Mario Llosa - Elogio De La Madrastra

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Con la sabiduría del meticuloso observador que es y gracias a la seductora ceremonia del bien contar, Vargas Llosa nos induce sin paliativos a dejarnos prender en la red sutil de perversidad que, poco a poco, va enredando y ensombreciendo las extraordinarias armonía y felicidad que unen en la plena satisfacción de sus deseos a la sensual doña Lucrecia, la madrastra, a don Rigoberto, el padre, solitario practicante de rituales higiénicos y fantaseador amante de su amada esposa, y a inquietante Fonchito, el hijo, cuya angelical presencia y anhelante mirada parecen corromperlo todo. La reflexión múltiple sobre la felicidad, sus oscuras motivaciones y los paradójicos entresijos del poder putrefactor de la inocencia, que subyace en cada una de sus páginas, sostiene una narración que cumple con las exigencias del género sin por ello deslucir la rica filigrana poética de la escritura.

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Así, escondido de mí por Justiniana entre las frondas del bosque, el pequeño pastor me ha visto dormir y despertarme, lanzar la jabalina y el dardo, vestirme y desvestirme. Me ha visto acuclillarme sobre dos piedras y orinar mi orina rubia en un arroyuelo transparente en el que, aguas abajo, él se precipitará luego a beber. Me ha visto decapitar gansos y desventrar palomas para ofrecer su sangre a los dioses y averiguar en sus vísceras las incógnitas del porvenir. Me ha visto acariciarme y saciarme yo misma y acariciar y saciar a mi favorita, y nos ha visto a Justiniana y a mí, sumergidas en la corriente, bebiendo el agua cristalina de la cascada cada una en la boca de la otra, saboreando nuestras salivas, nuestros jugos y nuestro sudor. No hay ejercicio o función, desenfreno y ritual del cuerpo o del alma que no hayamos representado para él, privilegiado propietario de nuestra intimidad desde sus escondrijos itinerantes. Él es nuestro bufón; pero también es nuestro dueño. Nos sirve y lo servimos. Sin habernos tocado ni cruzado palabra, nos hemos hecho gozar innumerables veces y no es injusto decir que, pese al insalvable abismo que nuestras distintas naturalezas y edades abren entre él y yo, estamos más unidos que la más apasionada pareja de amantes.

Ahora, en este mismo instante, Justiniana y yo vamos a actuar para él y Foncín, simplemente permaneciendo allí, detrás, entre el muro de piedra y la arboleda, actuará también para nosotras.

En breve, esta eterna inmovilidad se animará y será tiempo, historia. Ladrarán los sabuesos, trinará el bosque, el agua del río discurrirá cantando entre la grava y los juncos y las coposas nubes viajarán hacia el Oriente, impulsadas por el mismo vientecillo juguetón que removerá los rizos alegres de mi favorita. Ella se moverá, se inclinará y su boquita de labios bermejos besará mi pie y chupará cada uno de mis dedos como se chupa la lima y el limón en las calenturientas tardes del estío. Pronto estaremos entreveradas, retozando en la seda sibilante de la manta azul, absortas en la embriaguez de la que brota la vida. A nuestro alrededor, los sabuesos merodearán echándonos el vaho de sus fauces ansiosas y acaso nos lamerán, excitados. El bosque nos oirá suspirar, desmayándonos, y, de repente, gritar heridas de muerte. Un instante después nos escuchará reír y chacotear. Y nos verá irnos adormeciendo en un sueño apacible todavía sin desenredarnos.

Es muy posible entonces que, al vernos prisioneras del dios Hipnos, tomando infinitas precauciones para no recordarnos con el tenue rumor de sus pisadas, el testigo de nuestros disfuerzos abandone su refugio y venga a contemplarnos desde la orilla de la manta azul.

Allí estará él y ahí nosotras, inmóviles otra vez, en otro instante eterno. Foncín, lívida la frente y las mejillas sonrosadas, sus ojos abiertos con asombro y gratitud, un hilillo de saliva colgando de su boca tierna. Nosotras, mezcladas y perfectas, respirando a la par, con la expresión colmada de las que saben ser felices. Allí estaremos los tres, quietos, pacientes, esperando al artista del futuro que, azuzado por el deseo, nos aprisione en sueños y, llevándonos a la tela con su pincel, crea que nos inventa.

6 Las abluciones de don Rigoberto

Don Rigoberto entró al cuarto de baño, corrió el pestillo y suspiró. Instantáneamente se apoderó de él una sensación placentera y gratificante, de alivio y expectación: en esta solitaria media hora sería feliz. Lo era cada noche, algunas veces más, otras menos, pero el puntilloso ritual que había ido perfeccionando a lo largo de años, como un artista que pule y remacha su obra maestra, nunca dejaba de operar el milagroso efecto: descansarlo, reconciliarlo con sus semejantes, rejuvenecerlo, animarlo. Cada vez salía del cuarto de baño con la sensación de que, a pesar de todo, la vida valía la pena de vivirse. Por eso, no había dejado de celebrarlo jamás, desde que -¿hacía cuánto de esto?- tuvo la ocurrencia de ir transformando lo que para el común de los mortales era una rutina que ejecutaban con inconsciencia de máquinas -cepillarse los dientes, enjuagarse, etcétera- en un quehacer refinado que, aunque fuera por un tiempo fugaz, hacía de él un ser perfecto.

De joven había sido militante entusiasta de Acción Católica y soñado con cambiar el mundo. Pronto comprendió que, como todos los ideales colectivos, aquél era un sueño imposible, condenado al fracaso. Su espíritu práctico lo indujo a no malgastar el tiempo librando batallas que tarde o temprano iba a perder. Entonces, conjeturó que el ideal de perfección acaso era posible para el individuo aislado, constreñido a una esfera limitada en el espacio (el aseo o santidad corporal, por ejemplo, o la práctica erótica) y en el tiempo (las abluciones y esparcimientos nocturnos de antes de dormir).

Se quitó la bata, la colgó detrás de la puerta y, desnudo, sólo con las zapatillas puestas, fue a sentarse en el excusado, al que separaba del resto del baño un biombo laqueado con unas figurillas danzantes de color celeste. Su estómago era un reloj suizo: disciplinado y puntual se vaciaba siempre a estas horas, totalmente y sin esfuerzo, como dichoso de desembarazarse de las pólizas y rémoras del día. Desde que, en la más secreta decisión de su vida -tanto que probablemente ni Lucrecia llegaría a conocerla a cabalidad- decidió, por un breve fragmento de cada jornada, ser perfecto, y elaboró esta ceremonia, no había vuelto a experimentar los asfixiantes estreñimientos ni las desmoralizadoras diarreas.

Don Rigoberto entrecerró los ojos y pujó, débilmente. No hacía falta más: sintió al instante el cosquilleo bienhechor en el recto y la sensación de que, allí adentro, en las oquedades del bajo vientre, algo sumiso se disponía a partir y enrumbaba ya por aquella puerta de salida que, para facilitarle el paso, se ensanchaba. Por su parte, el ano había empezado a dilatarse, con antelación, preparándose a rematar la expulsión del expulsado, para luego cerrarse y enfurruñarse, con sus mil arruguitas, como burlándose: «Te fuiste, cachafaz, y nunca más volverás».

Don Rigoberto sonrió, contento. «Cagar, defecar, excretar, ¿sinónimos de gozar?», pensó. Sí, por qué no. A condición de hacerlo despacio y concentrado, degustando la tarea, sin el menor apresuramiento, demorándose, imprimiendo a los músculos del intestino un estremecimiento suave y sostenido. No había que ir empujando sino guiando, acompañando, escoltando graciosamente el desliz de los óbolos hacia la puerta de salida. Don Rigoberto volvió a suspirar, los cinco sentidos absortos en lo que ocurría dentro de su cuerpo. Casi podía ver el espectáculo: aquellas expansiones y retracciones, esos jugos y masas en acción, todos ellos en la tibia tiniebla corporal y en un silencio que de cuando en cuando interrumpían asordinadas gárgaras o el alegre vientecillo de un cuesco. Oyó, por fin, el discreto chapaleo con que el primer óbolo desinvitado de sus entrañas se sumergía -¿flotaba, se hundía?- en el agua del fondo de la taza. Caerían tres o cuatro más. Ocho era su marca olímpica, resultado de algún almuerzo exagerado, con homicidas mezclas de grasas, harinas, almidones y féculas rociadas de vinos y alcoholes. Habitualmente desalojaba cinco óbolos; partido el quinto, luego de unos segundos de espera para dar a músculos, intestinos, ano, recto, el tiempo debido a fin de que recobraran sus posiciones ortodoxas, lo invadía ese íntimo regocijo del deber cumplido y la meta alcanzada, la misma sensación de limpieza espiritual que lo poseía de niño, en el colegio de La Recoleta, después de confesar sus pecados y cumplir la penitencia que le imponía el padre confesor.

«Pero limpiar el vientre es mucho menos incierto que limpiar el alma», pensó. Su estómago estaba limpio ahora, no cabía duda. Entreabrió las piernas, agachó la cabeza y espió: esos volúmenes cilíndricos y parduzcos, semiahogados en la taza de loza verde, lo probaban. ¿Qué confesado podía, como él ahora, ver y (si lo deseaba) palpar las inmundicias pestilentes que el arrepentimiento, la confesión, la penitencia y la misericordia de Dios retiraban del alma? Cuando era creyente practicante -ahora sólo era lo primero- nunca lo abandonó la sospecha de que, pese a la confesión, no importa cuán prolija fuera, algo de suciedad quedaba colado a las paredes del alma, algunas manchitas rebeldes y tenaces que la penitencia no conseguía deshacer.

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