Gonzalo Ballester - Quizá Nos Lleve El Viento Al Infinito

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Quizá Nos Lleve El Viento Al Infinito: краткое содержание, описание и аннотация

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Quizá Nos Lleve el Viento al Infinito: La historia del capitán de navío a quien la OTAN encomienda una delicada misión, de Irina, una agente soviética, y del científico que, recluido en un sanatorio, se asemeja a un personaje literario, puede leerse como un apasionante relato policiaco, de espionaje y aventuras. Pero también encierra una metáfora de la débil línea que separa lo real de lo verdadero e imaginario, así como una visión de las falsedades o inverosimilitudes de la Historia y de las servidumbres del progreso científico y de otros mitos contemporáneos.

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– Gracias.

Cuando Eva Grodner apareció, ya de regreso, en la puerta del salón de té, al aire su cabeza, husmeando en el aire las huellas, Irina sacó apresuradamente algo de su bolso. Me dio unos papeles.

– Quiero que leas, esta noche, esos poemas. Uno de ellos lo escribí mucho antes de conocerte. El otro, no hace más de tres días, el tiempo que duró el vuelo entre París y Berlín. En éste estás tú, pero no solo. Te servirán para entenderme.

Fue derecha hacia Eva Gradner. Tropezaron, se demoraron en el tropiezo. Irina pareció iniciar explicaciones o disculpas. Me dio tiempo a perderlas de vista, a llegar hasta el coche.

Mi «Volkswagen» me condujo a un control de entrada y de salida. Fue un trayecto largo, que pasé pendiente del espejo retrovisor. Esperaba la aparición del coche rojo en el barullo de un atasco, a lo largo de una avenida sin obstáculos, de una avenida donde el viento levantaba hojas húmedas de tilos. Creí haber visto el coche rojo un par de veces, pero puede que lo soñara. Cuando llegué a mi meta, pedí hablar con los oficiales que mandaban los destacamentos: un alemán del Este y otro del Oeste. La explicación valió para los dos: quién era yo, y que mi nombre debía figurar en ciertas listas paralelas… Lo comprobaron, y me dejaron pasar. Le rogué al oficial del Este que me permitiera telefonear a un coronel cuyo nombre no pareció desconocer, pues quedó rígido al oírlo. En tanto él consultaba, yo, desde la puerta de la caseta, vi cómo llegaba el coche de Eva Gradner, cómo allende la barrera le decían que sí, cómo aquende le decían que no, cómo iba y venía del allende al aquende. Mi amigo el coronel me recomendó un hostal donde poder dormir tranquilo, y convinimos en vernos a la mañana siguiente, porque teníamos que hablar. Arranqué hacia dentro del Berlín rojo. En el espejo retrovisor, Eva Gredner insistía en manotear y en señalar mi coche. ¿Se habrá tranquilizado al perderme de vista? La respuesta de un robot a los estímulos es menos previsible de lo que generalmente se cree. Si no fuese porque Eva era una muchacha bien educada y de buenos principios, flor y nata del avispero, quizás hubiera blasfemado antes de irse.

Los papeles de Irina eran, efectivamente, dos poemas. Los había escrito en ruso, y, después de leídos, me fue difícil dormir: Me habían impresionado extrañamente, no con la extrañeza de lo que disgusta, sino de lo que no se espera; mejor aún, con la singularidad exasperante de lo que no cuadra, de lo que nos obliga a preguntarnos: ¿a qué viene esto ahora? Hamlet danzando una giga mientras canta el monólogo, o un Picasso estridente inserto en un delicado Vermeer. De ese orden, aunque no eso mismo. Estamos acostumbrados a entender la conducta de otro, no en virtud de la experiencia pura, sino de un principio que la interpreta con la clave del «personaje», concebido como «carácter», sin darnos cuenta de que así, al otro, le limitamos la libertad, y atribuimos a su comportamiento una necesidad y un estilo que, si faltan o se contradicen, nos irritan o molestan; en todo caso, nos sorprenden. Pero, en vez de buscar en nosotros mismos la razón, nos limitamos a no entender lo que hace el otro, a no admitir que su lógica no coincida con la nuestra. ¿Llegaríamos, de afirmación en afirmación, a concluir que la mayor parte de los hombres se sienten desgraciados porque los demás no actúan como a cada uno le hubiera gustado? Las objeciones que, durante aquella larga noche del Berlín Oriental, acostado en una cama dura y dando vueltas y vueltas, hice a una Irina que no podía responderme, fueron de naturaleza estética, pero no por haber escrito dos poemas, cosa que había hecho antes muchas veces y que, en cierto modo, estaba dentro de lo previsible, de lo esperable e incluso de lo deseable; sino, precisamente, aquellos dos, que un crítico literario hubiera calificado no sólo de imprevisibles, sino también de impropios, y no por calidad, ni siquiera por su forma, sino por su materia: nada de la anterior poesía de Irina, por una parte; nada de lo que yo sabía de ella, por la otra, me autorizaba a esperar que dedicase sus versos a describir dos experiencias místicas: la una, ya lejana, después de una larga orgía intelectual de guitarra y discusión con poetas de tres razas, exasperados de noche y de lirismo; la otra, reciente y más sorprendente aún, tras una noche de amor conmigo. Debía de ser ya la madrugada cuando quedé transido, pero, durante el sueño, imágenes de los poemas iban y venían alrededor de un vacío luminoso que, curiosamente tenía forma de mandorla: transcurrían por las zonas tenebrosas del contorno, casi perezosamente; pero, de pronto; alguna de ellas atravesaba la luz y dejaba un rastro oscuro, como esos fragmentos de estrella que inciden en la noche y trazan un efímero camino centelleante: sonidos de una guitarra loca en las calles vacías de una ciudad cuyos habitantes han huido por miedo súbito al alba; rostros de poetas que danzan, como juglares antiguos, ante la puerta de una iglesia; también bóvedas de piedra, nervaduras osadas como cuadernas de un barco volcado, vitrales, arcos, columnas, llamas de cirios temblonas y el cuerpo apaciguado de Etvuchenko, dormido con la paz de los hombres inocentes. Algo que no eran piedras ascendía también, y una mano en cuyo dedo resplandecía el oro, rozaba el borde mismo de lo Terrible.

CAPÍTULO VI

1

Ninguna razón se me alcanza para explicar el hecho matutino, coincidente más o menos con la ducha, de que el recuerdo del coronel Wieck, a quien tenía que visitar, según convenio, a las nueve y media en punto, me viniera acompañado, con prolongada insistencia, de una pieza de Tellemann para flauta y clavecín, ejecutada por Rampal principalmente, y escuchada por mí alguna vez, en una sala de París, en ocasión en que usurpaba, por pura diversión, la personalidad de un poeta norteamericano, revolucionario, pero simpático. (Conviene, sin embargo, registrar la presencia, en la mesa de Wieck, de una cajita de música.) Aunque quizá resulte más inexplicable el que, estando constituido el recuerdo de Wieck por una imagen visual, el de la flauta fuera también visible, especie de serpiente frágil que se enroscaba en el cuerpo enhiesto del coronel sin otra finalidad que hacerlo, al menos aparentemente. Por fortuna, cuando me recibió, no quedaban en su despacho rastros de la serpiente, menos aún restos perdidos de Tellemann, sino sólo un olor a tabaco bastante fuerte, ese que deja el que fuma todo el día y que la ventilación ordenada por la higiene y prescrita en los reglamentos más estimados, no es capaz de eliminar, habida cuenta de que el resto inexpulsable del olor de cada día se incrementa con el del día siguiente y forma una aparente unidad olfativa, aunque no compacta, ya que es posible que, dotados de instrumental idóneo, pudiéramos establecer, por vía empírica, el descubrimiento, y proclamar la convicción de que el olor a tabaco se organiza en estructuras foliáceas, según aromas, sin descartar la posibilidad de que sean precisamente hojaldradas. No creí discreto exponer al coronel estas sospechas personales, aunque científicas, y habida cuenta de que Herr Wieck conservaba un apreciable sentido del humor que, en trabazón profunda con sus enmascaradas discrepancias políticas, y, sobre todo, estratégicas, con el mando supremo, le llevaba a contar, una vez pasada la etapa de los saludos, los últimos chistes llegados a Berlín Oriental desde Moscú, desde Washington, desde París y desde el Vaticano, estos últimos especialmente dilectos por ser Wieck antipapista: los contaba intercalando carcajadas de resonancias diabólicas, y advertencias al auditorio de este desacostumbrado jaez: «¡Escuche, escuche, ya verá qué gracia tiene!» Cuando se le agotó el repertorio, cuando tampoco supo qué decir acerca de la niebla, que, al parecer, asombraría a los berlineses de ambas zonas durante todo el día; cuando, por último, hubimos bebido el té que me ofreció, me dijo de repente:

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