Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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El hombre tartamudeó:

– Yo…, yo…

– Confiesa. -Joan elevó la voz.

– Yo…

– ¡Azotadle hasta que confiese! -Joan se levantó y golpeó la mesa con ambos puños.

Uno de los soldados se llevó la mano al cinto, donde colgaba un látigo de cuero. El hombre cayó de rodillas frente a la mesa de Joan y el escribano.

– No. Os lo ruego. No me azotéis. -Confiesa.

El soldado, con el látigo todavía enrollado, le golpeó la espalda.

– ¡Confiesa! -gritó Joan.

– Yo…, yo no tengo la culpa. Es esa mujer. Me ha hechizado. -El hombre hablaba atropelladamente-. Su marido ya no la posee. -Joan no se inmutó-.Y me busca, me persigue. Sólo lo hemos hecho unas cuantas veces pero…, pero no lo volveré a hacer. No volveré a verla. Os lo juro.

– ¿Has fornicado con ella?

– S… sí.

– ¿Cuántas veces?

– No lo sé…

– ¿Cuatro?, ¿cinco?, ¿diez?

– Cuatro. Sí. Eso es. Cuatro.

– ¿Cómo se llama esa mujer? El escribano tomó nota de nuevo.

– ¿Qué más pecados has cometido?

– No…, ninguno más, os lo juro.

– No jures en vano. -Joan arrastró las palabras-. Azotadle.

Tras diez latigazos, el hombre confesó que había fornicado con aquella mujer y con varias prostitutas cuando iba al mercado de Puigcerdà; además, había blasfemado, mentido y cometido un sinfín de pequeños pecados. Cinco latigazos más fueron suficientes para que recordara a la joven viuda.

– Confeso -sentenció Joan-. Mañana, en la plaza, deberás comparecer para el sermo generalis en el que se te comunicará tu castigo.

El hombre ni siquiera tuvo tiempo de protestar. De rodillas, fue arrastrado por los soldados al exterior de la casa.

Marta, la cuñada de Peregrina, confesó sin necesidad de mayores amenazas y, tras citarla para el día siguiente, Joan urgió al escribano con la mirada.

– Traed a Anton Sinom -ordenó éste al oficial tras leer la lista.

Tan pronto como vio entrar al adorador del demonio, Joan se irguió en la dura silla de madera. La nariz aguileña de aquel hombre, su frente despejada, sus ojos oscuros…

Quería oír su voz.

– ¿Juras por los cuatro evangelios?

– Sí.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó antes incluso de que el hombre se colocara frente a él.

– Anton Sinom.

Aquel hombre pequeño, algo encorvado, contestó a su pregunta hundido entre los soldados que lo acompañaban, con un deje de resignación que no pasó inadvertido al inquisidor.

– ¿Siempre te has llamado así?

Anton Sinom titubeó. Joan esperó la respuesta.

– Aquí todos me han conocido siempre por ese nombre

– dijo al fin.

– ¿Y fuera de aquí?

– Fuera de aquí tenía otro nombre.

Joan y Anton se miraron. En ningún momento el hombrecillo había bajado la vista.

– ¿Un nombre cristiano, quizá?

Anton negó con la cabeza. Joan reprimió una sonrisa. ¿Cómo empezar? ¿Diciéndole que sabía que había pecado? Aquel judío converso no entraría en ese juego. Nadie en el pueblo lo había descubierto; en caso contrario más de uno lo habría denunciado, como era costumbre con los conversos. Debía de ser inteligente ese Sinom. Joan lo observó durante unos segundos mientras se preguntaba qué escondía ese hombre, ¿por qué iluminaba su casa por las noches?

Joan se levantó y salió del edificio; ni el escribano ni los soldados se movieron. Cuando cerró la puerta tras de sí, los curiosos que se arremolinaban frente a la casa se quedaron paralizados. Joan hizo caso omiso de todos ellos y se dirigió al oficial:

– ¿Están por aquí los familiares del que hay dentro?

El oficial le señaló a una mujer y dos muchachos que lo miraban. Había algo…

– ¿A qué se dedica ese hombre? ¿Cómo es su casa? ¿Qué ha hecho cuando lo habéis citado ante el tribunal?

– Es panadero -contestó el oficial-.Tiene el obrador en los bajos de su casa. ¿Su casa…? Normal, limpia. No hemos hablado con él para citarlo; lo hemos hecho con su mujer.

– ¿No estaba en el obrador?

– No.

– ¿Habéis ido al alba como os ordené?

– Sí, fra Joan.

«Algunas noches me despierta…» El vecino había dicho «me despierta». Un panadero…, un panadero se levanta antes del amanecer. «¿No duermes, Sinom? Si tienes que levantarte al amanecer…» Joan volvió a mirar a la familia del converso, algo apartados del resto de curiosos. Paseó en círculos durante unos instantes. De repente volvió a entrar en la casa; el escribano, los soldados y el converso no se habían movido de donde los había dejado.

Joan se acercó al hombre hasta que sus rostros llegaron a tocarse; después se sentó en su lugar.

– Desnudadle -ordenó a los soldados.

– Soy circunciso.Ya lo he reconocí…

– ¡Desnudadle!

Los soldados se volvieron hacia Sinom y, antes de que se abalanzaran sobre él, la mirada que le dirigió el converso convenció a Joan de que tenía razón.

– Y ahora -le dijo cuando estuvo totalmente desnudo-; ¿qué tienes que decirme?

El converso intentó mantener la compostura lo mejor que pudo.

– No sé a qué te refieres -le contestó. -Me refiero -Joan bajó la voz y masticó cada una de sus palabras- a que tu rostro y tu cuello están sucios, pero donde empieza el pecho, tu piel está inmaculadamente limpia. Me refiero a que tus manos y tus muñecas están sucias, pero tu antebrazo impoluto. Me refiero a que tus pies y tus tobillos están sucios, pero tus piernas limpias.

– Suciedad donde no hay ropa, limpieza donde la hay -alegó Sinom.

– ¿Ni siquiera harina, panadero? ¿Pretendes decirme que la ropa de un panadero lo protege de la harina? ¿Pretendes hacerme creer que en el horno trabajas con la misma ropa con la que recibes el invierno? ¿Dónde está la harina de tus brazos? Hoy es lunes, Sinom. ¿Santificaste la fiesta de Dios?

– Sí.

Joan golpeo la mesa con el puño a la vez que se levantaba. -Pero también te purificaste conforme a tus ritos herejes -gritó señalándolo.

– No -gimió Sinom.

– Veremos, Sinom, veremos. Encarceladlo y traedme a su mujer y a sus hijos.

– ¡No! -suplicó Sinom cuando los soldados ya lo arrastraban por las axilas hacia el sótano-, ellos no tienen nada que ver.

– ¡Alto! -ordenó Joan. Los soldados se detuvieron y volvieron al converso en dirección al inquisidor-. ¿En qué no tienen nada que ver, Sinom? ¿En qué no tienen nada que ver?

Sinom confesó tratando de exculpar a su familia. Cuando finalizó, Joan ordenó su detención… y la de su familia. Después hizo que trajeran a su presencia a los demás acusados.

Todavía no había amanecido cuanto Joan bajó a la plaza.

– ¿No duerme? -preguntó uno de los soldados entre bostezo y bostezo.

– No -le contestó otro-. A menudo lo oyen andar de un lado a otro durante la noche.

Los dos soldados observaron a Joan, que ultimaba los preparativos para el sermón final. El hábito negro, raído y sucio, apergaminado, parecía negarse a acompañar sus movimientos.

– Pues si no duerme y tampoco come… -comentó el primero.

– Vive del odio -intervino el oficial, que había escuchado la conversación.

El pueblo empezó a comparecer en cuanto despuntó la primera luz. Los acusados en primera línea, separados de la gente y escoltados por los soldados; entre ellos, Alfons, el niño de nueve años.

Joan dio inicio al auto de fe y las autoridades del pueblo se acercaron para rendir voto de obediencia a la Inquisición y jurar el cumplimiento de las penas impuestas. El fraile empezó a leer las acusaciones y las penas. Quienes habían comparecido durante el período de gracia recibieron castigos menores: peregrinar hasta la catedral de Gerona. Alfons fue condenado a ayudar gratis, un día a la semana durante un mes, al vecino al que había robado. Cuando leyó la acusación de Gaspar, un grito interrumpió su discurso:

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