Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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Miró el rostro de Sara. No se parecía ni al sueño ni a la muerte que deberían habitarlo. Se parecía a otra cosa y Félix tuvo que repetir las palabras que le obligaban a entrar al rito que de esa manera dejaba de ser espectáculo ajeno para convertirse en un gesto que él no miraba sino del cual participaba. Se dijo en casa de los Rossetti que la amaría siempre, lejana o cercana, limpia o sucia. Ahora debería añadir: viva o muerta.
– Viva o muerta -murmuró y vio en el rostro de Sara lo que la distinguía del sueño mortal de cualquier otra mujer, viva o muerta. El rostro inmóvil de Sara Klein era el ostro de la memoria, una memoria fatigada que ni en la muerte encontraba el reposo del olvido.
Félix había venido aquí a concentrar y consagrar su amor.
Entró dispuesto a darle eso a una mujer a la que quiso mucho.
En cambio, era ella quien le daba algo, una luz del rostro lavado, sin maquillaje, con los ojos cerrados, el misterio de un rostro que en vida hubiese aceptado la muerte a fin de | ganar el olvido prometido y que en la muerte parecía fijado para siempre con el rictus de una memoria dolorosa.
Cubrió desoladamente el cuerpo con la sábana, deja ya de recordar, le dijo nerviosamente, olvida tu niñez perseguida y huérfana, las penitencias de tu vida de mujer, Sara, y escuchó los pasos detrás de él. Las velas del candelabro judío se consumían. Seguramente el solitario guardián del cuerpo de Sara Klein entraba a cambiar los cirios. Volteó esperando encontrar a un empleado de la funeraria y miró la figura de la chaparrita cuerpo de uva, Licha.
La enfermera, tensa, tímida, se acercó a él. Félix la miró con rabia y notó que había tenido tiempo de cambiarse. Traía puesta una minifalda negra y una blusa oscura también y escotada. En vez de los zapatos blancos de suela de goma, se había encaramado en unas monstruosidades de charol negro, plataforma y tacón repiqueteante. Una bolsa acharolada le colgaba del brazo.
– ¿Qué haces aquí? -le dijo Félix con la voz apagada que imponen los lugares de la muerte.
– Me imaginé que estarías aquí -contestó Licha.
– ¿Cómo sabes?, ¿cómo te atreves? -dijo Félix vencido por la ruptura del momento único, detestando a Licha por la profanación del instante perfecto y en realidad fatigado físicamente por el traslado inconcluso de la memoria de Sara Klein a la suya, un traslado interrumpido como un coito que al no consumarse acumula todo el cansancio del mundo sobre los pobres cuerpos aplazados.
– Perdón, corazoncito, ya te dije que soy muy cobarde.
– ¿De qué hablas? -dijo con impaciencia Félix, apartando la mirada de los pies desnudos de Sara Klein. -No te pude decir antes lo de don Memo, no me atreví.
– ¿Quién carajos es don Memo?
– Mi viejo, pues, el chofer donde te mandé. Mejor que averigüe solo -me dije-, si me quiere me perdona y si no,
pues ya te lo dije, ni modo. Ya veo que te encabronaste mucho.
Félix sofocó una risa impúdica:
– ¿Crees que por eso…?
Licha tomó actitudes de niña enfurruñada, juntando las puntas de los zapatos y remoliendo el tacón sobre el piso de mármol.
– No digas nada, óyeme. Memo es un hombre muy bueno, es como mi papá más que mi marido. Tú no sabes, amorcito. De la calle del Peñón nadie sale a recibirse de enfermera. Sales de huila, criada o placera. Don Memito me dio su protección y me hizo sentirme segura. Me pagó los estudios y si no me aparezco varias noches seguidas dice que es porque cuido enfermos. No me pide explicaciones. Le basta saber que soy su vieja por lo civil, con eso se conforma. Yo le vivo agradecida, ¿me entiendes?
– Está bien, no me importa -dijo Félix.
Licha se acercó de puntúas:
– ¿De veras? ¿Entonces juega?
Se prendió cariñosamente al cuello de Félix; él la apartó para mirarle los ojos. Pero no bastó la mirada; a esta mujercita había que formularle explícitamente las preguntas, sacarle las respuestas con tirabuzón.
– ¿Qué quieres decir?
– Corazón, nunca he estado con un hombre como tú. Sólo por ti dejaría para siempre a don Memo a quien tanto le debo.
Félix había mirado la memoria dolorosa en los ojos cerrados para siempre de Sara; en los ojos bien abiertos de Licha vio una amenaza sonriente. No pudo reírse de ella ni enojarse con ella. Desvió la mirada hacia el féretro de Sara. De una panera misteriosa estas dos mujeres a las que todo en la vida separó se estaban reuniendo en un lugar de la muerte, repartiéndose un poco este y otros dolores. Súbitamente, las dos aparecían aquí como nunca habían aparecido antes, portadoras de secretos, terribles las dos.
– ¿Quién trajo aquí a esta mujer? -Félix decidió tomar por los cuernos la novedad de su visión de Lichita -¿quién puso el anuncio en el periódico comunicando el deceso, el lugar del velorio, la incineración mañana…?
– Si te digo que fueron los meros gallones de su país, ¿me vas a creer? -sonrió Licha.
– Me estás pidiendo que no te crea.
Licha le guiñó un ojito de capulín:
– Segurolas. Si chencho no eres.
– El periódico decía que la embajada de Israel se desentendió de ella. ¿Entonces quién? Bernstein fue herido, ¿está muerto también? -dijo Félix más para sí mismo que para Licha. Si no fueron ellos, ¿entonces quién?
El silencio taimado de la enfermera se prolongó como el chisporroteo de las velas agonizantes. Félix se negó a precipitar lo que temía, las palabras absurdas de Licha, las condiciones que quería imponerle esta mujer inesperada.
– Corazón, no hay más que un macho en este mundo que me pueda obligar a traicionar a don Memo que tan bueno ha sido conmigo.
– ¿Te refieres a Simón Ayub? -dijo Félix brutalmente.
Licha se le prendió de la solapa:
– Tú, corazón, tú sólo tú como dice la canción. Sólo si tú me lo pides yo te lo digo. Sólo si tú me lo das yo te lo doy, corazoncito.
– No -dijo Maldonado agarrándose a la cola de una intuición que le pasó como un cometa por la mente-, te pregunto si Simón Ayub dispuso todo esto…
Permitió que su mano señalara hacia el féretro, los pies desnudos y el menorah que se iba apagando. No era ese el lugar de su mano; acarició un seno bajo el escote de Licha, la miró como dándole a entender que sí, estaba bien, lo que ella quisiera.
– ¿Tú crees? -Licha se apartó de Félix contoneándose victoriosa, pero Félix la sintió por primera vez asustada. Licha extrajo un chicle de su bolsa acharolada y lo desenvolvió deliberadamente. Félix la tomó del brazo y se lo apretó.
– ¡Ay! No maguyes.
– ¿Sabes? -dijo Félix con la voz de familiaridad violenta que en realidad le gustaba a Licha, recordó eso, a eso sí respondía sin defensas Licha-, ¿sabes? -le dijo-, a todas las mujeres hay que aguantarlas…
– Yo no corazón, yo me hago querer -chilló quedamente la enfermera.
– A todas hay que aguantarlas -dijo Félix sin soltar el brazo adolorido de Licha-, a cualquiera o a una sola, da No hay salida. Hasta cuando las rechazas, tienes que aguantarlas.
Recogió la maleta y salió caminando de prisa del recinto fúnebre. Licha se quedó un instante con el chicle en la boca, sin mascarlo, aturdida por los cambios de actitud de Félix y en seguida corrió detrás de él, repiqueteando con sus tacones picudos. Lo alcanzó en la escalera. Trató de detenerlo tirando de la manga, se adelantó y se le plantó enfrente.
– Déjame pasar, Licha.
– Está bueno, ya no me castigues más -dijo Licha aventando hacia atrás la cabeza-, Simón se ocupó de todo, es cierto, él la trajo aquí -dijo que tú la seguirías a cualquier parte porque estabas enculado de la vieja…
El tono rispido, histérico de la voz de Licha fue cortado por una bofetada de Félix. La enfermera fue a dar contra un muro de mármol, se retiró dejando una huella húmeda, como la sábana sobre el cuerpo de Sara.
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