Mario Llosa - Elogio De La Madrastra

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Con la sabiduría del meticuloso observador que es y gracias a la seductora ceremonia del bien contar, Vargas Llosa nos induce sin paliativos a dejarnos prender en la red sutil de perversidad que, poco a poco, va enredando y ensombreciendo las extraordinarias armonía y felicidad que unen en la plena satisfacción de sus deseos a la sensual doña Lucrecia, la madrastra, a don Rigoberto, el padre, solitario practicante de rituales higiénicos y fantaseador amante de su amada esposa, y a inquietante Fonchito, el hijo, cuya angelical presencia y anhelante mirada parecen corromperlo todo. La reflexión múltiple sobre la felicidad, sus oscuras motivaciones y los paradójicos entresijos del poder putrefactor de la inocencia, que subyace en cada una de sus páginas, sostiene una narración que cumple con las exigencias del género sin por ello deslucir la rica filigrana poética de la escritura.

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– Qué invenciones son ésas, Foncho -hablaba muy despacio pero, aun así, su voz temblaba-. Cómo vas a haberlo oído a tu madrastra semejante cosa. No puede ser, hijito.

El niño protestó, airado, con una mano en alto.

– Claro que sí, papi. Por supuesto que se la oí. Si me la dijo a mí, pues. Ayer nomás, en la tarde. Te doy mi palabra. ¿Por qué te iba a mentir? ¿Te he mentido nunca, yo?.

– No, no, tienes razón. Tú siempre dices la verdad.

No podía controlar la incomodidad que había tomado posesión de él como una fiebre. El malestar era un moscardón estúpido, se daba encontrones contra su cara, sus brazos, y él no podía abatirlo ni esquivarlo. Se puso de pie y, caminando despacio, fue a servirse otro trago de whisky, cosa más bien insólita, pues nunca bebía más de una copa antes de la cena. Cuando regresó a su asiento, se dio con los ojos glaucos de Fonchito: seguían sus evoluciones por el estudio con la dulzura de costumbre. Le sonrieron y, haciendo un esfuerzo, también le sonrió.

«Ejem, ejem», carraspeó don Rigoberto, luego de unos segundos de ominoso silencio. No sabía qué decir. ¿Seria posible que Lucrecia le hiciera confidencias de esa índole, que le hablara al niño de lo que hacían ellos por las noches? Desde luego que no, qué tontería. Eran fantasías de Fonchito, algo muy típico de su edad: descubría la malicia, afloraba la curiosidad sexual, la libido naciente le sugería fantasías a fin de provocar conversaciones sobre el fascinante tabú. Lo mejor, olvidar todo aquello y disolver el mal momento con banalidades.

– ¿No tienes tareas para mañana? -preguntó.

– Ya las hice -contestó el niño-. Sólo tenía una, papi. Composición de tema libre.

– ¿Ah, sí? -insistió don Rigoberto-. ¿Y qué tema escogiste?

Al niño se le volvió a encender la cara con una alegría candorosa y don Rigoberto repentinamente sintió un miedo cerval. ¿Qué pasaba? ¿Qué iba a pasar?

– Sobre ella, pues, papi, sobre quién iba a ser -palmoteaba Fonchito-. Le he puesto como título: «Elogio de la madrastra». ¿Qué te parece?

– Muy bien, es un buen título -contestó don Rigoberto. Y casi sin pensarlo, con una risotada falsa, añadió-: Parece el de una novelita erótica.

– ¿Qué quiere decir erótica? -averiguó el niño, muy serio.

– Relativo al amor físico -lo ilustró don Rigoberto. Bebía de su vaso, a sorbitos, sin darse cuenta-. Ciertas palabras, como ésta, sólo cobran su sentido con el tiempo, gracias a la experiencia, algo que importa más que las definiciones. Todo eso vendrá poco a poco; no hay ninguna razón para que te apresures, Fonchito.

– Como tú digas, papi -asintió el niño, abriendo y cerrando los ojos: sus pestañas eran enormes y sombreaban sus párpados con una irisación violácea.

– ¿Sabes que me gustaría leer ese «Elogio de la madrastra»?

– Claro, papacito -se entusiasmó el niño. Se puso de pie de un salto y echó a correr-. Así, si hay una falta, me la corriges.

En los pocos minutos que tardó Fonchito en volver, don Rigoberto sintió que el malestar crecía. ¿Demasiado whisky, tal vez? No, qué ocurrencia. ¿Indicaba esa opresión en las sienes que caería enfermo? En la oficina, había varios griposos. No, no era eso. ¿Qué, entonces? Recordó aquella frase de Fausto que lo había conmovido tanto de muchacho: «Amo al que desea lo imposible». Él hubiera querido que fuera su divisa en la vida, y, en cierta forma, aunque de manera secreta, alentaba la sensación de haber alcanzado aquel ideal. ¿Por qué tenía ahora la angustiosa premonición de que un abismo se abría a sus pies? ¿Qué clase de peligro lo amenazaba? ¿Cómo? ¿Dónde? Pensó: «Es absolutamente imposible que Fonchito haya oído decir a Lucrecia "Tuve un orgasmo riquísimo"». Le sobrevino un ataque de risa y se rió, pero sin la menor alegría, haciendo una mueca lastimosa que le devolvió el cristal del estante libidinoso. Ahí estaba Alfonso. Tenía un cuaderno en la mano. Se lo alcanzó sin decirle nada, mirándolo fijamente a los ojos, con esa mirada azul tan sosegada y tan ingenua que, como decía Lucrecia, «hacía sentirse sucia a la gente».

Don Rigoberto se calzó los lentes y encendió la lámpara de pie. Comenzó a leer en voz alta los claros caracteres caligrafiados en tinta negra, pero a la mitad de la primera frase enmudeció. Siguió leyendo en silencio, moviendo levemente los labios y pestañeando con frecuencia. Pronto, sus labios dejaron de moverse. Se le fueron abriendo, descolgando, hasta imponer a su cara una expresión alelada y estúpida. Una hebra de saliva se descolgó de entre sus dientes y manchó las solapas de su saco pero él no pareció notarlo pues no se limpió. Sus ojos se movían de izquierda a derecha, a veces rápido, a veces despacio, y por momentos retrocedían, como si no hubieran entendido bien o como si no pudiesen aceptar que aquello que habían leído estaba efectivamente escrito allí. Ni una sola vez, mientras duró la lenta, infinita lectura, se apartaron los ojos de don Rigoberto del cuaderno para mirar al niño, quien, sin duda, continuaba allí, en el mismo sitio, espiando sus reacciones, aguardando que terminara de leer y dijera e hiciera lo que debía decir y hacer. ¿Qué debía decir? ¿Qué debía hacer? Don Rigoberto sintió que tenía las manos empapadas. Unas, gotas de sudor resbalaron de su frente al cuaderno y extendieron la tinta en unos manchones amorfos. Tragando saliva, atinó a pensar: «Amar lo imposible tiene un precio que tarde o temprano se paga».

Hizo un esfuerzo supremo y cerró el cuaderno y miró. Sí, ahí estaba Fonchito, observándolo con su bella cara beatífica. «Así debía ser Luzbel», pensó, mientras se llevaba a la boca el vaso vacío, en busca de un trago. Por el tintineo del cristal contra sus dientes advirtió que el temblor de su mano era muy fuerte.

– ¿Qué significa esto, Alfonso? -balbuceó. Le dolían las muelas, la lengua, la mandíbula. No reconocía su propia voz.

– ¿Qué cosa, papi?

Lo miraba como si no entendiera qué le ocurría.

– Qué significan estas…, fantasías -tartamudeó, desde la espantosa confusión que le atenazaba el alma-. ¿Te has vuelto loco, chiquito? ¿Cómo has podido inventar unas suciedades tan indecentes?

Se calló porque no sabía qué más decir y se sentía disgustado y sorprendido por lo que había dicho. La carita del niño se fue apagando, entristeciendo. Lo miraba sin comprender, con algo de dolor en las pupilas y también de desconcierto, pero sin sombra de miedo. Por fin, luego de unos segundos, don Rigoberto le oyó decir lo que, en medio del horror que helaba su corazón, estaba esperando que dijera:

– Pero qué invenciones, papi. Si todo lo que cuento es verdad, si todo eso pasó así, pues.

En ese momento, con una sincronización que imaginó decidida por la fatalidad o por los dioses, don Rigoberto oyó que se abría la puerta de calle y escuchó la melodiosa voz de Lucrecia dando las buenas noches al mayordomo. Alcanzó a pensar que el rico y original mundo nocturno de sueño y deseos en libertad que con tanto empeño había erigido acababa de reventar como una burbuja de jabón. Y, súbitamente, su maltratada fantasía deseó, con desesperación, transmutarse: era un ser solitario, casto, desasido de apetitos, a salvo de todos los demonios de la carne y el sexo. Sí, sí, ése era él. El anacoreta, el santón, el monje, el ángel, el arcángel que sopla la celeste trompeta y baja al huerto a traer la buena noticia a las santas muchachas.

– Hola, hola, caballero y caballerito -cantó desde el umbral del escritorio doña Lucrecia.

Su nívea mano lanzó al padre y al hijo unos besos volados.

14 El joven Rosado

La calor del mediodía me adormeció y no lo sentí llegar. Pero abrí los ojos y estaba allí, a mis pies, en medio de una luz rosada. ¿Estaba allí, en verdad? Sí, no lo soñé. Debió de entrar por la puerta de atrás, que mis padres dejarían abierta, o acaso saltando la verja del huerto, una verja que cualquier muchacho salva sin esfuerzo.

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