Nuestro conocimiento recíproco es total. Tú eres yo y tú, y tú soy yo y tú. Algo tan perfecto y sencillo como una golondrina o la ley de la gravedad. La perversidad viciosa -para decirlo con palabras en las que no creemos y que ambos despreciamos- está representada, por esos tres miradores exhibicionistas del ángulo superior izquierdo.
Son nuestros ojos, la contemplación que practicamos con tanto afán -como tú ahora-, el desnudamiento esencial que cada cual exige del otro en la fiesta del amor y esa fusión que sólo puede expresarse adecuadamente traumatizando la sintaxis: yo te me entrego, me te masturbas, chupatemémonos.
Ahora, deja de mirar. Ahora, cierra los ojos. Ahora, sin abrirlos, mírame y mírate tal como nos representaron en ese cuadro que tantos miran y tan pocos ven. Ahora ya sabes que, aun antes de que nos conociéramos, nos amáramos y nos casáramos, alguien, pincel en mano, anticipó en qué horrenda gloria nos convertiría, cada día y cada noche de mañana, la felicidad que supimos inventar.
– ¿No está la madrastra? -preguntó Fonchito, decepcionado.
– Ya no tardará -repuso don Rigoberto, cerrando apresuradamente The Nude, de sir Kenneth Clark, que tenía sobre las rodillas. Con brusco sobresalto, retornaba a Lima, a su casa, a su escritorio, desde los vapores húmedos y femeninos del atestado Baño turco del pintor Ingres, en el que había estado inmerso-. Ha ido a jugar bridge con sus amigas. Pasa, pasa Fonchito. Conversemos un rato.
El niño le sonrió, asintiendo. Entró y se sentó a la orilla del gran confortable inglés de cuero aceitunado, bajo los veintitrés tomos empastados de la colección « Les maitres de l'amour », dirigida y prologada por Guillaume Apollinaire.
– Cuéntame del Santa María -lo animó su padre, a la vez que, disimulando el libro con su cuerpo, iba a devolverlo al estante con vidriera y cerrojo donde guardaba sus tesoros eróticos-. ¿Van bien las clases? ¿No tienes dificultades con el inglés?
Las clases iban muy bien y los profesores eran buenísimos, papi. Entendía todo y mantenía largas conversaciones en inglés con el padre MacKey; estaba seguro de que este año terminaría también con el primer puesto de la clase. Le darían el premio de excelencia, tal vez.
Don Rigoberto le sonrió, satisfecho. La verdad, este chiquito no hacía más que darle alegrías. Un modelo de hijo; buen alumno, dócil, cariñoso. Se había sacado la suerte con él.
– ¿Quieres una Coca-cola? -le preguntó. Se acababa de servir dos dedos de whisky y manipulaba la hielera. Alcanzó a Alfonso su vaso y se sentó a su lado-. Tengo que decirte algo, hijito. Estoy muy contento contigo y puedes contar con la moto que me pediste. La tendrás la semana próxima.
Al niño se le iluminaron los ojos. Una ancha sonrisa alborozó su cara.
– ¡Gracias, papito! -Lo abrazó y lo besó en la mejilla.- ¡La moto que tanto quería! ¡Qué maravilla, papi!
Don Rigoberto se lo sacó de encima, riendo. Le acomodó los revueltos cabellos, en una discreta caricia.
– Tienes que agradecérselo a Lucrecia -añadió-. Ella ha insistido para que te compre la moto ahora mismo, sin esperar los exámenes.
– Ya lo sabía -exclamó el niño-. Ella es buenísima conmigo. Más buena todavía, creo, de lo que era mi mamá.
– Es que tu madrastra te quiere mucho, chiquitín.
– Y yo también a ella -afirmó el niño, al instante, con vehemencia-. ¡Cómo no la voy a querer si es la mejor madrastra que hay en el mundo, pues!
Don Rigoberto bebió y paladeó: un agradable fuego le recorrió la lengua, la garganta y ahora descendía entre sus costillas. «Amable lava», improvisó. ¿A quién había salido tan bonito su hijo? Su cara parecía circundada por un halo radiante y rebosaba frescura y salud. No a él, ciertamente. Tampoco a su madre, porque Eloísa, aunque atractiva y de buen ver, jamás tuvo esa finura de rasgos, ni unos ojos tan claros ni una transparencia de piel semejante ni esos rizos de oro tan puro. Un querubín, un pimpollo, un arcángel de estampita de primera comunión. Seria mejor, para él, que de grande se afeara un poco: a las mujeres no les gustaban los hombres con cara de muñequito.
– No sabes qué alegría me da que te lleves tan bien con Lucrecia -añadió, luego de un momento-. Era algo que me asustaba mucho cuando nos casamos, ahora te lo puedo decir. Que ustedes no congeniaran, que tú no la aceptaras. Hubiera sido una gran desgracia para los tres. Lucrecia también tenía mucho miedo. Ahora, cuando veo lo bien que se llevan, me río de esos miedos. Si ustedes se quieren tanto que, a ratos, hasta celos tengo, pues me parece que tu madrastra te quiere más que a mí y que tú también la prefieres a ella que a tu padre.
Alfonso se rió a carcajadas, palmoteando, y don Rigoberto lo imitó, divertido con la explosión de buen humor de su hijo. Un gato maulló a lo lejos. Pasó un automóvil por la calle con la radio a todo volumen y durante unos segundos se oyeron las trompetas y maracas de una melodía tropical. Luego, surgió la voz de Justiniana, canturreando en el repostero, mientras accionaba la lavadora.
– ¿Qué quiere decir orgasmo, papá? -preguntó de pronto el niño.
A don Rigoberto le sobrevino un acceso de tos. Carraspeó, mientras reflexionaba: ¿qué debía responder? Procuró adoptar una expresión natural y se mantuvo sin sonreír.
– Bueno, no es una mala palabra -aclaró, prudentemente-. Desde luego que no. Se relaciona con la vida sexual, con el placer. Podría decirse, tal vez, que es la culminación del goce físico. Algo que no sólo experimentan los hombres, también muchas especies de animales. Ya te hablarán de eso, en el curso de biología, seguramente. Pero, sobre todo, no pienses que es una lisura. ¿Dónde te encontraste con esa palabra, chiquitín?
– Se la escuché a mi madrastra -dijo Fonchito. Con una expresión muy pícara, se llevó un dedo a los labios en signo de complicidad-. Me hice el que sabía lo que era. No le vayas a decir que tú me la explicaste, papi.
– No, no se lo diré -murmuró don Rigoberto. Tomó otro sorbo de whisky y escudriñó a Alfonso, intrigado. ¿Qué había en esa rubicunda cabecita, detrás de esa frente tersa? Vaya usted a saberlo. ¿No decían que el alma de un niño era un pozo insondable? Pensó: «No debo averiguar nada más». Pensó: «Debo cambiar de conversación». Pero el morbo de la curiosidad o la atracción instintiva del peligro fue más fuerte, y, como quien no quiere la cosa, preguntó-: ¿Le oíste esa palabrita a tu madrastra? ¿Estás seguro?
El niño asintió varias veces, con la misma expresión entre risueña y pícara. Tenía las mejillas arreboladas y en sus ojos refulgía la gracia.
– Me dijo que había tenido un orgasmo riquísimo -explicó, con cantarina voz de ruiseñor.
Esta vez, a don Rigoberto el whisky se le escapó de las manos; paralizado por la sorpresa, vió rodar el vaso sobre la alfombra de arabescos plomizos del estudio. El niño se precipitó a recogerlo. Se lo devolvió, murmurando:
– Menos mal que estaba casi vacío. ¿Quieres que te sirva otro, papi? Ya sé cómo te gusta, he visto cómo lo hace mi madrastra.
Don Rigoberto dijo que no con la cabeza. ¿Había oído bien? Sí, por supuesto: para eso tenía las orejas grandes. Para oír bien las cosas. Su cerebro había comenzado a crepitar como una hoguera. Esta conversación había ido demasiado lejos y era preciso cortarla de una vez y para siempre, so pena de algún imponderable gravísimo. Por un instante, tuvo la visión de un hermoso castillo de naipes que se desbarataba. Tenía una lucidez total sobre lo que debía hacer. Basta, se acabó, hablemos de otra cosa. Pero también esta vez el canto de las sirenas de los abismos fue más poderoso que su razón y que su sensatez.
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