Laura Esquivel - Como agua para chocolate

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Tita y Pedro se aman. Pero ella está condenada a permanecer soltera, cuidando a su madre hasta que ésta muera. Y Pedro, para estar cerca de Tita, se casa con la hermana de ella, Rosaura. Las recetas de cocina que Tita elabora puntean el paso de las estaciones de su vida, siempre marcada por la presente ausencia de Pedro. Como agua para chocolate es una agridulce comedia de amores y desencuentros, una obra chispeante, tierna y pletórica de talento, que se ha convertido en uno de los mayores éxitos de la literatura latinoamericana.

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Con verdadero entusiasmo se dispuso a preparar con un día de anterioridad el mole para el bautizo. Pedro la escuchaba desde la sala experimentando una nueva sensación para él. El sonido de las ollas al chocar unas contra otras, el olor de las almendras dorándose en el comal, la melodiosa voz de Tita, que cantaba mientras cocinaba, habían despertado su instinto sexual. Y así como los amantes saben que se aproxima el momento de una relación íntima, ante la cercanía, el olor del ser amado, o las caricias recíprocas en un previo juego amoroso, así estos sonidos y olores, sobre todo el del ajonjolí dorado, le anunciaban a Pedro la proximidad de un verdadero placer culinario.

Las almendras y el ajonjolí se tuestan en comal. Los chiles anchos, desvenados, también se tuestan, pero no mucho para que no se amarguen. Esto se tiene que hacer en una sartén aparte, pues se les pone un poco de manteca para hacerlo. Después se muelen en metate junto con las almendras y el ajonjolí.

Tita, de rodillas, inclinada sobre el metate, se movía rítmica y cadenciosamente mientras molía las almendras y el ajonjolí.

Bajo su blusa sus senos se meneaban libremente pues ella nunca usó sostén alguno. De su cuello escurrían gotas de sudor que rodaban hacia abajo siguiendo el surco de piel entre sus pechos redondos y duros.

Pedro, no pudiendo resistir los olores que emanaban de la cocina, se dirigió hacia ella, quedando petrificado en la puerta ante la sensual postura en que encontró a Tita.

Tita levantó la vista sin dejar de moverse y sus ojos se encontraron con los de Pedro. Inmediatamente, sus miradas enardecidas se fundieron de tal manera que quien los hubiera visto sólo habría notado una sola mirada, un solo movimiento rítmico y sensual, una sola respiración agitada y un mismo deseo.

Permanecieron en éxtasis amoroso hasta que Pedro bajó la vista y la clavó en los senos de Tita. Ésta dejó de moler, se enderezó y orgullosamente irguió su pecho, para que Pedro lo observara plenamente. El examen de que fue objeto cambió para siempre la relación entre ellos. Después de esa escrutadora mirada que penetraba la ropa ya nada volvería a ser igual. Tita supo en carne propia por qué el contacto con el fuego altera los elementos, por qué un pedazo de masa se convierte en tortilla, por qué un pecho sin haber pasado por el fuego del amor es un pecho inerte, una bola de masa sin ninguna utilidad. En sólo unos instantes Pedro había transformado los senos de Tita, de castos a voluptuosos, sin necesidad de tocarlos.

De no haber sido por la llegada de Chencha, que había ido al mercado por los chiles anchos, quién sabe qué hubiera pasado entre Pedro y Tita; tal vez Pedro hubiera terminado amasando sin descanso los senos que Tita le ofrecía pero, desgraciadamente, no fue así. Pedro, fingiendo haber ido por un vaso de agua de limón con chía, lo tomó rápidamente y salió de la cocina.

Tita, con manos temblorosas, trató de continuar con la elaboración del mole como si nada hubiera pasado.

Cuando ya están bien molidas las almendras y el ajonjolí, se mezclan con el caldo donde se coció el guajolote y se le agrega sal al gusto. En un molcajete se muelen el clavo, la canela, el anís, la pimienta y, por último, el bizcocho, que anteriormente se ha puesto a freír en manteca junto con la cebolla picada y el ajo.

En seguida se mezclan con el vino y se incorporan.

Mientras molía las especias, Chencha trataba en vano de capturar el interés de Tita. Pero por más que le exageró los incidentes que había presenciado en la plaza y le narraba con lujo de detalles la violencia de las batallas que tenían lugar en el pueblo, sólo alcanzaba a interesara Tita por breves momentos.

Esta, por hoy, no tenía cabeza para otra cosa que no fuera la emoción que acababa de experimentar. Además de que Tita conocía perfectamente cuáles eran los móviles de Chencha al decirle estas cosas. Como ella ya no era la niña que se asustaba con las historias de la llorona, la bruja que chupaba a los niños, el coco y demás horrores, ahora Chencha trataba de asustarla con historias de colgados, fusilados, desmembrados, degollados e inclusive sacrificados a los que sacaban el corazón ¡en pleno campo de batalla! En otro momento le hubiera gustado caer en el sortilegio de la graciosa narrativa de Chencha y terminar por creerle sus mentiras, inclusive la de que a Pancho Villa le llevaban los corazones sangrantes de sus enemigos para que se los comiera, pero no ahora.

La mirada de Pedro le había hecho recuperar la confianza en el amor que éste le profesaba. Había pasado meses envenenada con la idea de que, o Pedro le había mentido el día de la boda al declararle su amor sólo para no hacerla sufrir, o que con el tiempo Pedro realmente se había enamorado de Rosaura. Esta inseguridad había nacido cuando él, inexplicablemente, había dejado de festejarle sus platillos. Tita se esmeraba con angustia en cocinar cada día mejor. Desesperada, por las noches, obviamente después de tejer un buen tramo de su colcha, inventaba una nueva receta con la intención de recuperar la relación que entre ella y Pedro había surgido a través de la comida. De esta época de sufrimiento nacieron sus mejores recetas.

Y así como un poeta juega con las palabras, así ella jugaba a su antojo con los ingredientes y con las cantidades, obteniendo resultados fenomenales. Pero nada, todos sus esfuerzos eran en vano. No lograba arrancar de los labios de Pedro una sola palabra de aprobación. Lo que no sabia es que Mamá Elena le había «pedido» a Pedro que se abstuviera de elogiar la comida, pues Rosaura de por sí sufría de inseguridad, por estar gorda y deforme a causa de su embarazo, como para encima de todo tener que soportar los cumplidos que él le hacía a Tita so pretexto de lo delicioso que ella cocinaba.

Qué sola se sintió Tita en esa época. ¡Extrañaba tanto a Nacha! Odiaba a todos, inclusive a Pedro. Estaba convencida de que nunca volvería a querer a nadie mientras viviera. Claro que todas estas convicciones se esfumaron en cuanto recibió en sus propias manos al hijo de Rosaura.

Fue una mañana fría de marzo, ella estaba en el gallinero recogiendo los huevos que las gallinas acababan de poner, para utilizarlos en el desayuno. Algunos aún estaban calientes, así que se los metía bajo la blusa, pegándoles al pecho, para mitigar el frío crónico que sufría y que últimamente se le había agudizado. Se había levantado antes que nadie, como de costumbre.

Pero hoy lo había hecho media hora antes de lo acostumbrado, para empacar una maleta con la ropa de Gertrudis. Quería aprovechar que Nicolás salía de viaje a recoger un ganado, para pedirle que por favor se la hiciera llegar a su hermana. Por supuesto, esto lo hacía a escondidas de su madre. Tita decidió enviársela pues no se le quitaba de la mente la idea de que Gertrudis seguía desnuda. Claro que Tita se negaba a aceptar como cierto que esto fuera porque el trabajo de su hermana en el burdel de la frontera así lo requería, sino más bien porque no tenía ropa que ponerse.

Rápidamente le dio a Nicolás la maleta con la ropa y un sobre con las señas del antro donde posiblemente encontraría a Gertrudis y regresó a hacerse cargo de sus labores.

De pronto escuchó a Pedro preparar la carretela. Le extrañó que lo hiciera a tan temprana hora, pero al ver la luz del sol se dio cuenta de que ya era tardísimo y que empacarle a Gertrudis, junto con su ropa, parte de su pasado, le habla tomado más tiempo del que se habla imaginado. No le fue fácil meter en la maleta el día en que hicieron su primera comunión las tres juntas. La vela, el libro y la foto afuera de la iglesia cupieron muy bien, pero no así el sabor de los tamales y del atole que Nacha les había preparado y que habían comido después en compañía de sus amigos y familiares. Cupieron los huesitos de chabacano de colores, pero no así las risas cuando jugaban con ellos en el patio de la escuela, ni la maestra Jovita, ni el columpió, ni el olor de su recámara, ni el del chocolate recién batido. Lo bueno es que tampoco cupieron las palizas, los regaños de Mamá Elena, pues Tita cerró muy fuerte la maleta antes de que se fueran a colar.

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