tando, "¿por qué no me dejan en paz?". Tuvo el valor pero cometió el error de aceptar la invitación del Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso a las personas que se consideraban falsamente acusadas. Presentarse ante el Comité le bastaba al Comité como prueba de culpa. En seguida, todos los ultrarreaccionarios de Hollywood, Ronald Reagan, Adolph Menjou o la mamá de Ginger Rogers, corroboraban las sospechas y entonces los congresistas le pasaban la información a los columnistas de chismes de Hollywood. Hedda Hopper, Walter Winchell, George Sokolsky, todos ellos vivieron de la sangre de los sacrificados, como Dráculas de papel y tinta. En seguida, la Legión Americana se encargaba de movilizar a sus huestes de veteranos para picketear, impedir el paso del público a las películas donde aparecía el sospechoso, John Garfield, por ejemplo. Entonces el estudio productor de las películas podía decir lo que le dijeron a Garfield: eres un riesgo. Pones en peligro la seguridad del estudio. Y despedirlo. "Pide perdón, Julie, confiesa y vive en paz/' "Nombra nombres, Julie, o te vas a quedar sin carrera." Entonces el chico callejero de los barrios pobres de Nueva York renacía desnudo y romo con los puños apretados y la voz ronca. "Sólo un imbécil se defiende de imbéciles como McCarthy. ¿Crees que yo voy a ser un prisionero de lo que diga un pobre diablo como Ronald Reagan? Déjame seguir creyendo en mi humanidad, Harry, déjame seguir creyendo que tengo un alma…" No podemos protegerte, le dijo primero Hollywood; en seguida, No podemos emplearte más; al fin, vamos a dar pruebas contra ti. La compañía, el estudio, era primero. "Tú entiendes, Julie, tú eres una sola persona. Nosotros empleamos a miles de personas. ¿Quieres que ellos se mueran de hambre?" Julie Garfinkle se murió de un ataque cardiaco a los treinta y nueve años de edad. Puede que sea cierto. Tenía el corazón tirante, a punto de estallar. Pero el hecho es que lo encontraron muerto en la cama de una de sus múltiples amantes. Yo sostengo que John Garfield se murió fornicando y que ésta es una muerte envidiable. Cuando lo enterraron, el rabino dijo que Julie llegó como un meteoro y como un meteoro se fue. Abraham Polonsky, que dirigió una de las últimas y quizás la más grande película de Julie, Forcé ofEvil, dijo "Defendió su honor de muchacho callejero y lo mataron por ello." Lo mataron. Se murió. Diez mil personas pasaron junto a su féretro para despedirlo. ¿Comunistas? ¿Agentes enviados por Stalin? Allí estaba llorando Clifford Odets, el autor de Golden Boy, la gloria de la izquierda literaria, convertido en delator por el Comité del
Congreso, primero delator de los muertos porque creía que ya no podía dañarlos, luego delator de los vivos para salvarse a sí mismo, luego delator de sí mismo al decir como tantos otros, "No nombré a nadie que no hubiese sido nombrado antes". Cuando Odets salió llorando del funeral de John Garfield, hubo una pelea a puñetazos. Hasta el final, Jacob Julius Garfinkle vivió a trompadas en las calles de Nueva York.»
Cuando las lluvias del verano empaparon el jardín y se colaron por las paredes de la casa, dejando medallones oscuros en la piel del adobe, Harry Jaffe sintió que se ahogaba y le dijo a Laura Díaz que por favor leyera las cuartillas sobre John Garfield.
– Pero también hubo acusados que ni delataron ni se dejaron angustiar o deprimir, ¿no es cierto, Harry?
– Tú los conociste en Cuernavaca. Algunos pertenecieron a los Diez de Hollywood. Es cierto, tuvieron el valor de no hablar y no dejarse amedrentar, pero sobre todo el valor de no angustiarse, no suicidarse, no morir. ¿Son por ello más ejemplares? Otro de mis camara-das del Group Theater, el actor J. Edward Bromberg, pidió excusas ante el Comité para no presentarse a causa de sus recientes ataques cardiacos. El congresista Francis E. Walker, uno de los peores inquisidores, le dijo que los comunistas eran muy hábiles en presentar excusas firmadas por sus doctores -que sin duda también eran, por lo menos, simpatizantes de los rojos. Eddie Bromberg acaba de morir en Londres este año, Laura. A veces me llamaba, después de que lo pusieron en la Lista Negra de Hollywood, para decirme, Harry, hay unos tipos parados siempre frente a mi casa, de día y de noche, toman turnos, pero siempre hay dos tipos parados visiblemente, junto al farol, mientras yo los espío espiándome y esperando la llamada telefónica, ya no puedo apartarme nunca del teléfono, Harry, pueden citarme de nuevo en el Comité, pueden llamarme para decirme que el papel que me prometieron ya se lo dieron a otro, o por el contrario pueden llamarme para tentarme con un papel en una película pero a condición de que coopere, es decir, de que delate, Harry, esto ocurre cinco o seis veces por día, me paso el día junto al teléfono, tentado, desgarrándome, debo hablar o no, debo pensar en mi carrera o no, debo cuidar de mi mujer y mis hijos o no, y siempre acabo diciendo no, no hablare Harry, no, no quería dañar a nadie, Harry, pero sobre todo, Harry, no quería dañarme a mí mismo, mi lealtad a mis camaradas era lealtad a mí mismo. Ni los salvé a ellos ni me salvé a mí mismo…
– ¿Y tú, Harry, vas a escribir sobre ti mismo?
– Me siento muy mal, Laura, dame una cerveza, sé buena…
Otra mañana, cuando los loros chillaron bajo el sol y desplegaron sus crestas y sus alas como si anunciaran una nueva, buena o mala, Harry, mientras desayunaban, le contestó a Laura.
– Sólo me hablaste de los que fueron destruidos por no hablar. Pero me dijiste que otros se salvaron, salieron fortalecidos por callarse la boca -persistió Laura.
«¿Cómo puede haber inocencia cuando no hay culpa?» -citó Harry-. Esto dijo Dalton Trumbo al principio de la cacería de brujas. En medio, se burló de los inquisidores, escribió guiones bajo seudónimos, ganó un Óscar con seudónimo y la Academia por poco se caga del coraje cuando Trumbo reveló que el autor era él. Y cuando todo termine, sospecho que será Trumbo quien diga que no hubo héroes ni villanos, santos ni demonios, sólo hubo víctimas, Laura. Vendrá un día en que todos los acusados serán rehabilitados y celebrados como héroes culturales y los acusadores serán acusados a su vez y degradados como se lo merecen. Pero Trumbo tenía razón. Todos habremos sido víctimas.
– ¿Hasta los inquisidores, Harry?
– Sí. Hasta sus hijos se cambian de nombre, no quieren admitir que son hijos de unos hombres mediocres que mandaron a la miseria, a la enfermedad y al suicidio a cientos de inocentes.
– ¿Hasta los delatores, Harry?
– Han sido las peores víctimas. Traen el signo de Caín herrado en la frente.
Harry tomó un cuchillo del frutero y se cortó la frente.
Y Laura lo miró con terror pero no le impidió hacerlo. -Tienen que cortarse la mano y la lengua.
Y Harry se metió el cuchillo en la boca y Laura gritó y lo detuvo, le arrancó el cuchillo de la mano y lo abrazó sollozando.
– Y están condenados al exilio y la muerte -le dijo Harry casi en silencio al oído de Laura.
Desde muy pronto, Laura aprendió a leer el pensamiento de Harry y éste, el pensamiento de Laura. Los ayudaba la ronda puntual de la sonoridad tropical. Ella la conocía desde niña, en Veracruz, pero la había olvidado en la capital, donde los ruidos son accidentales, imprevistos, intrusos, chillantes como un par de uñas malvadas arañando un pizarrón en la escuela. En el trópico, en cambio, los trinos de los pájaros anuncian el amanecer y su vuelo simétrico el
crepúsculo, la naturaleza fraterniza con las campanadas de maitines y vísperas, los cultivos de vainilla perfuman con la intermitencia de nuestra propia atención el ambiente, y sus mazos cosechados le dan un aire a la vez primigenio y refinado a las alacenas donde son guardados. Cuando Harry espolvoreaba la pimienta sobre el plato de huevos rancheros en el desayuno, Laura miraba la pimienta en flor en el jardín, joyas amarillas incrustadas en una frágil y aérea corona color de atardecer. No había hiatos en el trópico. Se pisaba del jardín a la mesa matando alacranes dentro de la casa primero, buscándolos preventivamente en el jardín, bajo las piedras, más tarde. Eran insectos blancos y Harry se rió pisoteándolos.
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