– Adiós a las corbatas -dijeron juntos Jim y Harry cuando Vincent Sheean y Ernest Hemingway se largaron a reportear la guerra, discutiendo sobre cuál de los dos tendría el privilegio de escribir la nota necrológica del otro…
El pequeño judío de saco y corbata.
Si la descripción del Harry Jaffe de hace quince años era exacta, entonces tres lustros habían sido tres siglos para este hombre que no podía ocultar su tristeza, que acaso quería ocultarla; pero la tristeza lograba escaparse por la mirada infinitamente lejana, por la boca temblorosamente triste, por la barbilla inquieta y las manos sobrenaturalmente inertes, controladas con esfuerzo para no mostrar entusiasmo o interés verdaderos. Se sentaba encima de sus manos. Las hacía un puño. Las unía desesperadamente bajo el mentón. En las manos de Harry estaba el testigo ofendido, humillado, por la saña del macartismo. Joe McCarthy le había paralizado las manos a Harry Jaffe.
– Nunca ganamos, no es verdad que en algún momento hayamos triunfado -dijo con su voz neutra como el polvo Harry-. Hubo excitación, excitement, eso sí. Mucha excitación. A los americanos nos gusta creer en lo que hacemos y excitarnos haciéndolo. ¿Cómo no iba a unir el gusto, la fe, y el excitement un evento
como el estreno de The Cradle Wiil Rock de Clifford Odets, con su referencia audaz y directa a los eventos del día, la huelga automotriz, los motines, la brutalidad de la policía, los obreros muertos a tiros por la espalda? ¿Cómo no nos iba a excitar hasta la indignación que nuestro escenario provocara el fin del subsidio oficial al teatro obrero? Los decorados nos fueron confiscados. Los tramoyistas fueron suspendidos. ¿Y qué? Nos quedamos sin teatro. Entonces tuvimos la idea genial de llevar la obra al lugar de los hechos, a la fábrica metalúrgica, íbamos a hacer el teatro obrero en la fábrica obrera.
Qué difícil me está resultando esa mirada de derrota cuando abre los ojos, esa mirada de reproche cuando los cierra, Laura mirando intensamente, como lo hacía siempre, a este hombre pequeño y desvalido sentado en un equipal de cuero en la pequeña colina del jardín con vista a la ciudad del refugio, Cuernavaca donde Hernán Cortés se mandó construir un palacio de piedra protegido por torreones y artillería para huir de la altura de la ciudad azteca conquistada, arrasada y vuelta a fundar por él como una ciudad renacentista, a escuadra, una ciudad-parrilla.
– ¿Qué sentiría Cortés si regresa a su palacio y se encuentra pintado en los murales de Rivera como un conquistador despiadado con mirada de reptil? -le dijo Harry a Laura.
– Diego compensa esas cosas pintando caballos blancos, heroicos, relucientes como las armaduras. No puede evitar cierta admiración por la epopeya. Nos pasa a todos los mexicanos -Laura acercó sus dedos a los de Harry.
– Tuve una pequeña beca después de la guerra. Fui a Italia. Así pintaba Ucello las batallas medievales. ¿Dónde me llevas mañana para seguir conociendo Cuernavaca?
Fueron juntos al jardín Borda, donde Maximiliano de Austria vino a refugiar sus placeres en los jardines escondidos, lujuriosos y húmedos, lejos de la corte imperial de Chapultepec y la ambición insomne de su mujer, Carlota.
– A la que no tocaba porque no quería contagiarla de sífilis -dijeron riendo al unísono los dos, limpiándose los labios espumosos de cerveza en la Plaza de Cuernavaca, Cuauhnáhuac, el lugar junto a los árboles donde Laura Díaz escuchaba a Harry Jaffe y trataba de penetrar el misterio que se escondía en el fondo del relato aliviado por la ironía ocasional.
– La cultura de mi juventud era la cultura de la radio, el espectáculo ciego, por eso pudo Orson Welles espantar a todo el mun-
do haciendo creer que una mera adaptación de otro Wells, H. G., estaba sucediendo realmente en New Jersey.
Laura rió mucho pidiéndole a Harry que escuchara el cha-chachá de moda en México que provenía de una sinfonola en la cantina,
Los marcianos llegaron ya Y llegaron bailando el ricachá
– You know?
Llevaron la obra clausurada al lugar de los hechos, la fábrica de acero. Por eso, la gerencia de la siderúrgica decidió ofrecer un picnic ese día. Los obreros prefirieron el día de campo a la jornada de teatro político.
– ¿Sabes? Cuando la obra se repuso, el director distribuyó a los actores entre el público. Las luces nos buscaban. Súbitamente, nos descubrían. Me descubrían a mí, la luz me pegaba en la cara, me cegaba pero me hacía hablar. «La justicia. Queremos la justicia.» Era mi único parlamento, desde la sala. Luego todo se apagaba y regresábamos a casa a oír la verdad invisible de la radio. Hitler usaba la radio, Roosevelt, Churchill. ¿Cómo iba a negarme a hablar por radio cuando el propio gobierno de los Estados Unidos, el ejército americano, me pidió, ésta es la Voz de América, tenemos que derrotar al fascismo, Rusia es nuestro aliado, hay que exaltar a la URSS?, ¿qué iba a hacer yo?, ¿propaganda antisoviética? Imagínate, Laura, yo haciendo propaganda anticomunista en medio de la guerra. Me mandan fusilar por traidor. Pero hoy, haberla hecho, también me condena como subversivo antiamericano. Damned if you do and damned if you don't.
No rió al decir esto. Más tarde, a la hora de la cena, el grupo de una docena de invitados escuchó con atención al viejo productor Theodore que repitió la historia de la migración judía a Hollywood, la creación judía de Hollywood, pero un guionista más joven, que nunca se quitaba la corbata de moño, le dijo rudamente que se callara, cada generación tenía sus problemas y los sufría a su manera, él no iba a sentir nostalgia por la depresión, el desempleo, las colas de hombres ateridos esperando turno para obtener una taza de sopa caliente y aguada, no había seguridad, no había esperanza, sólo había el comunismo, el partido comunista, ¿cómo no iba a unirse al partido?, ¿cómo iba a renegar jamás de su comunis-
mo, si el partido le dio la única seguridad, la única esperanza de su juventud?
– Negar que fui comunista hubiese sido negar que fui joven.
– Lástima que nos negamos a nosotros mismos -dijo otro comensal, un hombre de facciones distinguidas (parecía anuncio de las camisas Arrow, comentó con sorna Harry).
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Theodore.
– Que no estábamos hechos para el éxito.
– Nosotros sí -refunfuñaron al unísono el viejo y su esposa-. Elsa y yo sí. Nosotros sí.
– Nosotros no -retomó el hombre bien parecido, portando bien sus canas, orgulloso de ellas-. Los comunistas no. Tener éxito era un pecado, una suerte de pecado, en todo caso. Y el pecado exige retribución.
– A ti te fue muy bien -se rió el viejo.
– Ése fue el problema. Vino la retribución. Primero el trabajo comercial, desganado. Guiones para putas y perros amaestrados. Luego vino la disipación compensatoria. Las putas en el lecho, el whisky menos amaestrado que Rin Tin Tin. Y finalmente vino el pánico, Theodore. La realización de que no estábamos hechos para el comunismo. Estábamos hechos para el placer y la disipación. Obviamente, llegó el castigo. Denunciados y sin trabajo por haber sido comunistas, Theodore. McCarthy es nuestro ángel extermina-dor, era inevitable. Lo merecemos, fuck the dirty weasel.
– ¿Y los que no fueron comunistas, los que fueron acusados sin razón, los calumniados?
Todos voltearon a ver quién había dicho esto. Pero esas preguntas parecían no tener origen. Parecían dichas por un fantasma. Era la voz de la ausencia. Sólo Laura se dio cuenta, sentada frente a Harry, que el excombatiente de España lo había pensado y quizás lo había dicho y nadie se había dado cuenta, porque la señora de la casa, Ruth, ya había cambiado el tono de la conversación, sirviendo su pasta sin fondo y canturreando,
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