– Señor Salinger, soy un admirador suyo, pero no he venido a preguntarle por qué no publica desde hace más de treinta años, yo lo que quisiera saber es su opinión acerca de ese día en el que Lord Chandos se percató de que el inabarcable conjunto cósmico del que formamos parte no podía ser descrito con palabras. Quisiera que me dijera si es que a usted le ocurrió otro tanto y por eso dejó de escribir.
Finalmente, tampoco me acerqué para preguntarle todo eso. Me habría enviado a freír espárragos en la Quinta Avenida. Por otra parte, pedirle un autógrafo tampoco era una idea brillante.
– Señor Salinger, ¿sería tan amable de estamparme su legendaria firma en este papelito? Dios, cómo le admiro.
– Yo no soy Salinger -me habría contestado. Para algo llevaba treinta y tres años preservando férreamente su intimidad. Es más, habría vivido yo una situación de absoluto bochorno. Claro está que entonces podría haber aprovechado todo aquello para dirigirme a Shirley y pedirle que el autógrafo lo firmara ella. Tal vez ella habría sonreído y me habría dado una oportunidad para entablar una conversación.
– En realidad le he pedido su autógrafo, señorita, porque la amo. Estoy muy solo en Nueva York y sólo se me ocurren majaderías para intentar conectar con algún ser humano. Pero es totalmente verdad que la amo. Ha sido un amor a primera vista. ¿Ya sabe usted que está viajando al lado del escritor más escondido del mundo? Mi tarjeta. El escritor más oculto del mundo soy yo, pero también lo es el señor que va sentado a su lado, el mismo que acaba de negarse a firmarme un autógrafo.
Me encontraba ya desesperado y cada vez más empapado de sudor en aquel autobús de la Quinta Avenida cuando de pronto vi que Salinger y Shirley se conocían. El le dio un breve beso en la mejilla al tiempo que le indicaba que debían bajarse en la siguiente parada. Se pusieron los dos de pie al unísono, hablando tranquilamente entre ellos. Seguramente Shirley era la amante de Salinger. La vida es horrorosa, me dije. Pero inmediatamente pensé que aquello ya no lo cambiaba nadie y que era mejor no perder el tiempo buscándole adjetivos a la vida. Viendo que se acercaban a la puerta de salida, me acerqué yo también a ella. No me gusta recrearme en las contrariedades, siempre trato de sacarles algún provecho a los contratiempos. Me dije que, a falta de nuevas novelas o cuentos de Salinger, lo que le oyera a él decir en aquel autobús podía leerlo como una nueva entrega literaria del escritor. Como digo, sé sacarles provecho a los contratiempos. Y pienso que los futuros lectores de estas notas sin texto me lo agradecerán, pues quiero imaginarles encantados en el momento de descubrir que las páginas de mi cuaderno contienen nada menos que un breve inédito de Salinger, las palabras que le escuché decir aquel día.
Llegué a la puerta de salida del autobús poco después de que la pareja hubiera descendido por ella. Bajé, agucé el oído, y lo hice algo emocionado, iba a tener acceso a material inédito de un escritor mítico.
– La llave -le oí decir a Salinger-. Ya es hora de que la tenga yo. Dámela.
– ¿Qué? -dijo Shirley.
– La llave -repitió Salinger-. Ya es hora de que la tenga yo. Dámela.
– Dios mío -dijo Shirley-. No me atrevía a decírtelo… La perdí.
Se detuvieron junto a una papelera. Parándome a un metro y medio de ellos, hice como que buscaba una cajetilla de cigarrillos en uno de los bolsillos de mi americana.
De repente, Salinger abrió los brazos y Shirley, sollozando, se fue hacia ellos.
– No te preocupes -dijo él-. Por el amor de Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí inmóviles, y yo tuve que seguir andando, no podía por más tiempo quedarme tan quieto a su lado y delatar que les espiaba. Di unos cuantos pasos, y jugué con la idea de que estaba cruzando una frontera, algo así como una línea ambigua y casi invisible en la que se esconderían los finales de los cuentos inéditos. Luego volví la vista atrás para ver cómo seguía todo aquello. Se habían apoyado en la papelera y estaban más abrazados que antes, los dos ahora llorando. Me pareció que, entre sollozo y sollozo, Salinger no hacía más que repetir lo que de él ya había oído antes:
– No te preocupes. Por el amor de Dios, no te preocupes.
Seguí mi camino, me alejé. El problema de Salinger era que tenía cierta tendencia a repetirse.
32) El día de Navidad de 1936, Jorge Luis Borges publica un artículo en la revista El hogar, que titula así: Enri que Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el si lencio.
En su artículo, Borges comienza diciendo que la función poética -«ese vehemente y solitario ejercicio de combinar palabras que alarmen de aventura a quienes las oigan»- padece misteriosas interrupciones, lúgubres y arbitrarios eclipses.
Habla Borges del caso muy común del poeta que, a veces hábil, es otras veces casi bochornosamente incapaz. Pero hay otro caso más extraño, escribe Borges, otro caso más admirable: el de aquel hombre que, en posesión ilimitada de una maestría, desdeña su ejercicio y prefiere la inacción, el silencio. Y cita a Rimbaud, que a los diecisiete años compone el Bateau ivre y a quien a los diecinueve la literatura le es tan indiferente como la gloria, y devana arriesgadas aventuras en Alemania, en Chipre, en Java, en Sumatra, en Abisinia y en el Sudán, pues los goces peculiares de la sintaxis fueron anulados en él por los que suministran la política y el comercio.
Borges nos habla de Rimbaud a modo de introducción al caso que le interesa, el del poeta argentino Enrique Banchs, de quien nos dice: «En la ciudad de Buenos Aires, el año 1911, Enrique Banchs publica La urna, el mejor de sus libros, y uno de los mejores de la literatura argentina: luego, misteriosamente, enmudece. Hace veinticinco años que ha enmudecido.»
Lo que ese día de Navidad del 36 no sabía Borges era que el silencio de Banchs iba a durar cincuenta y siete años, iba a rebasar con creces las bodas de oro de su silencio.
«La urna - nos dice Borges- es un libro contemporáneo, un libro nuevo. Un libro eterno, mejor dicho, si nos atrevemos a pronunciar esa portentosa o hueca palabra. Sus dos virtudes son la limpidez y el temblor, no la invención escandalosa ni el experimento cargado de porvenir (…) La urna ha carecido del prestigio guerrero de las polémicas. Enrique Banchs ha sido comparado con Virgilio. Nada más agradable para un poeta: nada, también, menos estimulante para su público (…) Tal vez un soneto de Banchs nos dé la clave de su inverosímil silencio: aquel en el que se refiere a su alma, que, alumna secular, prefiere ruinas I proceres a la de hoy men guada palma (…) Tal vez, como a Georges Maurice de Guérin, la carrera literaria le parezca irreal, esencialmente y en los halagos que uno pide. Tal vez no quiere fatigar el tiempo con su nombre y su fama…»
Finalmente, Borges propone una última solución al lector que quiera resolver el enigma del silencio de Enrique Banchs: «Tal vez su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil.»
33) Otro hechicero feliz que también renunció al ejercicio de su magia fue el barón de Teive, el heterónimo menos conocido de Fernando Pessoa, el heterónimo suicida. O, mejor dicho, el semiheterónimo, porque al igual que Bernardo Soares se le puede aplicar aquello de «no siendo su personalidad la mía, es, no diferente de la mía, sino una simple mutilación de ella».
He acabado pensando en el barón esta mañana, he pensado en él tras el durísimo despertar. Ha sido un amanecer de angustia terrible y desaforada. Me he despertado sintiendo que la angustia se abría paso entre mis huesos y remontaba por las venas hasta que se abría mi piel. Ha sido un horror semejante despertar. Para ahuyentarlo cuanto antes de mi mente, he ido a buscar el Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa. Me ha parecido que, por muy duro que fuera el fragmento que encontrara al azar abriendo el angustioso diario de Pessoa, siempre sería inferior en dureza -seguro- al horror con el que me he despertado. Siempre me ha funcionado bien este sistema de viajar a la angustia de otros para rebajar la intensidad de la mía.
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