Gonzalo Ballester - Quizá Nos Lleve El Viento Al Infinito
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Quizá Nos Lleve El Viento Al Infinito: краткое содержание, описание и аннотация
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– No sé qué pensarán el coronel Peers y el coronel Preston, a quienes afecta directamente su autoridad. Yo, desde luego, y en estas condiciones, no obedezco.
– Y yo -sugirió Preston, conciliador, y quizás algo seducido ya por las caderas de Eva-, me inclino por que lo discutamos. Siempre existen razones de una parte y de otra, siempre hay pruebas y contrapruebas, y hasta existen situaciones en que una tercera opinión no sólo puede justificarse por su peso, sino triunfar por su evidencia. En cuanto a esto de las razones, lo que aprendí en la Universidad me causó tales perplejidades que, para no perder la cabeza, me metí en el ejército, donde no te dejan pensar, sino sólo obedecer. Pero llevo ya tanto tiempo aquí dentro, que al ascender, ya no obedezco, ahora me toca mandar, y las perplejidades renacen, o quizá más bien resurjan. Señorita, deseo escuchar sus explicaciones. Coronel Peers, siento verdadero deseo de sopesar sus dudas. A los demás no me refiero porque se qué piensan. Lo que sí conviene tener en cuenta es que nosotros, los de aquí, hemos pasado un rato esta mañana en la cafetería, y no sería imposible que a la señorita Gredner y, por supuesto, al profesor, les apetezca un sandwich, un café o una cerveza.
A Eva no le apetecía nada, sino sólo seguir fumando, pero yo acepté el sandwich y el café. Llamaron a un ordenanza que los trajese.
Eva Gradner no parecía muy sosegada. Jugaba con un lapicero, su mirada iba del coronel Preston al coronel Peers. Cualquiera que no estuviera en el secreto, la creería nerviosa. Quiero decir que todos la creían nerviosa menos yo, que la sabía sólo desorientada por la elocuencia de Preston, quien inició un movimiento lleno de rectificaciones y pasos falsos para acercarse a ella sin que lo pareciese, lo que acaso contribuyó a aquietarla, pues sus palabras inmediatas fueron menos agresivas:
– ¿Debo entender entonces que no obedecen a Washington? -casi dulces.
– No, señorita, ¡Dios nos libre! Debe entender solamente que, por tratarse de un caballero amigo nuestro al que, además, debemos grandes servicios profesionales, nos parece oportuno discutir antes el caso. ¿Verdad, Peers?
– Perhaps!
«Long John» señaló el fuego: llamas anchas y altas, rojizas, amarillas, violetas, multiformes e inquietas como el mar.
– ¿Qué mejor que esa lumbre para congregar a un círculo de amigos? Propongo que nos sentemos alrededor y que nos presida Miss Gradner: cuando entregue en Washington ese informe que sin duda tendrá que redactar, y del que acaso dependa el porvenir de Europa (incluyo a las Islas Británicas, si ustedes me lo permiten), a aquellos caballeros les agradará, sin duda, saber que nos ha presidido. Es como si nos presidieran ellos.
– No se ría, «Long…»
– ¡Dios lo haga mejor, coronel! De todos modos, le invito a sentarse a la derecha de Miss Gradner: ése es mi sillón favorito, y le garantizo su comodidad: está copiado, pieza por pieza, de un morris Victoriano del que fue mi castillo y que ahora es asilo de ancianos subnormales aficionados a la literatura caballeresca. Ese sillón es el no va más de la poltronería, tal y como la entendemos los ingleses, que varía un poco de cómo la entienden nuestros amigos franceses.
– No tanto, «Long John» -le respondió Garnier-; no olvide mi opinión de que el Canal, en vez de separar, nos une. -Y añadió-: Rien de plus, messieurs et mesdames!, usted a mi lado, Von Bülov. No sé si es en virtud de la amistad francoalemana o de mi admiración personal, pero me siento dispuesto a defenderlo hasta la muerte.
Me ofreció un cigarrillo.
– ¿Cuál es el orden? -preguntó «Long John»-. ¿La acusación o la defensa?
Estábamos en semicírculo frente a la chimenea: su fuego, al alumbrarnos, humanizaba nuestras caras, demasiado blancas a la luz del neón. Todos habían empezado a fumar, y Eva Gradner lo hacía de un cigarrillo ofrecido por Preston ya encendido. Ella se lo había rogado en voz casi inaudible, aunque mimosa: «¡Enciéndamelo usted! Soy muy torpe fumando.» Pero cogía el pitillo con seguridad graciosa y, después de expulsar el humo, lo sorbía con mohín burlesco. ¿Quién la habría adiestrado en aquellas monerías, en qué noche tropical de orgía, en qué isla del Caribe, por cuál de sus inventores?
– La acusación, por supuesto. Debe empezar la señorita Gradner.
Eva sacudió una brizna de ceniza. Me señaló desdeñosamente con el cabo del cigarrillo, y empezó a hablar con voz tan pastosa y mesurada, que un ámbito castrense limitado por tan altas techumbres como aquél, pareció como si se redujera, como si se humanizase y se aviniese a razones. Su dicción bostoniana no alcanzaba, en perfección fonética, la de «Long John», pero la superaba en musicalidad, y movía las manos de tal modo que parecían ser ellas las que sacaban las palabras de la mente y las dejaban caer. Las espirales azules que, al mover de la mano, el cigarrillo esparcía, estremecían, como un desliz barroco, el impecable razonamiento.
– Ese hombre, a quien ustedes llaman el conde Von Bülov, que antes se llamó sargento Maxwell, y antes fue el capitán de navío De Blacas, pero que no es ninguno de ellos, aunque el quién es ya lo veremos más tarde, tendrá que responder ante un Consejo de Guerra de varias operaciones lesivas de nuestra seguridad y de nuestros intereses, la última de ellas, el robo del Plan Estratégico y su entrega a los soviets.
– ¿Cómo lo sabe?
– Mero razonamiento sobre datos contrastados de los que todos ustedes han sido, a su tiempo, informados, pero en cuya interpretación nos hemos equivocado, sin excepción, durante cierto tiempo, yo la primera, a causa, indudablemente, de nuestras ideas limitadas acerca de lo que no es posible y acerca de lo que lo es. Llegué a París convencida de la culpabilidad del capitán de navío De Blacas, y en esta idea me mantuve hasta el momento en que se puso en claro que el verdadero De Blacas no era la persona que había ocupado su puesto y usurpado su nombre durante dos meses decisivos. ¿Tendré que confesarles mi perplejidad inicial, mi humillante convicción de hallarme obligada a desbaratar un vulgar juego de suplantaciones? Alguien que se disfraza de otro, al fin y al cabo, con más o menos éxito; un truco anticuado y sin crédito. Pero, inesperadamente, el coronel Peers, aquí presente, nos suministró, sin quererlo, pruebas de que, durante un tiempo breve, ese sujeto llamado Maxwell había ocupado su personalidad y su puesto sin que mediara disfraz, sino sustitución inexplicable.
Peers asintió. Fue el momento en que el camarero de la cafetería pidió permiso para entrar y me sirvió el sandwich y el café. Pero Peers no le prestó atención.
– Es cierto. No puedo comprender cómo, pero es lo cierto.
Eva Gradner hablaba con monótona seguridad: había dejado de mirarme, y sus bellos, inútiles y grandes ojos verdes se habían clavado en un lugar elevado, quizás el remate del águila, que decoraba exuberante la chimenea: ¿allí donde resplandecía de oros el pico macizo, o donde exhibían su éxtasis cruel las broncíneas garras? Ni se sabe. Escuché con sorpresa, casi con estupefacción admirativa, mi propia historia reducida a entimemas sólidamente trabados, aunque interpolados de ingredientes narrativos; y el proceso mental que le había permitido el brinco del error a la verdad, quedó de manifiesto, desplegado en toda su singularidad, en todo su heroísmo intelectual, ante cinco espectadores asombrados.
– Yo me encontraba, como todos, ante una doble evidencia la de que alguien había expulsado de su ser, como se desahucia a un inquilino que no paga, a De Blacas y al coronel Peers, y la de que no era posible que una persona pudiera sustituir a otra en esas condiciones más que físicas. Esto, singularmente, ponía en un brete a mi razón: ¿existe alguien dotado de un poder ilimitado de metamorfosis? Sobre todo, ¿de un poder que implica la subversión del orden material del Universo? Fue la pregunta que planteé a los presentes, el coronel Peers lo recordará, y a la que todos respondieron que no, que la razón, lo mismo que la ciencia, lo rechazaba. «Caballeros, ¿se dan ustedes cuenta de que, si lo admitimos, no sólo queda este caso resuelto, sino todos los demás?» Y referí en sus detalles esenciales las Diez Famosas Operaciones que habían traído de cabeza a los Servicios Secretos de todas las potencias, esas que se estudian como ejemplos insolubles en las escuelas de espionaje, de Occidente lo mismo que de Oriente. «Pero, señorita -me dijeron-, ¿se da cuenta de que nos propone aceptar algo tan irracional que casi parece milagroso?» «Pues piensen lo que más les acomode, caballeros, porque yo, no sólo lo acepto, sino que mi conducta inmediata lo tendrá principalmente en cuenta. Quiero decirles con eso que voy a perseguir a una persona, o lo que sea, capaz de metamorfosearse, pero incapaz de destruir su propio olor corporal.» De modo que si he perseguido a Maxwell llamándole De Blacas, y a un tal Paul llamándole Maxwell, ahora encontré lo que buscaba en la persona del profesor Von Bülov. El nombre es lo de menos. Pero, si ustedes necesitan uno para no volverse locos, no tengo inconveniente en ofrecérselo: el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.
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