Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra

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En La cabeza de la hidra (1978) ensaya una novela policiaca con un tema histórico mexicano, Una familia lejana (1980) se enraíza en la fantasía y en la historia, relaciona varios continentes, diversos niveles de historicidad (el mundo prehispánico) y tradiciones literarias.

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– Sabemos que es usted muy puntual, licenciado Maldonado. Es usted un hombre de muchas virtudes. Algunos dicen que demasiadas.

– ¿Para alcanzar una posición económica y social más sólida, como dijo usted hace rato?

– Por qué no. Le repito: comprenda que queremos ayudarlo. Déjese desconocer.

– Señor Director, no entiendo una palabra de lo que me dice. Es como si le hablara usted a otra persona, de plano.

– Es que usted es otra persona. No se queje, hombre. Tiene tantas personalidades. Pierda una y quédese con las demás. ¿Qué más le da?

– No entiendo, señor Director. Lo que me inquieta de todo este asunto es sólo esto, que usted me habla como si yo fuese otro.

– ¿No recuerda usted el tema mismo de esta entrevista? ¿No será que usted ha olvidado de qué le estoy hablando?

– ¿Eso sería grave?

– Sumamente.

– ¿Qué me recomienda?

– No haga nada. Estése tranquilo. Las situaciones se presentarán. Si usted es inteligente, se dará cuenta y obrará en consecuencia.

El Director General se incorporó, perdiéndose en las alturas de la sombra. Las luces sólo iluminaron su vientre flaco y la mano en reposo cordial sobre los botones del chaleco.

– Y recuerde bien esto. No nos interesa usted. Nos interesa su nombre. Su nombre, no usted, es el criminal. Buenas noches, señor licenciado…

– Félix Maldonado -dijo agresivamente Félix.

– Cuidadito, cuidadito -se fue apagando la voz hueca del Director General.

Félix se detuvo con la mano en la perilla bronceada de la puerta y preguntó sin voltear a ver a su superior:

– Ya se me andaba olvidando. ¿Qué crimen se le invita o se le obliga a cometer el tercero en jerarquía?

– Eso le toca averiguarlo al interesado -dijo la voz hueca, lejana, como de grabación, del Director General.

En seguida añadió:

– No manipule la perilla. Es sólo de adorno.

Apretó un botón y la puerta se entreabrió electrónicamente Ni esa libertad me dejó, ni la puerta pude abrir, me tenebroseó de a feo, como títere se sintió Félix y se fue sin mijar a los ojos de la señorita Chayo.

9

Manejó rendido por la fatiga de la Secretaría a su apartamento en la Colonia Polanco. Quiso recordar la conversación con el Director General, era fundamental no olvidar un solo detalle, reconstruir fielmente cada una de las palabras pronunciadas por el superior. Aletargado, Félix se asustó, se pellizcó un muslo como para mantenerse despierto y evitar un accidente. Debería tomar un café antes de salir a la cena. Volvió a pellizcarse. ¿Con quién acababa de hablar? ¿Qué le había dicho? Abrió apresuradamente la ventanilla. Entró el aire barrido y frío de las primeras horas después de la lluvia.

Tocó tres veces el claxon para anunciarle su llegada a Ruth. Era una vieja y cariñosa costumbre. Estacionó frente al condominio de doce pisos. Subió al noveno. Quizás debería contar las veces que subía y bajaba diariamente en un elevador. Quizá le haría falta un uniforme de lana gris con botonadura de bronce y las iniciales bordadas sobre el pecho, S.F.I. Quizá sólo así lo reconocerían en la oficina de ahora en adelante.

Dijo varias veces en voz alta, Ruth, Ruth, al entrar al apartamento. ¿Por qué necesitaba anunciarse desde la calle y ahora al entrar, si sabía perfectamente que Ruth estaba enojada, metida en la cama, esperándolo, fingiendo que no, hojeando una revista, con la televisión prendida sin ruido, vestida con camisón y mañanita de seda, como si se dispusiera a dormir temprano pero no era cierto, no se había quitado el maquillaje, no se había embarrado las cremas, estaba disponible, la podía persuadir aún de que la acompañara a casa de los Rossetti?

Antes de abrir la puerta de la recámara, miró la reproducción tamaño natural del autorretrato de Velázquez que colgaba en el vestíbulo. Era una broma privada que tenían él y Ruth. Cuando vieron el original en el Museo del Prado, los dos rieron de esa manera nerviosa con que se rompe la solemnidad de los museos y no se atrevieron a decir que Félix era el doble del pintor. «No, Velázquez es tu doble», dijo Ruth y a la salida se compraron la reproducción. Abrió la puerta de la recámara. Ruth estaba acostada mirando la televisión. Pero no se había peinado y se desmaquillaba con kleenex. Esto desconcertó a Félix. La saludó, hola Ruth, pero ella no contestó y Félix se fue directamente a la sala de baño. Desde allí le dijo en voz alta disfrazada por los grifos abiertos y la máquina de afeitar:

– Son las ocho, Ruth, la invitación es a las nueve. No vas a estar lista.

Miró su cara en el espejo y recordó el parecido con Velázquez, los ojos negros rasgados, la frente alta y aceitunada, la nariz corta y curva, árabe pero también judía, un español hijo de todos los pueblos que pasaron por la península, celtas, griegos, fenicios, romanos, hebreos, musulmanes, godos, Félix Maldonado, una cara del Mediterráneo, pómulos altos y marcados, boca llena y sensual, comisuras hondas, pelo negro, espeso, ondulado, cejas separadas pero gruesas, ojos negros que serían redondos, casi sin blanco, si la forma de avellana no los orientalizara, bigote negro. Pero Félix no tenía la sonrisa de Velázquez, la satisfacción de esos labios que acaban de masticar ciruelas y naranjas.

– No vas a estar lista, repitió en voz alta. Yo nada más me rasuro, me doy un regaderazo y me cambio de ropa. A ti te toma más tiempo. Ya sabes que no me gusta llegar con retraso.

Pasaron varios segundos y Ruth no contestó. Félix cerró los grifos y desconectó la máquina. Paciencia y piedad, les había pedido el rabino que los casó, ahora recordó esas dos palabras y las estuvo repitiendo bajo la ducha. Paciencia y piedad, mientras se frotaba vigorosamente con la toalla, se rociaba abundantemente con Royall Lyme, se untaba Right Guard bajo los brazos y se pesaba la taleguilla de los testículos, veía el tamaño del miembro, no de arriba abajo porque así siempre se ve chiquito, sino de lado, de perfil ante el espejo de cuerpo entero, ese es el tamaño que ven las mujeres. Sara, Sara Klein.

Salió desnudo a propósito a la recámara, fingiendo que se secaba las orejas con la toalla y repitió lo que antes había gritado, ¿no me oíste, Ruth?

– Sí te oí. Qué bueno que te bañaste y te perfumaste, Félix. Es tan desagradable cuando vas a las cenas con el sudor de todo el día, los olores de tu oficina y los calzoncillos sucios. A mí me toca recogerlos.

– Sabes que a veces no hay tiempo. Me gusta ser puntual.

– Sabes que no voy a ir. Por eso te bañas y te perfumas.

– No digas tonterías y apúrate. Vamos a llegar tarde.

Ruth le arrojó con furia el ejemplar de Vogue que había estado hojeando. Félix lo esquivó; recordó las hojas abiertas de los libros del estudiante en el taxi, como navajas, matando a los pollitos.

– ¡Tarde, tarde! Es todo lo que te preocupa, sabes muy bien que si llegamos a la hora no habrá nadie en casa de los Rossetti, él no habrá llegado de la oficina y ella se estará prendiendo los chinos. ¿A quién engañas? Cómo me irritas. Sabes perfectamente que si nos invitan a las nueve es para que lleguemos a las diez y media. Sólo los extranjeros ignorantes de nuestras costumbres llegan puntuales y embarazan a todo el mundo.

– Abochornan o ponen en aprietos, pochita -dijo con ligereza Félix.

– ¡Deja de pasearte encuerado, como si me llamara la atención tu pajarito arrugado! -gritó Ruth y Felix rió:

– Se veía más grande antes de que me obligaras a la circuncisión, mira que circuncidarme a los veintiocho años, sólo para darte gusto.

Empezó a vestirse con furia, se le acabó la paciencia, así era siempre, primero mucho humor, luego abruptamente una cólera verdadera, no fingida como la de Ruth, sólo por ti,

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