Juan Marsé - El amante bilingüe
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– Gracias.
Subió las escaleras con una agilidad que le sorprendió a sí mismo. Esa abuela tenía que ser la señora Lola, a la que él no veía desde hacía casi veinticinco años, cuando enterró a su madre. Estaba en el pasillo restregando el suelo con una fregona. Una mujer de casi setenta años, animosa y fuerte, de ojos vivos y dentadura poderosa.
– ¿No s'acuerda de mí, zeñora Lola? No, claro que no. Ha pasao mucho tiempo. Soy Juan Faneca. Fanequilla…
– ¡¿Será posible?! -dijo la vieja con la voz rasposa, no exactamente ronca: una voz con verrugas, había pensado él alguna vez, siendo un chaval-. Pues claro que me acuerdo, el hijo de la Rosa… Te fuiste a trabajar a Alemania. Pero no te habría reconocido, ¡qué va!, y con ese ojo tapado. ¡Menuda pieza estabas hecho, sobre todo cuando te juntabas con…! ¿Cómo se llamaba aquel demonio?
– Juanito Marés.
– Dame la llave, te enseñaré la habitación. Eso, Marés. Siempre tenía hambre, siempre venía por aquí a ver si pescaba algo -dijo abriendo la puerta-. Su madre se llamaba Rita Beni. Benítez. Lo dejó en Beni ya de soltera porque le sonaba a artista italiana… Pasa. Y tú también venías mucho por aquí, ya me acuerdo, ya. ¡Ah, qué buenos tiempos aquellos, a pesar de todo! Se trabajaba mucho más. Si tardas un poco en venir, a lo mejor habrías encontrado cerrado… De hecho esto ya no es una pensión, no viene nadie. Al morir mi marido cerré parte de la torre y me quedé unas pocas habitaciones. ¿Sabes cuántos huéspedes me quedan? Dos viejos jubilados que no tienen a nadie en el mundo…
La habitación era pequeña y limpia. El viejo empapelado de las paredes aguantaba bien. Una cama, un armario, un lavabo empotrado en la pared, dos sillas, un perchero de pie.
– Antes tenía algunos estudiantes -prosiguió la vieja-, pero cuando abrieron la residencia de la Travessera, todos se fueron… ¿Y tú qué has hecho tantos años en Alemania? ¿Has ganado mucho dinero?
– Tengo algunos ahorrillos.
– Cuando murió tu padre y tu pobre madre regresó a Granada, estuve a punto de coger a mi nieta y marcharme yo también. Cuanto más vieja me hago, más encuentro a faltar el pueblo.
– ¿La muchacha que me atendió es su nieta?
– Hija de Concha. ¿Te acuerdas de mi hija Concha? Se casó y murió de parto. Su marido se fue con otra a los seis meses dejándome a la niña, y no hemos vuelto a verle. Aquí no hemos vivido más que desgracias, hijo.
– ¿Es ciega de nacimiento?
– No. De que tenía trece años. Tuvo una bajada de calcio o no sé qué, estuvo en coma quince días y se quedó ciega. Pero no veas, se desenvuelve en la casa mejor que yo. Le gusta mucho la televisión… Se llama Carmen. Si quieres verla contenta, dile que es bonita. Eso y las películas, lo que más le gusta. -No paraba la vieja de hacer cosas: arreglarse la horquilla del pelo, alisar la colcha de la cama, abrir el armario ropero, pasar un paño por la mesilla de noche-. Estoy muy preocupada con esa niña. Es algo que me angustia. Yo soy toda la familia que le queda, y cuando yo falte, ¿quién se ocupará de ella? Es una chica muy buena, pero necesita mimos, mucha compañía. -Algo enturbió sus ojos, suspiró-. No sé por qué te cuento todo eso…
– Porque uzté e mu güeña, zeñora Lola, y porque yo soy su amigo.
– Veo que no te han cambiado tanto en Alemania, aún tienes aquel acento que te trajiste del pueblo. ¿Y en qué trabajabas, en Alemania?
– Vendedor de persianas venecianas.
– ¿Y no te has sentido muy solo todos estos años?
Vio asomar una repentina tristeza en los ojos de la mujer, y de repente se sintió vulnerable, indefenso.
– Sí, la verdad es que sí.
– ¿Qué te pasó en el ojo?
– Un accidente laboral…
La señora Lola suspiró y dio por terminado su examen de la habitación.
– En fin, olvidemos las penas. ¿Te gusta el cuarto? Te haremos una rebaja porque eres tú… ¿Te quedas a cenar?
– Otro día. Ahora me voy. He estao viviendo en casa de un amigo y tengo que ir a recoger algunas cosillas. A lo mejor no vuelvo hasta mañana.
– Como quieras. Estás en tu casa, hijo.
Ahora, apoyando ambas manos y la barbilla en el palo de la fregona, la vieja le miraba con alegría sincera, y admiraba su traje de americana cruzada y su apostura, su bigote y su parche negro en el ojo, sonriendo complacida. Y él se le acercó, le puso las manos en los hombros y la besó en la frente. Gracias, zeñora Lola, dijo. Como siempre, no tardaría ni diez minutos en arrepentirse de esa debilidad. Tú a lo tuyo y corta el rollo, se dijo mientras bajaba animosamente las escaleras, estas cosas sólo las haría el pelma de Marés.
8
No vio a la muchacha ciega en recepción. En una salita contigua, un televisor emitía destellos en la penumbra. Marés se asomó. Era una película antigua, una familiar sinfonía de grises: mujeres con ceñidos vestidos de lame rodeaban a un hombre con smoking, elegante y parlanchín, en un cabaret fúlgido y espejeante. Sentada en una mecedora con la cabeza erguida, las rodillas juntas y las manos yertas en el regazo, Carmen recibía la luz parpadeante del televisor y prestaba toda su atención a los diálogos del film. A su lado, en una butaca profunda, un viejo liaba un cigarrillo con parsimonia.
– ¿Qué hacen ahora, señor Tomás? ¿Dónde están? -preguntó la muchacha volviendo un poco la cara hacia el viejo.
– Están en una fiesta -dijo el señor Tomás con desgana, y siguió liando el cigarrillo-. Eso parece.
– Pero ¿él qué hace? ¿Con quién está?
Mal que bien, gruñendo, porque su interés por la película era nulo, el viejo atendía a lo que pasaba en la pantalla e iba contestando a las preguntas de ella. Era un hombrecillo rechoncho y pulcro, de canoso pelo de cepillo y ojos saltones. Marés permaneció un rato en el umbral y pudo observar cómo se las apañaba para contarle a la ciega determinadas escenas de mucho movimiento. En cierto momento, la muchacha adivinó una presencia a su espalda e irguió aún más la cabeza. Pero la voz metálica del protagonista parecía tenerla subyugada y no dejó que nada distrajera su atención. Por su parte, el señor Tomás no terminaba de liar su cigarrillo. Marés tuvo de pronto la agradable sensación de que en esta casa el tiempo se había parado.
– ¿Cómo es, qué aspecto tiene? -dijo la muchacha con una tímida sonrisa-. ¿Cómo es ese hombre, señor Tomás?
El viejo contestó con evasivas, enfurruñado, y balbuceó unas palabras, «buen mozo, simpático», atento al cigarrillo que no acertaba a liar con manos temblorosas.
El impostor Faneca recostó el hombro en la puerta de la salita y dijo, suavizando el acento andaluz:
– Es un hombre de unos treinta y cinco años, moreno, con bigote y hoyuelos en las mejillas. Es muy elegante. Sonríe por un lado de la boca con aire socarrón y levanta la ceja al mirar a las mujeres. Lleva un parche negro en el ojo derecho y es muy guapo. Las mujeres que le hacen la rosca son fascinantes, pero ninguna es tan bonita como tú, niña…
Carmen dejó pasar unos segundos y luego dijo, sin volver la cabeza:
– Gracias, señor. -Y siguió escuchando la película.
Faneca sonrió a su propio fantasma y dio media vuelta, dirigiéndose a la calle.
9
Abandonó la pensión con una sensación de aturdimiento. En la calle, bajando, sintió de pronto que perdía pie. Si no me paro me voy a marear, voy a perder el sentido, se dijo: deberías correr a casa y rescatar a ese imbécil de Marés del fondo del espejo. Sus últimas noches en Walden 7 habían sido desoladoras, preñadas de insomnio y de sirenas de ambulancia, presagios de soledad y de muerte.
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