivas.

Digo todo esto para pasar a la segunda cosa que hizo Emil Baur y que nos acerca a nuestra historia, cuyo prólogo biográfico e histórico me ha parecido -ojalá que no me equivoque- necesario.

Emil Baur escogió a una muchacha de la secta menonita para contraer, a los cincuenta y cinco años de edad, matrimonio. Esto se supo en la ciudad de Chihuahua por la obligación legal de publicar los bandos nupciales entre Emil Baur, de la ciudad de Chihuahua, y Alberta Simmons, del Lago de las Vírgenes.

Naturalmente, estos datos provocaron en Chihuahua chistes vulgares, pero sobre todo misterios insondables. Nadie conocía a la novia y nadie la conoció. La boda tuvo lugar en el municipio de Terrazas y los curiosos citadinos, que nunca faltan, presurosamente llegados, sin que nadie los invitara, a la boda a puerta cerrada, sólo pudieron capturar una fugaz visión de la desposada al subir al monumental Hispano-Suiza anterior a la guerra que la condujo, con velo negro ocultándole la cara, al caserón victoriano o neogótico (como gusten) que Emil Baur se mandó hacer en medio del desierto.

Nadie volvió a ver a la novia. Pero todos se preguntaron por qué, desde el edificio municipal de Terrazas, Baur llevaba cargada en brazos a la recién casada. ¿No era ésta costumbre reservada para el ingreso a la recámara nupcial? Los menonitas de Chihuahua, interrogados sobre la persona de Alberta Simmons, sólo dijeron que su comunidad nunca daba información alguna sobre los miembros de la misma.

2

Hacia 1975 el ingeniero Emil Baur, me hizo una llamada telefónica a la ciudad de Chihuahua.

– Doctor, me urge que venga a vernos.

– ¿A dónde, señor Baur?

– A mi casa del desierto. ¿Conoce el camino?

– Sí, quién no…

Me medí. Continué. -¿De qué se trata?

– Aquí mismo lo sabrá.

– ¿Debo llevar algo especial?

– Examine y decida. Quizá tendría que permanecer aquí algunos días. Su fama lo precede.

– Ya hablaremos, señor Baur.

Esa "fama" a la que se refería Baur era bastante local. Acaso el hecho de haberme graduado en la Escuela de Medicina de Heidelberg me daba mayores méritos a los ojos del ingeniero, que los realmente comprobables.

En todo caso, el juramento de Hipócrates me obligaba a emprender la ruta a la casa, ubicada en pleno desierto de Chihuahua, del ingeniero Emil Baur, a cien kilómetros de la ciudad.

Como no podía abandonar repentinamente a mis pacientes, hice la cita para las siete de la noche. No me quejo. La belleza del desierto se multiplica como los espejismos que encierra. Me sorprendí pensando, a lo largo de ese vago automatismo que procrea una carretera larguísima en línea recta, que los espejos del desierto son reflejos de la nada actual -¿quién se ve reflejado en la roca o en la arena?-, aunque bien podrían esconder la imagen perdida de nuestro pasado más remoto.

Rodeado del atardecer en el páramo convocaba, porque el paisaje era vacío y eterno, todas las imágenes de mi pasado, pero con un perfil que mis ojos irritados no tardaron en ubicar. Cada noticia sobre mi vida se duplicaba y hasta triplicaba en este trayecto a lo largo de un paisaje vacío que, por el hecho de serlo, podía contener todas las historias imaginables, las de la vida recordada y las de la vida olvidada, las de lo que fue y las de lo que pudo haber sido… ¿Espejismos? El diccionario los define como ilusiones ópticas. ¿Su razón? La reflexión de la luz cuando atraviesa capas de aire de densidad distinta.

Los objetos lejanos nos entregan una imagen invertida. Debajo del suelo como si se reflejasen en el agua. O arriba de ella, cuando de verdad hay agua: en el mar. Me entretuve hilando un enigma. Si el espejo se hubiese inventado en México, ¿habría sido de metal o de vidrio? Acaso pensé esto porque sabía que la fortuna del ingeniero Baur se fundaba en oro, plata y cobre. Y de metal eran los espejos antiguos, hasta que los venecianos del siglo XV tuvieron la ocurrencia de fabricarlos de vidrio, como si entendiesen que nuestra identidad fugitiva se refleja mejor en lo que puede perderse que en lo duradero. Después de todo, es en Venecia donde, para describir a los espejos de Murano, se inventó el adjetivo "cristalino".

Me entretenía pensando estas cosas para aligerar el trayecto e imaginar este desierto poblado de cristales invisibles, erectos como las ruinas más antiguas, pero engañosamente abiertos a las miradas que los traspasan… Hay algo que margina toda información o teoría sobre el desierto de Chihuahua. Este no es el desierto. Es el asombro. La tierra extrae una belleza roja de sus entrañas, como si sólo al anochecer sangrara. Las enormes cactáceas se recortan hasta perder otra consistencia que no sea su propia silueta.

Silueta. Los contrafuertes de la Sierra Madre Oriental se levantan como prohibitivas murallas entre Chihuahua y el Pacífico, dejando adivinar las barrancas, los desfiladeros, las cataratas y los derrumbes de roca que amenazan al temerario viajero.

Sólo al atardecer, bajo un cielo tan abochornado como la tierra, llegan a los oídos del peregrino atento los rumores de cantos ceremoniales sin fecha. Son las voces de la Sierra Tarahumara y sus indios fuertes, grandes corredores de fondo, acostumbrados a escalar las montañas más escarpadas, cada vez más arriba en busca del sustento que les quitamos nosotros, los seres "civilizados", los ambiciosos "ladinos" blancos y mestizos que, me di cuenta manejando el volkswagen, éramos tan racistas como el peor, aunque más invisible, verdugo del Tercer Reich.

Me acercaba a la mansión desértica del ingeniero Emil Baur. Doblemente desértica, por el llano rojizo que la rodeaba y por su propia construcción de ladrillo apagado, dos altos pisos coronados de torrecillas decorativas, ventanas cerradas con postigos fijos y maderas quebradizas, una planta baja vedada por pesados cortinajes en cada ventana, un sótano, a su vez velado, asomándose con ojillos de rata medrosa. Todas las ventanas del caserón eran ojos viciosos insertados en una cabeza inquieta.

Los peldaños de mármol ascendían a la puerta de entrada, pesada, de dos hojas, metálica como en los presidios y simbólica, me dije, de la profesión del ingeniero de minas Emil Baur.

Me detuve. Aparqué. Subí los escalones. No fue necesario tocar a la puerta. Ésta se abrió y una voz desencarnada me dijo:

– Pase.

Entré a una penumbra que parecía fabricada. Es decir, no era la sombra que atribuimos naturalmente a tiempos y espacios acostumbrados, sino una tiniebla que parecía pertenecer sólo a este sitio y a ninguno más. De verdad, como si la mansión de Emil Baur generase su propia bruma.

– Pase. Rápido -dijo la voz con impaciencia.

Me di cuenta de que una parte de la niebla interior se escapaba por la puerta abierta y se disipaba en el ligero viento crepuscular del desierto. Entré y la puerta se cerró velozmente detrás de mí.

Soy un hombre cortés y portaba mi maletín grande -decidí llevar algunos objetos de aseo, una muda de ropa, siguiendo la sugerencia de mi anfitrión- en la mano izquierda para saludar con la derecha al ingeniero. Baur no me tendió la suya.

Se apartó de la sombra y apareció una ruina humana. Nada quedaba de aquel héroe wagneriano famosamente descrito por quienes lo conocieron de joven. El pelo de una blancura parecida a nieve sucia le colgaba de la coronilla a los hombros, dejando al descubierto un domo de calvicie, más que pecosa, teñida, como si el cráneo descubierto tuviese un color distinto del resto de la piel: amarillo, amostazado, derrumbándose hacia el gris arcilloso de la cara surcada por hondas comisuras labiales y nasales, una frente de velo rasgado como si pensar fuese un líquido viscoso que una oruga impenitente va dejando como seda cada vez más fluida entre ceja y ceja.

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