Miguel Asturias - El Papa Verde

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Esta es la segunda parte de la trilogia que integran los libros Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados añade una aguda intención social a esos valores poético – mitológico y a esa observación de una realidad política.
En una plantación bananera de la zona del Caribe, Asturias retrata a uno de los personajes más apasionantes de la novela hispanoamericana, uno de esos aventureros norteamericanos de recio carácter, individualistas de temperamento casi renacentista, que se apodera de una sociedad frutera, despojando e primer término a los cultivadores y luego a los mismos capitalistas de la compañía.
Obra de arte y documento, pintura de un personaje excepcional y de una situación humana y social, El papa verde ocupa un lugar incomparable en el universo que Asturias ha construido pacientemente, brillantemente, con cada uno de sus libros.

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Los mestizos resistían. Dulce es la tierra donde uno nace. No tiene precio. Toda la demás es amarga. ¿Dejar así no más los guineales, los trapiches entre cañas en vicio, los venados que las escopetas detenían en misteriosa coincidencia de bala dominguera y animal raudo, las colmenas, los tepemechines, la hamaca? Las guarisamas al aire, lenguas-machetes que hablaban el único idioma que ahora se usaba por allí, puntazo y planazo, para hacerse entender rápidamente, marchaban con patachos de mulas cargadas de fruta hasta la estación de Bananera, donde paraba el tren frutero, para completar los embarques de bananos. Las patrullas les daban el alto y una y otra vez, interrogándoles de dónde sacaban la fruta, adonde la llevaban, quién era el dueño, cuánto acarreaban, todo para retardarlos y que el tren se les pasara, pues en este caso la fruta se perdía. Aguaceros hoy, calor de fuego mañana, crecidas de los ríos bravos, noches enteras avanzando con las bestias hasta la cincha el agua y el lodo, el criollo mantuvo su ritmo de entrega de bananos para los embarques. Ningún atraso, ninguna remora lo detuvo; él también era ambicioso. Le faltaban elementos de cultivo y de transporte. Pero los tendría, los compraría. Le sobraba la plata. Mal vestido andaba, pero no era miserable. No le gustaba la ostentación. Era silencioso por naturaleza, pero en su callar estaba hablando. Le gustaba el ocio, no la pereza. Detestaba el ruido y no conocía la prisa. La velocidad no le embriagaba. Y ante todo, no quería perder su libertad. Su pequeña libertad. Esa que nacía de su montura y de su gana. Cambiar de amo. Ir a trabajar por cuenta ajena, cuando él era su único patrón. Por ninguna paga. Y por eso, en la entrega de su guineo, para los embarques de fruta, vio la solución que compaginaba su querer ser él, sin depender de nadie, y tener en la entrega un medio de progreso.

Pero el empuje cedió, no se mantuvo al ritmo del arranque. Los grupos fueron llevados a los cuarteles, para el servicio, a los más bragados y por las aguas del Motagua empezó la bajante de muertos. ¿Dónde se ahogaban? ¿Cómo se ahogaban? Mujeres enguirnaldadas de lágrimas corrían a las playas a reconocer los cadáveres de sus esposos, padres, hijos, hermanos. Otras, con menos suerte, recibían los cadáveres de sus deudos medio comidos por el tigre, restos devorados de huesos y carnes fétidas o secas. Y otras, ¡ay!, debían apartar los ojos de la terrible e hipnótica luciérnaga que guardaban en las pupilas vanamente abiertas, los que caían víctimas de las serpientes.

Los huérfanos, más dóciles que sus padres, se enganchaban en los trabajos de las plantaciones. Otra de las muchas ventajas de liquidar gente revoltosa. Su muerte produce muchos braceros. Niños que la orfandad adelanta a hombres, adolescentes que el desamparo vuelve jóvenes, muchachones que por necesidad dragonean de adultos, todos resignados en el trabajo abundante y la paga inmejorable, resignados pero sin olvidar el ¡Chos, chos, moyón, con! de los mulatitos que sonaba en sus oídos a algo así como «¡Nos están pegando!»

¡Chos, chos, moyón, con!, grito de guerra hecho de la carne golpeada y el miedo de los niños. ¡Chos, chos, moyón, con! ¡Nos están pegando! ¡Manos extranjeras nos están pegando!…

Donde se oía cuerpeaba la tierra algún civilizador con la gran helazón de la bala en el pecho. «¿Quién? Nadie. Sólito él se juntó a la bala. Su bala. Fue y se juntó con ella. ¿Para qué buscar quién?

El vuelo en embudo de los zopilotes, bajando en cerrado círculo, participaba su muerte; si no, ni el cadáver, como ocurría cuando ríos de lodo con dientes de hiena arrastraban los cuerpos, o cuando los cubrían ejércitos de hormigas coloradas, mundo en movimiento que les daba instantáneo color de hierro cascarudo.

¡Chos, chos, moyón, con!, grito de guerra hecho de la carne golpeada y el miedo de los niños.

El cadáver de un blanco no vale más que otro e igual se lo disputan aves, coyotes, chacales, insectos, y con qué poco gusto se entrega a sus atacantes. Los seres más extraños, más hambrientos, más dientudos, más uñudos, más voraces lo desintegran hasta dejarlo en palillos de dientes; sólo huesos, huesos que el sol de la jornada caldea como la sangre los caldeaba cuando sostenían al ser que se fue de ellos en las garras, en los colmillos, en las uñas, en los dientes de los que se lo llevaron a integrar otros seres.

Los negros no tienen el esqueleto negro. Al negro chombo que ayudó a quemar casas le tocó su onza de plomo. Escuchó el ¡Chos, chos, moyón, con! y se vino al suelo gimiendo, con gemido de mono corpulento. Del agujero profundo le manaba el borbotón de sangre remolacha. ¡Cómo habría gozado de verse el esqueleto de marfil, luna y harina, o un poco de color sucio del humo que se alzaba de los caseríos quemados por su brazo, como medida sanitaria, para arrancar de la tierra al hijo del país, borrar sus ranchos, borrar sus cerros, borrar sus siembras!

Y ya pitaba el tren por allí. El progreso: la «colamotora», como llamaban a las locomotoras, por ser toras que arrastraban colas de vagones de fruta por los ramales desviados hacia donde se descuajaba el bosque y surgía la plantación.

Colamotoras, incendios, teodolitos y los mestizos ya sólo con las ropas que llevaban puestas. Hubo que vender las chaquetas -de buen género las chaquetas- para pagar el gasto del último escrito en que se hacía ver que pueblos con cuarenta y cinco años de vida (Barra del Motagua, Cinchado, Tendores, Cayuga, Morales, La Libertad y Los Amates), dos de ellos constituidos en municipalidades que son las primeras de la jurisdicción, quedaban sin ningún elemento de vida, porque los agricultores nacionales, en su mayoría nacidos allí, eran expulsados por la «Tropical Platanera, S. A.», careciendo ahora de derecho hasta para cortar o sembrar una planta…

Todos echaban los ojos sobre lo que el letrado escribía, no porque entendieran, sino para dejar la fuerza de su mirada en aquellas letras y que del papel sellado se aclara su exigencia en derecho, su tremenda angustia de quedarse en la calle, y su esperanza.

– ¡Que ponga!… -decían-. ¡Que ponga!… ¡Que ponga!… ¡Que ponga! ¡Que ponga!…

– Sí, se va a poner eso… Eso ya está puesto… También eso se va a decir… Pero no hablen todos a la vez, no hablen todos juntos…

El resultado fue el de todos sus memoriales. No los leían o no les hacían caso. Siempre estaban en trámite y de repente a la canasta o al archivo.

– Leer y escribir para los pobres es inútil. No «mandes» a tu hijo a la escuela… -reflexionaban entre ellos-. ¿Para qué va a ir a la escuela?… ¿Que aprenda a escribir?… ¿Qué saca, si nadie le hace caso?… Escribirá…, escribirá… Sabrá leer…, sabrá escribir… Escribirá…, sabrá leer…, sabrá escribir… y todo inútil…

De entre las copas de los árboles pelados como en peluquería por podadores y jardineros asomaban los techos de las edificaciones, coronadas por torres para depósitos de agua potable. Oficinas, casas de los jefes, subjefes, administradores, empleados, hospital, hotel para visitantes, mundo guardado entre vidrios y cedazos que colaban el aire sin dejar pasar los insectos que como chingaste del trópico quedaban en las ventanas y puertas alambradas con aquel tamiz.

Pero allí mismo, en coladores más tupidos, también quedaba fuera, igual que borra, el universo del maíz y el fríjol, el pájaro y el mito, la selva y la leyenda, el hombre y sus costumbres, el hombre y sus creencias.

El fuego que en mano del español consumió las maderas pintadas de los indios, sus manuscritos en cortezas de amatle, sus ídolos e insignias, devoraba ahora, cuatrocientos años más tarde, reduciéndolos a humazones y pavesas: cristos, virgenesmarías, sanantonios, santascruces, libros de preces y novenas, rosarios, reliquias y medallas. Fuera el rugido, dentro el fonógrafo; fuera el paisaje, dentro la fotografía; fuera las esencias embriagantes, dentro las botellas de whisky. Otro dios llegaba: el Dólar, y otra religión, la del big stick.

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