Marcela Serrano - El albergue de las mujeres tristes

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Floreana, una historiadora aún joven y más atractiva de lo que ella misma quiere creer, llega a un albergue sui generis en la isla de Chiloé. Allí, en medio de los paisajes del profundo sur chileno, acuden diversas mujeres para curar las heridas de un dolor común, el desamor. Si bien la incapacidad afectiva masculina parece ser para ellas la clave del desencuentro, la autora da voz, por primera vez, a un personaje masculino, el médico del lugar, un santiaguino autoexiliado en la isla que arrastra también sus propias cicatrices. Ambivalentes, reprimidos sexualmente, vacilantes en el compromiso amoroso, los hombres sienten miedo frente a la autonomía que las mujeres han ganado. Mientras tanto, en ellas crece la insatisfacción, el mal femenino de este fin de siglo.

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Al centro espera una bandeja con vasos y diversas botellas. Unas aceitunas en un pote de greda la conmueven, no sabe por qué. Igual que Elena, pareciera que Flavián no pisara el suelo sino a través de las alfombras. Quizás se las ha regalado ella, ¿o las traerá él de Santiago? Los muebles no son los de una típica casa de Chiloé, no, él se trasladó con todo a estas latitudes, y un par de piezas finas le recuerdan los orígenes de los cuales le habló. Se las ha arreglado para tener un refugio definitivamente confortable.

Mientras cada detalle era captado por sus ojos (el equipo de música, un cuadro al óleo de pintura abstracta, un jarrón transparente y vacío -¿lo llenaría con flores en el verano?-, las líneas mostaza y rojas del tapiz del sofá), y calculaba a la rápida qué cantidad de libros contendrían esos estantes, apareció su admirador. Aparentaba unos veinticinco años y medía casi lo mismo que su tío. El pelo claro y revuelto, la expresión ceñuda, los pantalones estrechos y el vaso de licor en la mano la hicieron pensar en el David Hemmings de Blow-Up, algo torcido en los labios, algo impetuoso en su gestualidad, algo ligeramente desconfiable. Establece el aire de familia en el movimiento felino. Otro gato montes, pensó, y no pudo dejar de lamentar que Emilia no estuviese allí.

Las presentaciones sobraban.

– Nunca pensé llegar a conocerte personalmente. Esto es un honor para mí, Floreana Fabres. Además, te imaginaba más simple, físicamente hablando.

Sintiéndose una mentirosa con su pelo peinado y su cuerpo forrado en cabritilla, Floreana le pregunta la razón de su presencia en este pueblo perdido.

– Vacaciones espirituales -dice él, jugando a mirarla con intensidad-. Lo único que me equilibra, a veces, es abandonar por un tiempo esa corte de los vicios llamada «mundo civilizado», como diría Bioy Casares…

Pasa de inmediato a ofrecerle un trago.

– En esta casa hay vino, y del bueno, pero yo traje cargamentos de vodka. ¿Qué tomas tú?

– Precisamente vodka. ¡Y no sabes cuánto lo añoro!

– ¿No las dejan tomar allá arriba? ¡Qué espanto! El vodka es lo mejor: no deja huellas ni en el hígado ni en el aliento, no echa a perder el estómago como el whisky ni te parte la cabeza como el gin. El vodka… es perfecto. Veo que ya empezamos a congeniar. Flavián lo toma con tónica; yo no, una rodaja de limón y agua, nada más.

Al menos es agua con gas, piensa Floreana. Y es Flavián quien le prepara el trago y corta limones mientras su sobrino habla sin cesar.

– Estudié historia, como tú. Pero sólo por disciplina, por ganas de entender el mundo. ¡Nunca pensé ejercer! ¿Ser profesor? Jamás, muy aburrido. ¿Investigar? No tengo rigor. Por eso decidí ser escritor.

– ¿Es una profesión que se decide, como aprender un idioma o ser contador?

– No te burles, no me tomo en serio la escritura. Es solamente lo que sé hacer mejor. Soy un novelista inédito que escribe y escribe, hasta el momento en que dé el gran golpe. No me muero de hambre por mientras, mi madre me mantiene.

– ¡Qué huevón más descarado! -opina Flavián desde atrás.

– El tema de mis novelas es uno: el erotismo. Eso es todo. Y te diré que mi sintaxis es bastante loca; ha pasado a ser parte de mi estilo.

Flavián acerca los vasos y los ofrece.

– Un pequeño monstruo este Pedro -le susurra a Floreana-, pero adorable. Es hijo de mi hermano mayor y el único de mi familia al que le gusta visitarme. Me hacen bien sus venidas, me obligan a usar otros sectores de mi cerebro, a plantearme cosas, pero quedo agotado. Duermo poco cuando está aquí; él es noctámbulo.

Antes de comenzar con el ataque al sabroso cordero, Pedro se acerca, al equipo de música donde han quedado suspendidas las últimas notas de la Pastoral de Beethoven, y busca un disco determinado.

– Los clásicos en la música son el puerto final; uno viaja, se mueve, puede ir y venir en cualquier otra música, pero sólo la clásica es el lugar para quedarse. ¿O no, Floreana?

– Estoy de acuerdo. ¿Qué nos vas a ofrecer para acompañar esta comida?

– Una cantante irlandesa, dudo que ustedes dos la conozcan. Loreena McKennitt. To drive the cold winter away… es una ilusión válida, ¿verdad?

– Depende… -responde Flavián, ocupado en untar las papas cocidas con mantequilla-. ¿Cuál invierno, el de afuera o el de adentro?

– El que te joda más…

Se arrellanan en los sillones con los vasos en la mano. Floreana ha exigido varias veces reposición en el suyo… La voz de una mujer que viene de muy lejos llena la habitación, una voz cuya finura puede en cualquier momento convertirse en quebranto. Floreana busca a Flavián; no, a él no lo conmueve… O no lo deja entrever. Qué inútil búsqueda, piensa Floreana, la verdad es que en él nada se trasluce. Paupérrima su emocionalidad. Y ella está ahí, en la privacidad de su casa, acurrucada como un gato en su sofá, y busca en él signos de vivencias anteriores sin encontrarlos. Los ojos de Flavián se escapan. Sólo el dolor de algún sufriente podría reclamar su atención. Flavián convierte a sus pares en ajenos y a su propio corazón en una periferia de sí mismo. ¿Es éste el hombre a quien le cuidó el sueño, cansado e indefenso en una pequeña isla del Archipiélago de Chiloé? ¿El que le confió el doloroso abandono de una mujer, la marca del chantaje en el nacimiento de su hijo? ¿Es éste el hombre al que pidió abrigo, el que tocó su nuca, su mano levemente, el que al finalizar la noche se disculpó por ser el que es? La intimidad vivida en un momento determinado no empalma con esta distancia de ahora. ¡Eso es! Es la falta de empalme lo que aflige a Floreana. Sólo hoy, siente ella, sólo en estos tiempos puede suceder: mirar dormir a un hombre, conocer su respirar en la inconsciencia, esperarlo en una cama la noche entera, y comprobar que esas huellas no se amalgamaron en él. Muy de estos tiempos. ¡Qué frígida es toda esta modernidad! Frígida entera.

3

– El gran fracasado hoy en día es el amor.

Trasnochada, soñolienta, Floreana, sentada a la mesa de la gran cocina, comparte con Cherrie -la que hace muñecas- y con Rosario -la abogada- la tarea de pelar las papas y desgranar las arvejas para el almuerzo. Los olores que despiden las ollas hirviendo confortan su espíritu, las idas y venidas de Maruja la consuelan, la convencen de que está en la realidad.

– ¿Te acuerdas, Cherrie, de que esa noche, cuando llegué, prometiste contarme tus penurias sentimentales? -había preguntado Floreana, tratando de sentir el buen humor que aparentaba.

– ¡Ah! Quieres saber de Enrique. Todos lo conocen en la zona de Osorno y Puerto Montt. Es un hombre importante en el gobierno regional.

– Pero tú ya no estás con él, ¿verdad?

– No.

– ¿Por qué? -pregunta Rosario-. ¿Qué pasó?

– Estuvimos hartos años juntos, tuvimos tres hijos, él era una buena persona. Odiaba a los militares y mientras trabajaba en el comercio también se metía en política. Cuando se acabó el gobierno militar, a él le fue bien, muy bien.

– Pero, ¿qué tiene que ver eso con tu matrimonio?

– Es bien simple. Cuando mi marido se puso importante, me dejó porque yo ya no estaba a su altura. Miren, chiquillas, apenas empezó a hablar en difícil, yo pensé: ojalá le vaya bien. Pero también pensé: ojalá no le vaya bien, ahí me va a abandonar. Dicho y hecho.

– ¿Por qué sentía él que no estabas a su altura?

– Porque en ese mundo de los poderosos miran en menos a la gente como yo. No alcancé a terminar el colegio, mi oficio son las muñecas, no entiendo el idioma que ellos usan y según él no soy para andar al lado del gobernador, del intendente, o del propio Presidente cuando viene. Enrique se abochornaba conmigo, ¡quién sabe!, empezó a decirme que era cursi. Se metió con una galla del Ministerio de la Vivienda, de ésas con harta cabeza y hartas palabras difíciles, y yo pasé a ser una nulidad al lado de ella.

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