Habitualmente esto no ocurre al principio, sino en la medida que nos vamos sintiendo verdaderamente unidos con el otro.
Este niño herido que llevamos en nuestro interior es como un agujero negro que chupa todo, es como un dolor de muelas: cuando aparece no podemos pensar en otra cosa, el dolor domina nuestra vida.
En muchos casos de separación el problema no se encuentra en la relación de uno con el otro, sino en asuntos no resueltos de uno de ellos (o de los dos) con su propio pasado.
Mi reacción genera tu reacción, y así nos vamos potenciando negativamente.
Cuando acarreamos a nuestros niños heridos tenemos la sensación de no estar nunca en el presente, siempre estamos reaccionando por cosas que nos pasaron hace muchos años. Esto imposibilita la relación con el otro.
Hasta que no me ocupe de este niño herido él seguirá reaccionando y empeorando mis relaciones íntimas. Y el único que puede escucharlo soy yo mismo, cuando me ocupo de su tristeza, de su enojo. Entonces el niño no va a reaccionar, porque está contenido.
Es necesario aclarar que no es posible descubrir algunas de estas heridas en soledad. Necesitamos de alguien que nos permita encontrar nuestras heridas, un vínculo que las dispare con una persona que las autorice, que nos permita sentir lo que sentimos sin descalificamos. El niño herido necesita validación de su dolor. Sólo cuando la persona se siente validada en su dolor, puede expresarlo y atravesarlo.
El dolor es un proceso que ocurre a través del shock, la tristeza, la soledad, la herida, el enojo, la rabia, el remordimiento. Y toma mucho tiempo.
Para llegar al punto del dolor es fundamental salirse de culpar al otro y observar qué me pasa a mí con mis reacciones.
Cuando establecemos una pareja hacemos un pacto inconsciente en el cual, por ejemplo, yo espero que vos seas el padre que no me va a abandonar y vos esperás que yo sea la madre que te va a aceptar incondicionalmente como sos. Y cuando esto no ocurre, porque es imposible que el otro cure mis heridas, empiezo a culparte.
En los peores casos, cuando una pareja siente ese vacío que no puede llenar el uno con el otro, deciden tener un hijo… y lo que aparentan ser dos adultos no son más que dos niños necesitados que buscan la salvación en su hijo. Parecen adultos, pero en sus relaciones interpersonales actúan como niños.
Hay personas que pueden ser brillantes en el nivel adulto, pero cuando vuelven a la intimidad de sus relaciones más comprometidas no son más que niños infinitamente necesitados que reaccionan frente a la falta de cariño, de atención o de reconocimiento.
Cuando vemos a las parejas en el consultorio, reconocemos de inmediato a los niños internos que se están expresando.
Muchas veces los adultos no se ponen de acuerdo porque en realidad cada uno está expresando a su niño herido, cada uno está en una escena de su infancia reclamándole a su mamá o a su papá diferentes cosas, y el otro no puede dar porque también está pidiendo lo suyo. Cuando podemos ayudarlos a darse cuenta de lo que está pasando, la discusión pierde sentido: Dejan a sus niños calmados, ya que les dieron espacio para expresarse, y pueden volver al presente a encontrarse.
Nuestros niños heridos necesitan un espacio para expresar su enojo y su dolor. Cuando se lo damos, empiezan a crecer y no interfieren en nuestras relaciones íntimas.
Welwood nos inculca una lección práctica: "Aprender a aprovechar cada dificultad que encontramos en el camino para ahondar más, para conectarnos con más profundidad; no sólo con nuestra pareja, sino también con nuestra propia condición de estar vivos.”
Ojalá estés de acuerdo con incluir todo esto en el libro. ¿Qué opinas tú?
Te mando un beso.
Laura
Roberto había leído el mensaje después de estar en la cama más de dieciséis horas. Siempre le pasaba lo mismo: cuando una aflicción lo invadía, su cuerpo respondía con sueño. Un sopor imprevisible lo asaltaba al despertar y le impedía levantarse aun cuando supuestamente ya no tenía ganas de seguir durmiendo.
La casa estaba sucia y llena de olores desagradables, la nevera vacía le parecía una contribución a su patética sensación interna, el desorden se enseñoreaba de su cuarto, le dolía la cabeza y la espalda.
Tambaleándose un poco llegó hasta el baño y se echó agua en la cara para despabilarse. Sin pasar por el cuarto a cambiarse se dirigió a la cocina a prepararse un café.
Había encendido el ordenador mientras esperaba que el agua hirviera. Después la mezcló con el resto de café que quedaba en la bolsa y empezó a beber el amargo líquido negro en un movimiento automático. La lectura del mail terminó de despertarlo.
Fue hasta el teléfono, la luz titilaba anunciando que había mensajes. Seguramente eran de Cristina pidiéndole que la atendiera, que la llamara, que hablaran, etc… Sin corroborar su fantasía y cruzando los dedos, decidió llamarla.
Sus deseos se cumplieron: fue el contestador automático el que respondió.
– No tenía nada que ver con contigo -dejó grabado-, lo lamento. Creo que tengo que resolver algunas cosas mías para poder merecer estar contigo. No me llames. Te llamaré yo. Un beso.
Buscó en su agenda el teléfono de su amiga Adriana, la psicóloga. Sentía que necesitaba un espejo donde mirarse un poco.
– ¿Tendrías un ratito para mí?
Acordaron encontrarse cuarenta y cinco minutos después en el bar cercano al consultorio…
Roberto volvió a su casa alrededor de la medianoche. Después de charlar con su amiga durante un par horas se había ido a caminar junto al río… Para pensar.
Ahora todo parecía más claro. Adriana le había ayudado mucho. Desde hacía años Roberto pensaba que su enganche con la historia de su madre había sido superada. Pero no, ahí estaba el tema, si no intacto por lo menos presente.
La idea del niño herido de Laura le había asaltado la cabeza. ¿Cuántas veces ese niño interno había pataleado, gritado, llorado, arrastrado, amenazado y manipulado para conseguir la permanencia del otro a su lado?
Ahora era Cristina pero, de alguna manera, lo mismo había hecho antes con Carolina, y antes con Marta, y antes con Alicia, y antes y después con cada uno de sus amigos a los que exigía una incondicionalidad y disponibilidad imposibles de satisfacer, que terminaba espantándolos.
La claridad provenía de la serenidad que le daba poder poner en palabras lo que pasaba. Ahora se sentía en condiciones de definir lo que le estaba sucediendo y a partir de allí podría quizás modificarlo.
En su terapia había aprendido la importancia de poder denominar las cosas. Siempre recordaba fascinado aquella sesión en la que había divagado sobre el valor cultural de ciertas palabras y frases…
Pensaba que las personas empiezan a ser cuando se las identifica con un nombre y un apellido (porque desde el punto de vista jurídico, alguien no registrado, no anotado, no nombrado, prácticamente no existe)… La importancia determinante que arrastra sobre nosotros llamarnos de tal o cual manera (¿cuál sería la carga -se preguntaba- de llamarse Soledad, Dolores o Angustias?) Pensaba en el peso implícito de llevar el nombre de un hermano, abuelo o tío muerto, o soportar el condicionamiento de responder al mismo nombre del padre o de la madre, que muchas veces conlleva la distorsión de verse obligado a seguir siendo “Jorgito’, “Silvita” o “Miguelito’ hasta que el padre o la madre se mueran y uno pueda abandonar el diminutivo para poder ser llamado finalmente Jorge, Silvia o Miguel…
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