Ana Shua - Como una buena madre

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Ya son casi las cuatro de la tarde cuando eligen una parrilla al borde de la ruta.

– Igual hasta después de las cinco va a ser difícil que lo encuentren al juez -les asegura el agente Fiorini.

Joaquín sale del baño. Se ha mojado la cara, el pelo y la nuca, sin secarse. El policía y el testigo ya están sentados. Sobre la mesa de fórmica gris una botella de vino le recuerda las recomendaciones del oficial. Claudia está eligiendo una revista. Él se le acerca despacito y la toma de atrás, de la cintura.

– ¿Entonces es verdad? ¿Estás embarazada? ¿Es mío? -le dice en voz muy baja, casi en el oído.

– Hay que ser muy infeliz para preguntar eso -dice Claudia, devolviendo el susurro, para que no los escuchen desde la mesa. Habla con un tono de odio sibilante que lo golpea por inesperado. Joaquín la suelta y retrocede un paso, desconcertado-. Hasta que preguntaste si era tuyo.

– Estás diciendo pavadas, Claudia.

Claudia no contesta. Va a sentarse a la mesa con los otros. Mientras comen el asado de tira, Joaquín piensa que hay que hacer algo, hay que hacer algo, hay que hacer algo. Sin embargo, por el momento no se le ocurre nada más que masticar con esfuerzo la carne un poco seca (pero a esa hora ya no queda mucho para elegir) y compartir el vino con el agente Fiorini. El testigo, a pesar de las sospechas en su contra, se ha limitado a pedir una Pepsi. Claudia toma agua mineral sin gas y con el tenedor hace dibujitos imaginarios en el plato, produciendo un sonido raspante.

Están entrando a La Plata cuando el agente Fiorini empieza a acosar al testigo. Parece más borracho de lo que corresponde a la cantidad de alcohol ingerida.

– Vos estabas ahí. Vos estabas ahí y no hiciste nada -le dice.

– Yo estaba qué, dónde estaba. Yo soy el testigo, agente, se olvidó, si usted mismo me está diciendo lo que tengo que contar, yo vi lo que vos querés, loco, lo que se te ocurra, soy el testigo, yo.

– Vos estabas de verdad, a mí no me engañas, estabas y no la defendiste, dejaste que ese animal la matara y no hiciste nada, negro de mierda, vos sos vecino, vos estabas.

El agente Fiorini, buen muchacho, se ha puesto colorado, con ese tono subido que toman los muy morochos. Dándole la espalda al cadáver, saca de la cartera la nueve milímetros y apunta vagamente a todo el mundo. Joaquín, aterrado, se detiene en mitad de la calle. Las manos le tiemblan sobre el volante. Claudia está muy quieta, no parpadea, murmura unas palabras que pretenden tranquilizar al muchacho, pero él no la escucha.

– ¡No la defendiste, hijo de puta! -grita, casi sollozando, mientras le quita el seguro a su arma.

Pero el testigo no está asustado. Es el único de los vivos que no parece asustado. Al contrario, va perdiendo su actitud insignificante y sumisa.

– ¿Yo no la defendí? ¡Y vos qué hiciste, pedazo de nada, pedazo de mierda! ¡Poca basurita te dijo la tía! ¿O te crees que todos no sabíamos quién era el que se la movía, con perdón de la difunta! -el testigo se persigna respetuosamente.

El agente Fiorini estalla en llanto y baja la pistola. Suavemente, casi con cariño, el testigo se la saca de la mano.

– No puedo más ir así, al lado de ella -llora el agente Fiorini.

El testigo se mete en el cinturón el arma reglamentaria y con mil disculpas le pide a la señora que lo deje ir al policía en el asiento de adelante. Claudia baja del auto. El agente Fiorini, sin dejar de llorar, se sienta al lado de Joaquín. El testigo se acomoda atrás, pegado a la muerta, dejándole lugar a Claudia.

En ese momento pasa un taxi. Claudia lo para, sube y se va. El sol está empezando a atenuarse en el cielo implacable. Claudia baja la ventanilla del taxi que acelera, y deja que el viento entre con fuerza. Ya no le importa lo que pase con su pelo. No está embarazada. En cambio le gustaría escaparse de todo como se escapó la muerta, aunque de otra manera.

– Seguro que se fue para el juzgado, ¿no? Seguro que la encontramos ahí… -pregunta Joaquín, mirando ansiosamente al testigo por el espejito, como si pudiera leer el sentido de su vida en los ojos un poco velados del hombre.

– Quién sabe -dice el testigo, solemnemente-. Quién puede saber.

El señor Joaquín Carlos Aulés se aferra al volante y apoya la cabeza en los brazos. Sigue haciendo tanto calor como al mediodía pero con menos brillo, porque está bajando el sol.

Vida de perros

Me llamo Juan Domingo Benjamín. Juan Domingo, por ser ahijado de Juan Domingo Perón, que fue tres veces presidente de la Argentina. Y Benjamín por ser el menor de mis hermanos.

Benjamín es nombre de hijo menor. Yo digo: si mis padres me pusieron así es porque ya habían decidido que no iban a tener más hijos. Entonces ¿no podían haberlo decidido antes de tenerme a mí? Como séptimo hijo varón, mi vida no fue fácil.

Por ejemplo, fue un problema tener de padrino a Perón, un presidente argentino al que muchos querían y muchos odiaban. Una ley nacional decía que el séptimo hijo varón tenía que ser ahijado del presidente, para que no lo trataran mal por lobizón. Pero mi familia era antiperonista. En el fondo, todos hubieran preferido que me convirtiera en lobo las noches de luna llena y no que me llamara Juan Domingo.

Lo más triste es que yo me convertía en lobo de todas maneras. No exactamente en lobo, sino en un perro negro y enorme, siempre muerto de hambre.

En realidad, tampoco era en las noches de luna llena, sino todos los viernes a la noche y algunos martes.

Dice mamá que cuando era bebé me convertía en un cachorro peludito, suave y muy cariñoso, y con poco de carne picada me calmaba, aunque no fuera carne humana. Todos tenían la esperanza de ir criándome así, domesticado, de grande me iba a conformar con cualquier cosita que encontrara en la heladera.

Pero a partir de los diez años las noches de los viernes ya empezaron a ser un desastre. Ustedes tienen que entender que un lobizón es un bicho de campo. Vivir en la ciudad era para mí un motivo de tortura constante. Mamá había dispuesto que mis tres hermanos mayores tenían que turnarse para cuidarme y asegurarse de que no me pasara nada cuando andaba por ahí.

Ahora, imagínense lo que debe haber sido para un muchacho de dieciocho o veinte años, que hubiera querido ir al cine con la novia o salir a bailar, tener que pasarse la noche del viernes corriendo detrás de su hermanito lobizón. Lo más natural hubiera sido que me odiaran y así pasó con Ariel y Marcos. En cambio siempre me llevé muy bien con Jonathan, que le encontró la vuelta al asunto de mis transformaciones y llegó a divertirse mucho conmigo en las correrías de los viernes.

Vivir conmigo en la ciudad era un problema constante para todos, pero papá no quería mudarse porque trabajaba en la construcción. "Si nos vamos a las afueras, me voy a tener que pasar la mitad del día arriba del auto", decía cuando mamá insinuaba que la familia podía vivir en el campo mientras él trabajaba en la ciudad.

Mientras tanto para mí era un problema tremendo el asunto de los cementerios. Los lobizones somos mansitos y nunca atacamos a la gente. Pero no nos queda más remedio, cuando somos perro, que alimentarnos de dos cosas: carne humana y caca de gallina. Yo sé que para la gente común suena repugante, pero después de todo es una costumbre bastante inofensiva. Por eso en el campo se escuchan tantas historias de lobizones rondando los gallineros o el cementerio.

Como nuestra familia es judía, mamá, que no quería verse en problemas, les había aclarado muy bien a mis hermanos que no me dejaran meterme en cementerios católicos. Yo creo que un poco por protegerme, un poco porque consideraba que lo correcto era que cada uno se dedicara a lo suyo, y otro poco, porque pensaba que la carne de cristiano me podía caer pesada. En fin, todo el mundo tiene sus prejuicios.

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