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Lorenzo Silva: La flaqueza del bolchevique

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Lorenzo Silva La flaqueza del bolchevique

La flaqueza del bolchevique: краткое содержание, описание и аннотация

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El protagonista y narrador de esta historia se empotra contra el descapotable de una irritante ejecutiva un lunes a las ocho de la mañana. Ciertamente, él se distrajo un poco, pero ella no tenia por qué frenar en seco ni, desde luego, escupirle todos los insultos del diccionario. Por ello, y para hacer soportables las tardes de aquel bochornoso verano, decide dedicarse «al acecho y aniquilación moral de Sonsoles». Gracias al parte del seguro, consigue su teléfono, lo que le permite varias llamadas disparatadas. También se complace en espiarla, y así conoce a su hermana Rosana, una turbadora adolescente de 15 años. Aunque el protagonista no tiene ninguna fijación con las jovencitas, conserva un retrato de las hijas del zar Nicolás II. Le atrae especialmente la duquesa Olga y a menudo se pregunta qué debió de sentir el bolchevique encargado de matarla. Él, a su vez, experimentará una poderosa atracción ante la cálida sabiduría de Rosana, y una debilidad que se revelará mucho peor que cualquier accidente. La flaqueza del bolchevique sería una novela absolutamente cómica si no fuera por el carácter inquietante que adquiere a medida que se complican las argucias del protagonista. Un ritmo ágil permite a Lorenzo Silva una historia a caballo entre la comedia, la intriga y el melodrama. Pero acaso su mayor logro sea el retrato de Rosana, una nínfula distinta de todas las nínfulas, más allá de la generación X, Y o Z y que hace flaquear -y perder el equilibrio- al lector más displicente.

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Según los últimos cálculos, la vida de un eventual de mierda tiene un valor ligeramente inferior al de la vida de una cochinilla de la humedad. Si se pone enfermo más de un par de veces en un año, no se le renueva el contrato. Si un día a las doce de la noche le dices que rehaga todo el trabajo del día y tuerce un poco la cara, no se le renueva el contrato. Si remueve mal el café, no se le renueva el contrato. Si es una secretaria y se pone pantalones, no se le renueva el contrato. Si no sonríe todo el tiempo (pese a lo patético que es sonreír con ojeras), no se le renueva el contrato. Si pregunta qué es un puente, no se le renueva el contrato. Hay un catálogo en el que constan otras doscientas cincuenta mil causas por las que a un eventual de mierda puede no renovársele el contrato. Dejaron de apuntar causas no porque no las haya, sino por innecesarias: no hay eventual de mierda que no pueda ser despedido unas tres mil veces al día con ayuda de las que ya están en el catálogo.

Podría parecer que no hay situación peor que la de los eventuales de mierda. No son suficientes y tienen que hacer todo el trabajo, mientras los budas resuelven apaciblemente sus boletos de apuestas. No están bien pagados, porque si se les pagara bien no se podría costear las maravillosas pensiones de que disfrutan los otros. No tienen beneficios sociales, porque si los tuvieran, los budas no podrían beneficiarse de un seguro médico tan bueno como el que les permite reponerse milagrosa y totalmente de sus múltiples trastornillos. Además, cuando sean viejos; (me refiero a los pocos que lleguen) todo lo que cotizaron a la Seguridad Social se habrá gastado en la larga vida de los budas y no recibirán más que una buena patada en el culo.

Sin embargo, hay alguien que inspira todavía más lástima. Son el resto, la última quinta parte del setenta por ciento que nunca conoció convenio: los soplapollas (por ejemplo, yo). Se los puede encontrar en puestos profesionales de los llamados de primera línea (no jerárquica, sino de playa, o sea, de playa de desembarco), en bancos de negocios, intermediarios bursátiles, multinacionales de lo que sea, incluso a veces en las mismas empresas en las que convalecen plácidamente los budas. Los soplapollas no son eventuales y ganan buenos sueldos, en realidad mejores que los de los mismísimos budas. Bajo esa coartada, la actividad sindical, entre ellos, es a medias inconcebible y a medias un rasgo de mal gusto. Son jóvenes, van bien vestidos y procuran conservar un aspecto físico presentable, lo que por diversos medios más o menos demenciales consiguen. Se les permite cogerse algún puente de vez en cuando, esquían y se van de veraneo a otros países. El resto del año, purgan miserablemente sus pecados.

Según los últimos cálculos, la vida de un soplapollas tiene un valor bastante inferior al de la vida de una cochinilla de la humedad con todas las patitas amputadas. Para empezar, trabajan todavía más horas que un eventual de mierda. No pueden ponerse enfermos, porque siempre hay algo que los reclama urgentemente, y eso los convierte en adictos a toda clase de fármacos para seguir en pie contra viento y marea. Mientras soportan la fiebre o se contienen el vómito es posible que se vean en la necesidad de darle permiso a algún buda que quiere marcharse a casa para pasar mejor una pequeña jaqueca. Aunque oficialmente todos son jefes de algo, saben manejar el ordenador, la fotocopiadora, el fax y la máquina de encuadernar, porque a las horas a las que suelen terminar los trabajos hasta los eventuales de mierda ya se han ido (en esos momentos, los budas que aún tienen hijos en edad escolar han repasado con ellos las lecciones del día y los han acostado y saborean un whisky frente al televisor). Por si esto no bastara, cualquier error que cometan puede ser castigado con violentas humillaciones personales a las que no tienen posibilidad alguna de replicar.

Algunos soplapollas estiman que eso es mejor que ir a la calle, extremosidad a la que no se les somete con la misma frecuencia que a los eventuales de mierda, y sonríen mientras sus superiores les escupen a los ojos, dando gracias por ser un soplapollas y no un eventual de mierda. Cualquiera que tenga sesos se da cuenta de que el eventual de mierda al menos puede mirarse al espejo. Y aunque los dos morirán sin pensión de vejez, al eventual de mierda le queda alguna esperanza de que sus hijos le quieran y se ocupen de él en tan mal trago. El soplapollas no sólo no se merece el respeto de sus hijos, sino que ni siquiera puede esperar que sepan quién es ese tipo que solía aparecer por casa los días de fiesta (no todos).

Resulta difícil explicar cómo tantas buenas personas, e incluso individuos relativamente valiosos, acaban arrastrando la maldición de ser un soplapollas durante todos los días de su vida. Algunos se dejan cegar por el dinero o por una leyenda jerárquica en una tarjeta de visita. Nunca falta quien por ser coordinador o ganar 80 se siente en condiciones de creer hasta las últimas consecuencias que cualquiera que sea subcoordinador o gane 79 es su inferior en la escala zoológica. Entre esos atontados se recluta una parte importante de todos los soplapollas que pululan por el mundo, y lo alarmante de esta época es que de esos atontados hay tal stock que si hiciera falta abastecería de sobra toda la demanda de soplapollas.

Sin embargo, una parte de los soplapollas no aman el dinero (o las tarjetas de visita más gordas que la de otro) por encima de todas las cosas. Son los soplapollas en quienes resulta más chocante que sean unos soplapollas, y posiblemente los más culpables y los que más se merecen su perra suerte, porque a nada que se hubieran decidido a tener un par de pelotas podrían haberse ahorrado ser la poca cosa que son. Aunque pueda sorprender, estos sujetos están donde están por vanidad. Se metieron en la boca del lobo sin pensarlo, o pensando sin quererlo, o pensando que nunca querrían ni se dejarían llevar por la asquerosa corriente. Y entonces los tentaron: vamos a ver si eres capaz de esto y de lo otro. Ellos se sabían capaces de esto y de lo otro y les dio por demostrarlo para que nadie volviese a ponerlo en duda. Luego vino aquello y lo de más allá, y también de eso eran capaces y lo demostraron. Y así sucesivamente.

Cuando quisieron mirar para atrás habían hecho un huevo de cosas de las que eran capaces, y ninguna de ellas, por difícil que fuera, valía una higa. Por el contrario, había otro huevo de cosas que valían de un par de higas para arriba, y también de eso habrían sido capaces en su momento, pero después de tanto perder el tiempo en las cosas que no valían una higa, ahora ya no servían para nada más. Y lo más vergonzoso es que la mayor parte de esa chusma, en lugar de agarrar el coche y despeñarse tranquilamente, se consuelan olvidándose del asunto y aplicándose con ahínco a seguir con las cosas que no valen una higa. Hasta se ríen cuando les dan palmaditas en la espalda, buscando en ellas la misma aprobación que encuentra el falderillo en la galleta rancia que le dan después de hacer una monería.

Aquí es donde se echa en falta el par de pelotas de que hablaba antes. Vanidad tenemos todos, y a cualquiera nos gusta que nos la halaguen por hacer chorradas. Pero hace falta un par de pelotas para decirle al domador, cuando te pide que des un saltito a través de un aro ardiendo, que el salto lo dé más bien la puerca que lo parió y que ya puede empezar a gastar el látigo. La primera vez que uno salta por el aro ardiendo se deja las pelotas allí colgando y ya nunca más puede recobrarlas. Para quien no lo sepa, las pelotas son altamente inflamables.

Hubo un tiempo en que yo me resistía a ser un soplapollas. Nunca adoré el dinero, ni la tarjeta de visita, y me negaba a cifrar mi orgullo en que otros admirasen mi habilidad para hacer volatines. En aquel tiempo yo tenía un par de pelotas. Luego se me ocurrió que no es bueno que el hombre esté solo y me pregunté si convenía quedarse al margen de lo que hacía todo el mundo, o todos los que podían. Yo podía tanto como cualquiera. Me autoricé a saltar por el arito flamígero sólo por no acabar en la cuneta y sin provecho. Lo acepté como una solución transitoria, hasta que el panorama se aclarase y yo pudiera organizarme a mi manera. Han pasado pongamos que diez años. Ahora soy un soplapollas y estoy más solo que antes.

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