Laura Esquivel - Como agua para chocolate

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Tita y Pedro se aman. Pero ella está condenada a permanecer soltera, cuidando a su madre hasta que ésta muera. Y Pedro, para estar cerca de Tita, se casa con la hermana de ella, Rosaura. Las recetas de cocina que Tita elabora puntean el paso de las estaciones de su vida, siempre marcada por la presente ausencia de Pedro. Como agua para chocolate es una agridulce comedia de amores y desencuentros, una obra chispeante, tierna y pletórica de talento, que se ha convertido en uno de los mayores éxitos de la literatura latinoamericana.

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– Nadie va a entrar a esta casa, vean qué más pueden encontrar aquí y vámonos.

Lo que descubrieron fue el gran palomar que formaba todo el techo de dos aguas de la enorme casa. Para llegar a él se tenía que trepar una escalera de siete metros de altura. Subieron tres rebeldes y se quedaron pasmados un buen rato antes de poder moverse. Imponían el tamaño, la obscuridad y el canturreo de las palomas ahí reunidas que entraban y saltan por pequeñas ventanas laterales. Cerraron la puerta y las ventanas para que ninguna pudiera escapar y se dedicaron a atrapar pichones y palomas.

Juntaron tal cantidad que pudieron alimentar a todo el batallón por una semana. Antes de retirarse, el capitán recorrió a caballo el patio trasero, inhaló profundamente el indeleble olor a rosas que aún permanecía en ese lugar. Cerró los ojos y así permaneció un buen rato. Regresando al lado de Mamá Elena le preguntó:

– Tengo entendido que tiene tres hijas, ¿dónde están?

– La mayor y la menor viven en Estados Unidos, la otra murió.

La noticia pareció conmover al capitán. Con voz apenas perceptible respondió:

– Es una lástima, una verdadera lástima.

Se despidió de Mamá Elena con una reverencia. Se fueron tranquilamente, tal y como vinieron y Mamá Elena quedó muy desconcertada ante la actitud que hablan tenido para con ella; no correspondía a la de los matones desalmados que esperaba. Desde ese día prefirió no opinar sobre los revolucionarios. De lo que nunca se enteró es de que ese era el mismo Juan Alejandrez que meses antes se habla llevado a su hija Gertrudis.

Estaban a mano, pues el capitán también ignoró que en la parte trasera de la casa Mamá Elena tenía, enterradas en ceniza, una gran cantidad de gallinas. Habían logrado matar a veinte antes de que ellos llegaran. Las gallinas se rellenan con granos de trigo o avena y con todo y plumas se meten dentro de una olla de barro barnizado. Con un lienzo se tapa bien la olla y de esta manera se puede conservar la carne en buen estado por más de una semana.

Ésta era una práctica común en el rancho desde tiempos remotos, cuando tenían que conservar los animales después de una cacería.

Al salir de su escondite, lo primero que Tita extrañó fue el canturreo constante de las palomas, el cual, desde que nació, formaba parte de su cotidianidad. Este súbito silencio hizo que sintiera de golpe la soledad. Fue en ese momento cuando más sintió la partida de Pedro, Rosaura y Roberto del rancho. Subió rápidamente los peldaños de la enorme escalera que terminaba en el palomar y lo único que encontró fue la alfombra de plumas y la suciedad característica del lugar.

El viento se colaba por la puerta abierta y levantaba algunas plumas que caían sobre una alfombra de silencio. De pronto escuchó un leve sonido: un pequeño pichón recién nacido se había salvado de la masacre. Tita lo tomó y se dispuso a bajar, pero antes se detuvo a mirar por un momento la polvareda que los caballos de los soldados habían dejado en su partida. Se preguntaba extrañada el porqué no le habían hecho ningún daño a su madre. Mientras estaba en su escondite rezaba por que nada malo le pasara a Mamá Elena, pero inconscientemente tenia la esperanza de que al salir la encontraría muerta.

Avergonzada de tales pensamientos metió al pichón entre sus pechos para tener las manos libres y poder agarrarse bien de la peligrosa escalera. Luego bajó del palomar. Desde ese día su mayor preocupación era la de alimentar al escuálido pichón. Sólo de esta manera la vida tenia cierto sentido. No se comparaba con la plenitud que proporciona el amamantar a un ser humano, pero de alguna manera se le parecía.

Sus pechos se había secado de un día para otro, por la pena que le causó la separación de su sobrino. Mientras buscaba lombrices, no podía dejar de pensar en quién y cómo estaría alimentando a Roberto. Este pensamiento la atormentaba día y noche. En todo el mes no había podido conciliar el sueño ni un instante. Su único logro durante ese periodo había sido el quintuplicar el tamaño de su enorme colcha. Chencha llegó a sacarla de sus pensamientos de conmiseración y se la llevó a empujones a la cocina. La sentó frente al metate y la puso a moler las especias junto con los chiles. Para que se facilite esta operación es bueno poner de vez en cuando unos chorritos de vinagre mientras se muele. Por último, se mezcla la carne muy picada o molida con los chiles y las especias y se deja reposar largo rato, de preferencia toda una noche.

No acababan de empezar a moler, cuando Mamá Elena entró a la cocina, preguntando por qué no estaba llena la tina para su baño. No le gustaba bañarse demasiado tarde, pues el cabello no se le alcanzaba a secar adecuadamente.

Preparar el baño para Mamá Elena era lo mismo que preparar una ceremonia. El agua se tenía que poner a hervir con flores de espliego, el aroma preferido de Mamá Elena. Después se pasaba la «decocción» por un limpio y se le añadían unas gotas de aguardiente. Por último había que llevar, una tras otra, cubetas con esta agua caliente hasta el cuarto obscuro. Un pequeño cuarto que estaba al final de la casa, junto a la cocina. Este cuarto, como su nombre lo indica, no recibía rayo de luz alguno pues carecía de ventanas. Sólo tenía una angosta puerta. Dentro, a mitad del cuarto, se encontraba una gran tina donde se depositaba el agua. Junto a ella, en una vasija de peltre se ponía agua con shishi para el lavado del pelo de Mamá Elena.

Sólo Tita, cuya misión era la de atenderla hasta su muerte, era la única que podía estar presente en el ritual y ver a su madre desnuda. Nadie más. Por eso se había construido este cuarto a prueba de mirones. Tita le tenía que lavar a su mamá primero el cuerpo, luego el cabello y por último la dejaba unos momentos descansando, gozando del agua, mientras ella planchaba la ropa que se pondría Mamá Elena al salir de la tina.

A una orden de su madre, Tita le ayudaba a secarse y a ponerse lo más pronto posible la ropa bien caliente, para evitar un resfrío. Después, entreabría un milímetro la puerta, para que el cuarto se fuera enfriando y el cuerpo de Mamá Elena no sufriera un cambio brusco de temperatura. Mientras tanto le cepillaba el pelo, alumbrada únicamente por el débil rayo de la luz que se filtraba por la rendija de la puerta y que creaba un ambiente de sortilegio al revelar las formas caprichosas del vapor de agua. Le cepillaba el cabello hasta que éste quedaba seco por completo, entonces le hacía una trenza y daban por terminada la liturgia. Tita siempre daba gracias a Dios de que su mamá sólo se bañara una vez por semana, porque si no su vida sería un verdadero calvario.

En opinión de Mamá Elena, con el baño pasaba lo mismo que con la comida: por más que Tita se esforzaba, siempre cometía infinidad de errores. O la camisa tenía una arruguita o no estaba suficientemente caliente el agua o la raya de la trenza estaba chueca, en fin, parecía que la única virtud de Mamá Elena era la de encontrar defectos. Pero nunca encontró tantos como ese día. Y es que Tita verdaderamente había descuidado todos los detalles de la ceremonia. El agua estaba tan caliente que Mamá Elena se quemó los pies al entrar, había olvidado el shishi para el lavado del pelo, había quemado el fondo y la camiseta, había abierto la puerta demasiado, en fin, que ahora sí se había ganado a pulso el que Mamá Elena la reprendiera y la expulsara del cuarto de baño.

Tita caminaba aprisa hacia la cocina, llevando bajo el brazo la ropa sucia, lamentándose del regaño y de sus garrafales fallas. Lo que más le dolía era el trabajo extra que significaba haber quemado la ropa. Era la segunda vez en su vida que le ocurría este tipo de desgracia. Ahora iba a tener que humedecer las manchas rojizas en una solución de dorato de potasa con agua pura y con lejía alcalina suave, restregando repetidas veces, hasta lograr que la mancha desapareciera, aunando este penoso trabajo al de lavar. la ropa negra con que se vestía su madre. Para hacerlo tenía que disolver hiel de vaca en una pequeña cantidad de agua hirviendo, sumergir una esponja suave en esta agua y con ella mojar toda la ropa, enseguida aclarar con agua limpia los vestidos y sacarlos al aire libre.

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