Gonzalo Ballester - Quizá Nos Lleve El Viento Al Infinito

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Quizá Nos Lleve El Viento Al Infinito: краткое содержание, описание и аннотация

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Quizá Nos Lleve el Viento al Infinito: La historia del capitán de navío a quien la OTAN encomienda una delicada misión, de Irina, una agente soviética, y del científico que, recluido en un sanatorio, se asemeja a un personaje literario, puede leerse como un apasionante relato policiaco, de espionaje y aventuras. Pero también encierra una metáfora de la débil línea que separa lo real de lo verdadero e imaginario, así como una visión de las falsedades o inverosimilitudes de la Historia y de las servidumbres del progreso científico y de otros mitos contemporáneos.

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– ¿Tú conocías mis relaciones con el Servicio? -le pregunté a Irina después de beber algún vino.

– Por supuesto.

– ¿Ibas en el taxi que me siguió esta tarde, al salir de tu casa?

– Sí.

– ¿Por qué me seguiste?

– Mera precaución. Podían matarte, a lo mejor te raptaban… No estaba muy tranquila.

– ¿Acaso desconfías de mi pericia?

– No, a la vista de lo que has hecho; pero me da un poco de miedo tu despreocupación. No debes ignorar que pueden reconocerte. Tu fotografía está archivada.

La respuesta no podía ser más convincente. Cambié de conversación: el coronel Etvuchenko debía salir al día siguiente para Moscú en un avión nocturno. No podían pasar juntos las horas restantes porque él tenía algo que hacer en la Embajada, pero confiaba en que le quedase tiempo para reunirse a almorzar… El café de Irina estaba bueno. Y, sin la menor duda, sus pechos fueron mucho mejores que el vino. No sé a qué hora de la noche surgió, en la conversación, el tema del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla. Irina confesó la desconfianza que le causaba aquel nombre, o aquel sustituto de nombre.

– No conozco a nadie, ni de nuestro servicio ni del de enfrente, con la imaginación necesaria para inventarlo, porque es una imaginación poética, como lo es su conducta, imprevisible como las etapas de un juego o los versos de un buen poema. He llegado a pensar si el método para descubrirlo ha de partir precisamente de la teoría literaria; si, en vez de un agente secreto, es menester un crítico.

Fumábamos en la penumbra. Yo, después de una chupada, dije:

– Sí. Alguien que entienda ante todo de metáforas.

Y, en aquel mismo instante, rápidamente, Irina cogió un puñal escondido en alguna parte, y si mis reflejos no hubieran actuado tan rápidos como mi deducción, allí mismo me habría traspasado.

Me di cuenta del error cometido en el momento mismo en que mi mano detenía el puñal. Le apreté la muñeca hasta que lo soltó, y, no sé por qué, sentí compasión por su derrota, y quizá con intención de mostrárselo, le acaricié la mano que acababa de obligarle a abrir. Se dejó caer, entonces, en la almohada, y escondió el rostro, vencida. Creo que en algún momento sollozó. Y yo esperaba a que se recobrase. Lo hizo pasado un rato: levantó la cabeza y miró. Encendió la luz para hacerlo mejor. Y lo hizo durante un minuto largo.

– Eres tú, ¿verdad?

– Sí.

– Pues no lo entiendo, no entiendo cómo pudiste engañarme durante tanto tiempo.

– Sólo llevo engañándote desde el momento en que nos encontramos delante de aquella negrita, en el café.

– ¿Y antes?

– Antes, era el coronel Etvuchenko, no yo.

Señaló, casi acarició la cicatriz de mi brazo izquierdo, la huella larga de un balazo superficial.

– Eso lo has tenido siempre.

– Sí. Etvuchenko lo tuvo siempre.

– ¿Quién eres entonces?

– Lo sabes ya, lo has descubierto en el momento mismo en que pronuncié una palabra que Etvuchenko no hubiera usado nunca.

Ella sonrió.

– Yuri, el pobre, jamás logró entender lo que es una metáfora, menos aún explicarse la razón de su existencia.

– Yo no entiendo de otra cosa, o más exactamente, casi no soy otra cosa. La sustitución llevada a cabo con el coronel, aunque difícil de explicar en sus trámites físicos, y no digamos en los metafísicos, puede sin embargo entenderse como metáfora.

Irina recitó, en francés, en inglés y en ruso, mi nombre entero: «El Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.» Y añadió:

– Antes de que me mates, quisiera saber de verdad quién eres.

– No tengo intención de matarte.

– Si no me matas, te mataré yo.

Me eché a reír, aunque no demasiado fuerte.

– ¿Qué haría Irina Tchernova, poeta rusa de la emigración, con el cuerpo muerto del coronel Etvuchenko en su estudio, y hasta es posible que en su cama? ¿Cómo iba a explicarlo? Al camarada Iussupov le costaría mucho trabajo creer que se trataba realmente del cuerpo de ese mero nombre cuyas huellas se pierden en la niebla, y a la Policía francesa le daría igual. Y tú, en el caso, meramente imaginable, de que salieras airosa, que lo dudo (lo más probable es que te condenasen, unos y otros, como autora de un crimen pasional, lo que no haría ningún favor a tu reputación literaria); en ese caso, digo, pasarías el resto de tu vida acongojada por la evidencia de un misterio que no llegaste a entender. Ahora bien, yo te prometo ayudarte a desvelarlo, previo pacto de paz.

– Eres un enemigo.

– Eva Gradner, de la CÍA, directamente al servicio del Pentágono, piensa de mí otro tanto y, un día de éstos, llegará a Europa dispuesta a asesinarme, aunque esta palabra sólo sea apropiada desde mi punto de vista, pues para ella y para los que la tienen a su servicio, sólo sería una ejecución legal. El Pentágono tiene escasa sensibilidad para lo poético, menos aún para lo misterioso, y en cuanto a ella, tampoco le preocupa lo incomprensible, que siempre logra entender aunque sea equivocándose. Pero un error tranquilizante siempre es más eficaz que la duda.

– Pero, ¿tú no estás al servicio del Pentágono?

– ¿Cómo te explicas, en ese caso, que haya entregado al Embajador de la URSS el texto entero del Plan Estratégico?

– Porque es una trampa.

– Podría demostrarte que no.

– En cualquier caso, estás pagado por los otros.

– El último dinero que recibí, justamente esta tarde, son dólares americanos de fabricación rusa.

– ¡Mis patrones son muy inteligentes! -me interrumpió ella con algo triunfal en la voz.

– No he abierto aún los paquetes, pero, ya sé lo que contienen. Así, sin abrirlos, los expediré a algún lugar del Caribe.

– ¿Tengo que pensar que eres un traidor?

– Si has analizado, y creo que lo habrás hecho, esa docena de trabajos a los que debo mi reputación, habrás observado que son, por lo menos, ambiguos.

Irina calló un momento.

– Sí, eso es cierto.

– Eva Gradner no lo cree así, porque para ella no hay más que el sí y el no. Vive en un mundo sin matices y, por supuesto, sin metáforas.

– ¿Quién es Eva Gradner?

– Una muñeca.

CAPÍTULO PRIMERO

1

Irina, de repente, apagó la lámpara y quedamos envueltos en el resplandor suave, casi cómplice, que venía del salón, las velas encendidas de los iconos, de las que también llegaba un remoto olor a miel. No me cuesta trabajo reconocer que me hallaba, más que tranquilo, sosegado, y que el silencio en cuyo centro reposábamos, tenía límites lejanos, ese tráfago amortiguado de la noche tan difícil de reconocer: si un automóvil que corre por el asfalto, si un incendio que fulgura y cruje, o el alarido de una mujer asesinada no se sabe hacia dónde. También, el llanto súbito de un niño, pero eso no se escucha nunca lejos, sino en la casa de al lado, casi pared por medio. Fue lo que distrajo a Irina, el llanto:

– Siempre se despierta a esta hora, pero le dura poco. Su madre sabe callarlo.

E inmediatamente volvió a lo nuestro:

– ¿Una muñeca? ¿Qué quieres decir?

No sé si involuntariamente o con intención de bruja, se había acurrucado junto a mí y había apoyado la cabeza en mi brazo.

– Nos falta aún el pacto de la paz -le respondí.

– Hecho.

– ¿Te devuelvo el puñal, entonces?

Apareció en mi mano un rebrillo alargado y débil. Ella tendió la suya y lo recibió, sin arrebato, sin crispación: su cuerpo no se movió. Sobrevino un silencio, breve, pero de hondura incalculable, que lo hizo casi eterno. Yo, aunque apercibido para estorbar en el aire mi muerte, no sé por qué confiaba en la palabra de Irina. Ella, entonces, arrojó el arma contra la pared, la arrojó diestramente, sin esfuerzo, y allí quedó clavado, cerca del techo. Se apretó un poco más, escondió la cabeza entre mi brazo y mi cuerpo, y le oí decir, con voz menuda:

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